La política es un asunto propio de cada ciudadano, que es el centro de poder en democracia. Demóstenes o Esquines no eran abogados, pero acudían al ágora a dar sus opiniones y crear estados de opinión, consensos y disensos, de donde surgían las decisiones públicas.
El español es, de antiguo, un pueblo sufrido. Cuando vino de Francia el infausto Fernando VII, el pueblo le puso de apodo ‘el Deseado’ y gritaba a su paso ‘Vivan las caenas’, mientras levantaba en volandas la carroza real; y aquel rey bellaco le puso cadenas.
Entre las cuatro, o más, guerras civiles del XIX, gobernaron muchos militares, cuyos méritos, en algunos casos, eran de alcoba más que de milicia; y el pueblo soportó la afrenta de verse gobernado según las veleidades del rigodón.
Ya en el siglo XX, el pueblo afrontó, poniendo los muertos, la horrenda campaña de África debida al empeño real y dos dictaduras bajo aquella Monarquía, otra guerra civil y 40 años más de dictadura. No levantamos cabeza. ¿Somos un pueblo sumiso?
Hoy, la política es un espectáculo. La mayoría de los ciudadanos observan lo poco que los telediarios cuentan sobre los asuntos públicos; algunos leen los titulares de los periódicos; otros forman opinión delante de un chato de vino, en la barra de un bar y muy pocos leen las editoriales, la tercera de ABC, o los informes del periodismo de investigación.
Tal desentendimiento es debido, en parte a la prisa con que vivimos; otra parte, al desprestigio de la clase política, ganado a pulso por su mala praxis, y otra parte de responsabilidad está depositada en los juegos de poder que los políticos ejercen entre ellos y los que vierten sobre los ciudadanos a los que humillan y alejan de la vida pública.
Son hechos clamorosos la falta de experiencia laboral y el bajísimo nivel intelectual y cultural de los profesionales de la política. Ambos fenómenos tienen la misma raíz: a los dieciocho años, con un bachillerato mal hecho, o habiendo empezado dos o más carreras universitarias, se entra en el túnel de las juventudes del partido, a vociferar en las manifestaciones, jalear al líder en los mítines, integrar caravanas con banderas de las siglas y, sobre todo, alardear de firmeza en las convicciones y lealtad sectaria a alguna de las camarillas internas, mientras se aprende a vivir de la subvención, en alguna fundación o ONG colateral.
Los alevines que destacan en la fase anterior entran a vivir del partido, donde aprenden a caracolear, a moverse en la devoción hacia alguien que pueda tener futuro, sin dejar de encender velas al contrario, porque todos son compañeros y compañeras. Esta es una carrera frenética y fratricida para ser concejal pronto, luego diputado autonómico y, por fin, senador o diputado del Congreso, con miras a ser ministro antes de los cuarenta años. Esta es toda la experiencia laboral, los méritos y las exigencias de conocimientos para muchos de los altos cargos que nos gobiernan. Y así nos va, con tales curricula.
Los líderes, casi todos presuntuosos, con toda humildad se creen poseedores excluyentes de la verdad. De aquí que nunca acepten la parte de verdad que puede tener el adversario; no es preciso escucharlo, porque está en el error y, por tanto, ha de ser honrado con el mayor desdén, o hay que anatematizarlo. Nada positivo cabe esperar de los desvaríos de tal persona. No ha lugar a concesiones, ni a buscar consensos para nada.
Por otro lado, la probidad moral también es solamente la propia, todos los demás son réprobos. La fechoría que haya hecho alguien de los otros salpica a todos sus conmilitones, que son denostados como partícipes de la inmoralidad o del delito cometido por aquel. Parece que el Derecho está muy interesado en probar la responsabilidad de los sujetos físicos, o de las alianzas que estos puedan hacer como asociación de malhechores; sin embargo, la política es Fuenteovejuna: vale la aspersión para manchar a todos por la acción de uno, o unos pocos. De esta manera, se despellejan unos a otros, desacreditándose todos.
Como insiste Joaquín Leguina, el sistema de elecciones primarias dentro del partido es una farsa calamitosa, porque votan los adeptos a la causa y sale elegido aquel cuya camarilla es más extensa. Es una operación a lo Juan Palomo, que nada tiene que ver con las elecciones primarias que se realizan en otros países. El elegido como líder queda divinizado e, inmediatamente, toma posesión del partido, de sus órganos internos de gobierno y de los comités que han de asesorarlo, o controlarlo, depurando a los perdedores de las primarias y a quienes se hayan significado dándoles apoyo. Así, resta un organismo social químicamente puro, rendido de antemano y dispuesto a ofrecerle pleitesía en cuanto el divino líder la demande.
La consecuencia más perniciosa de este proceso viene después, cuando el divino líder llega a ser investido por las instituciones, sea un ayuntamiento, una diputación, un gobierno autonómico o el de la nación. El líder investido aplica el modelo que trae de su partido y resulta un invasor, que viene a avasallar.
En primer lugar, se apodera del funcionariado, o lo neutraliza. Tenemos entre 19.000 y 20.000 cargos de libre designación, ocupando puestos clave de la Administración. Estos son políticos de segunda o tercera línea que deben su pan al dedo que los designó. Ellos nunca harán nada que pudiera disgustar al divino líder. Los otros funcionarios quedan neutralizados a su vez, porque deben su posible promoción y ascenso a cargos de libre designación…; por tanto, tampoco se atreverán a fiscalizar operaciones decididas por los políticos y menos aún las del divino líder.
En segundo lugar, mediante el manejo de empresas públicas y fundaciones, cerca de 3.000, según el estudio hecho por el Ministerio de Hacienda en 2013, las licitaciones y contrataciones se derivan hacia los simpatizantes del partido. El concurso público no se estila ya. El dinero público tiene ahora muchas camándulas: o bien se otorga como subvención graciosa para las ONG afines, o bien se aplica a contratos directos que nadie va a controlar, o bien se destina a pagar facturas falsas, como ha referido el caso Nóos, o a comprar servicios de prostíbulos, drogas y mariscadas. Hoy no funciona la Intervención del Estado y los libramientos van a golpe de tarjeta, que es un procedimiento rápido, fácil y sobre todo discrecional. Y como la probidad moral es la propia…, pues no hay censura, ni reproche.
Más tremenda aún es la ocupación de la sociedad civil: Europa genera 3.000 normas legislativas anuales. Además, en España, surgen otras 900 leyes al año, si el Gobierno ejerce de verdad; si está en funciones, las sustituye con decretos-leyes. Desde 2009, las comunidades autónomas han producido 557.000 páginas de legislación. Todo este contingente normativo obliga a publicar 110 hojas a la hora, incluidas las de domingos y festivos, llenas de normas. Hay normas para todo. El afán regulador se entromete por todos los vericuetos de la vida y la muerte del sufrido ciudadano, amenazando con los medios coercitivos correspondientes a quienes osen desafiar tal denuedo acaparador con algún incumplimiento, por minúsculo que sea. Cínicamente, el poder constituido promulga que el ciudadano es libre.
El régimen actual es demasiado oneroso: en el plano económico, porque el Régimen de las Autonomías es caro por las duplicidades y el principio de diferenciación entre iguales; la acción política mantiene a la sociedad postrada de hinojos ante el poder omnímodo de los políticos y cuánto más magra queda aquella, más orondos se dilatan estos; y, en el plano ético, es donde más perjuicio sufrimos, porque hoy se presentan a las elecciones, una y otra vez, personas acusadas de corrupción, presos golpistas, filibusteros de la palabra, mentirosos empedernidos y fantoches; y otras tantas veces salen elegidos, merced a la coyunda ética subyacente entre candidatos (que no tienen nada de cándidos) y electores, ignaros por decisión propia.
¡Ojalá que nuestro régimen fuera como pretendían los fisiócratas, con aquello de ‘todo para el pueblo, pero sin el pueblo’! Buscando soluciones, antes de cambiar la Constitución del 78, que será para mal, hay que encontrar al pueblo y sus recursos naturales, hacer que el pueblo, es decir cada persona, se ocupe de sí mismo: sustituir la abulia por participación; exigir ser oídos y atendidos por los políticos, cuyo poder es delegado: son nuestros servidores, no nuestros amos; expresar opiniones, como Demóstenes y Esquines, en las ágoras al alcance de cada quién; exigir transparencia en el manejo de nuestro dinero y ejercer control social sobre la acción política; roturar cauces para la creatividad de las personas que, seguro, aportarán ideas transformadoras, nuevos ideales y proyectos a desarrollar. La sinergia es integradora. La pasividad, estéril. Más tarde, veremos si queda algo por cambiar.