noviembre de 2024 - VIII Año

Marejada en Washington. La CIA y Donald Trump, relato de un desencuentro

trumpNancy Pelosi, Presidenta del Congreso de los Estados Unidos de América, ha propuesto iniciar una investigación que puede llevar a la destitución de Donald Trump por el procedimiento denominado ‘impeachment’. Es el mismo método que acabó con la Presidencia de Richard Nixon en los años 70. La actual medida es el colofón de una serie de acciones del aparato de Estado del país norteamericano contra el presidente, iniciadas conflictivamente por la CIA y el FBI desde antes de que Trump accediera a la Casa Blanca en enero de 2017.

Los conflictos entre la CIA y Trump son de tres tipos. El primero data de la víspera de las elecciones de 2016, cuando surgieron los primeros chispazos. De manera insólita en la historia reciente, la CIA y el FBI atribuyeron juego sucio pre-electoral al candidato republicano e imputaban a Rusia la injerencia en la carrera hacia la Presidencia a favor de Donald Trump, en detrimento de la candidatura demócrata de Hillary Clinton. Supuestamente, Rusia consideraba letal para sus intereses una victoria de Clinton en las urnas. Hasta hoy, las denuncias al respecto han proliferado sin que se confirme plenamente su veracidad.

A juicio de observadores avezados, ello permitía pensar que una parte muy importante y activa del aparato de Seguridad e Inteligencia norteamericano proseguía instalada en una inercia ideológica, heredada de la Guerra Fría, mediante la cual el anticomunismo se trocaba en rusofobia. La supuesta aproximación de Moscú hacia Donald Trump era percibida por la CIA y el FBI como un grave peligro que desmontaba la ‘victoria’ estadounidense de la Guerra Fría y ponía en peligro la hegemonía mundial de Estados Unidos. Sin embargo, ambos organismos de Inteligencia y Contrainteligencia parecían desconocer que, concluida la Guerra Fría con el desmembramiento de la URSS y la pérdida de 15 de sus repúblicas, no solo su antiguo rival geoestratégico, sino también el sistema de relaciones mundiales, habían variado sustantivamente.

De un lado se despejaba un grave problema para Washington con la consunción soviética pero del otro, ese sistema se había hecho más complicado que cuando existían dos bloques ideológicos, la URSS y Estados Unidos enfrentados; otrora, todo era más fácil de identificar. La lucha crucial era directa y frontal entre los sistemas del capitalismo y el del socialismo soviético. Pero la implosión de la URSS, inducida también por la CIA, convirtió a Rusia en un país paleo-capitalista. Pese a todo, esto no pareció enraizar en las actividades de la poderosa agencia de Inteligencia, que cuenta con unos 22.000 miembros y goza de un presupuesto oficial que frisa los 7.000 millones de dólares anuales.

El cambio a escala mundial abrió, ampliándolas, las actividades de la propia la Agencia Central de Inteligencia y al Federal Bureau of Investigation -espionaje exterior y contraespionaje, respectivamente-, hacia nuevas formas de hostilidad mutua entre estos organismos y Estados no necesariamente comunistas que se sentían agredidos por la política de Washington y de sus servicios de Inteligencia.

La bipolaridad Este-Oeste dio paso a una unipolaridad formal encabezada por Washington, sumido en una fase incipientemente declinante, que preludia, según algunos analistas afincados en Langley, sede de la CIA, el surgimiento de nuevos aspirantes a convertirse en el polo opuesto al poder omnímodo de Estados Unidos. Para quitar esa idea de algunas cabezas y Estados, con la colaboración necesaria de la CIA, fueron directamente descabezados líderes de India, Indira Ghandi; de Irak, Saddam Hussein; de Egipto, Mohamad Mursi; de Libia, Moammar Ghadaffi, o bien desmembrados y/o ‘desestabilizados’ países influyentes entre el Movimiento de los No Alineados, como Argelia, Yugoslavia y más recientemente, Siria, Venezuela, Brasil, …Y ello bajo los mandatos de presidentes, inductores de las directrices a la Agencia, tan bienconsiderados como Bill Clinton o Barack Obama.

ciaAl llegar a la Casa Blanca Donald Trump, por su parte, comenzó a ver con evidente recelo la autonomía política de los servicios de Inteligencia estadounidenses, no solo respecto a su candidatura, sino también respecto a sus presiones sobre la Presidencia de la Nación, por el modo en que le impedían desarrollar una aproximación a Rusia en clave comercial y, también, geoestratégica. Para Donald Trump, acercarse a Rusia y coquetear con Vladimir Putin era una opción estratégica y, conociendo su trayectoria personal, la mejor manera de hacer negocio allí con los excedentes industriales y agrícolas estadounidenses, mientras, de paso, distanciaba a Moscú de China, percibida como el principal enemigo potencial, comercial y financiero, de Estados Unidos.

El sistema político estadounidense concede un muy alto protagonismo al Presidente de los Estados Unidos. Pero se trata no solo de protagonismo político y militar, sino también, moral. Los recelos pre-electorales de la CIA y del FBI dañaron de antemano y muy gravemente la imagen del futuro presidente Donald Trump que, cuando llegó a la Casa Blanca, se dispuso a pasarles factura. De ahí la cadena de nombramientos fallidos, destituciones o sustituciones entre responsables de la CIA, Agencia Seguridad Nacional (NSA), del Servicio Secreto, el departamento de Seguridad Nacional y otros muchos cambios operados en varias de las 16 agencias integradas en la Comunidad de Inteligencia norteamericana. En 2013, la Comunidad contaba con 107.000 empleados y barajaba un presupuesto de casi 57.000 millones de dólares: un enorme poder, contrastado por un contrapoder presidencial incesante, aplicado para cercenarlo.

De ello derivó pues la zarabanda de nombramientos y destituciones en el ámbito de la Seguridad Nacional: así James Clapper dejó el cargo de Director de Seguridad Nacional en marzo de 2017, en que fue sustituido por Dan Coats, quien, por discrepancias con Trump dejó el cargo en verano de 2019. Iba a ser sustituido por John Rattcliffe, parlamentario ultraconservador de Texas, pero cinco días después de anunciarlo el propio Trump, lo apartó de su propuesta. A ello se unen las destituciones del secretario de Defensa, James Mattis y la del secretario de Estado, Rex Tillerson, por razones semejantes y distintas desavenencias tanto en cuanto a la política interior como la exterior de la Casa Blanca.

Estos cambios han llegado incluso a la jefatura del servicio de escolta presidencial, allí denominado Servicio Secreto, por no haber detectado que una ciudadana china se adentrara en el perímetro de seguridad presidencial en la residencia de Mar-e-Lago en Florida. ‘Tex’ Alles, entonces jefe del servicio secreto, fue fulminantemente destituido y su caída provocó, asimismo, la caída de Krjsten Nielsen, responsable de la Dirección de Seguridad Nacional, en la cual se integra el Servicio secreto. La escolta presidencial, que protege asimismo a las principales personalidades estadounidenses, consta de 6.500 miembros.

A ello se une un segundo tipo de conflictividad entre la Agencia y el Presidente, derivada de la personalidad de Trump. Desde este punto de vista, el inquilino de la Casa Blanca puede ser definido como un hombre que se mueve por emociones, que opera de frente ante los obstáculos que le salen al paso en su camino y que otorga mucha más importancia al presente inmediato que al pasado y al futuro. Es pues un político emotivo, activo y primario. Además, en la tríada que divide a los políticos en teóricos, administradores y agitadores, evocada por el politólogo Harold Lasswell, sin duda Trump ha de ser inscrito entre los agitadores, con cierta práctica administrativa por la rectoría de sus múltiples negocios –’Miss Universo’, entre otros- aunque sus críticos aseguran que llevó a la ruina muchos de sus emprendimientos.

Desde el punto de vista clínico, especialistas españoles consultados al respecto señalan que Donald Trump muestra un trastorno bipolar; es considerado como hipertímico, un exaltado, puesto que su conducta oscila entre fases alternas de euforia y de irritabilidad, de manera imprevista y descontrolada. Interpreta toda discrepancia como deslealtad y aplica con extremado rigor la dicotomía amigo-enemigo. Cualquier recomendación, desavenencia o mera indicación analítica de sus asesores o de los servicios de Inteligencia que no coincida con su interés, es considerada como desleal y provoca la caída en desgracia de quien la formula. Estas características, en un sistema político muy presidencialista como el de Estados Unidos, proyectan muy altas dosis de inestabilidad sobre toda la actividad política ejercida desde la Casa Blanca.

En estos días, vuelve otra vez la ofensiva de los servicios de Inteligencia contra Trump, ahora más compactada, ya que sobre él pende la amenaza del ‘impeachment’, una destitución legal, tras juicio político, prevista por la Constitución, promovida por los demócratas. Y ello ya que se están produciendo nuevos testimonios o cambios de los formulados antes por altos cargos de la Inteligencia o la diplomacia estadounidense contra él. Se refieren a supuestas presiones de Donald Trump sobre las autoridades de Ucrania para condicionar las ayudas militares de Washington al Gobierno de Kiev a cambio de investigar una supuesta trama de corrupción que afectaría a un hijo de su rival en el Partido Demócrata, Joe Biden. Trump niega la intencionalidad que adscriben a su conversación con el presidente Volodomir Zalensky. Asegura que los vetos fueron levantados y puede escudarse en perseguir la corrupción para justificarse.

Juego de poderes

rural americaLa tercera dimensión del conflicto viene determinada por la naturaleza misma del juego de poderes en Estados Unidos. Las diferencias entre el Norte y el Sur del país, entre el Centro y la periferia, son cada vez más acentuadas. Trump representa al Sur y al Medio Oeste central del país, de donde sacó sus votos. Un importante sector de la clase media, que en Estados Unidos incluye a la clase trabajadora, a gran parte del mundo rural y al de las pequeñas ciudades, le apoya y todos muestran seguir apoyándole. Es la cantera electoral republicana. Por el contrario, el presidente del cabello alborotado atrae hacia si una gran hostilidad en los Estados del Norte, en la población de las grandes ciudades y en los Estados periféricos litorales. Se trata del vivero de votos demócratas.

Dentro del mundo de los servicios de Inteligencia, la tormenta absoluta que debe ser erradicada a toda costa se percibe en términos de confrontación, de guerra civil. Como ejemplo, el general sudista Robert Lee no fue rehabilitado hasta un siglo después de concluir la guerra de Secesión, de la que él había sido uno de los protagonistas por parte de la derrotada Confederación. Por ello, un derrocamiento súbito o una eliminación de Trump podría incendiar a la ya muy desigual sociedad estadounidense, donde el problema de la precarización salarial frente a la obscenidad de las crecientes grandes fortunas, más el de los afroamericanos –sufren un 40% del paro en sus carnes, frente al 3-4% oficial de los trabajadores blancos, y, desde luego, el de los inmigrantes generalmente hispanos, no están aún resuelto. Tampoco el problema atroz de los cien cárteles de la droga existentes en el país, ninguno conocido por su nombre, frente a los tan conocidos narco-consorcios colombianos o mexicanos.

Por todo ello, algunos sectores de peso en la Comunidad de Inteligencia y del FBI se oponen a seguir hostigándole y rechazan la que consideran extrema agresividad de la CIA, a la que buena parte del pueblo norteamericano considera elitista, muy politizada, escorada hacia el Partido Demócrata y hostil a los republicanos, al Sur y al americano medio.

La clave final es muy contradictoria. ¿Es más peligroso que persista la inestabilidad política en la Casa Blanca –con los incesantes bandazos que fluyen cada día por doquier- o que el país se escinda, aleccionado por unos servicios secretos que se conviertan, ya de modo abierto, en la policía política de un sistema que se dice pionero de la democracia?

En un país dividido, las soluciones más prudentes suelen ser las de mantener viables las instituciones políticas formales. Por ello, de no prosperar el impeachment en ciernes o de no surgir algún imprevisto trágico, Trump –que, hasta el momento, parece preferir más las guerras comerciales a las guerras armadas-, podría prorrogar su mandato electoral. Eso sí, aumentando el presupuesto militar anual mucho más allá de los 700.000 millones de dólares ya presupuestados, no vaya a ser que el complejo militar industrial se enoje e irrumpa, ya directamente, sobre la escena política estadounidense. 

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Archivo Entreletras

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