Por Alberto Ávila Morales.-
Allá, en mis tiempos de bachillerato, la terrible asignatura -por lo menos para mí- del Latín era un escollo casi insalvable. Yo creo que, en parte, no empezaban bien con su enseñanza llamándola lengua muerta. ¿Para qué carajo quería uno cargar con un muerto a su espalda? -me preguntaba yo-. Después, un cura, como en aquel tiempo decíamos, primo mío (casi todos por entonces, fuéramos de una u otra orilla del tumultuoso río que nos arrastraba, teníamos uno en la familia) me empezó a desbrozar aquel enramado de declinaciones.
Más tarde, cuando por fin la razón se fue abriendo camino en mi cerebro, comprendí que una lengua que hablaban aquellos que fueron dueños de parte del mundo debía de tener algo que decir. Todo ello viene a cuento porque me he topado con una palabra latina que formaba parte de la enseñanza que los antiguos romanos, allá por el siglo IV a. C., daban a sus niños y jóvenes, y que era una de sus virtudes: la ‘gravitas’ (tiene que ver con el sentido del deber y la dignidad, y entroncada con la credibilidad). Todo aquel que gozara de tal virtud sus palabras tenían peso,comprometían y producían resultados.
Ahora voy entendiendo por qué ninguno de los políticos que se instalan en el sillón de uno u otro lado, incluso aquellos que se ahogan en el centro del tumultuoso río que nos arrastra, produce resultados. Les falta, y nos falta, ‘gravitas’.