marzo de 2025

‘Vida activa y contemplativa’, de Cristoforo Landino  

Vida activa y contemplativa
Cristoforo Landino
Traducción de José Luis Trullo
Cypress Cultura, Sevilla, 2024

VIVIR PARA CONTEMPLAR (Y VICEVERSA)

¿Qué puede interesar, en el mundo de hoy, una discusión que tuvo lugar en el corazón del Renacimiento italiano? La respuesta, a priori, puede ser o bien nada, o bien mucho. La verdad es que el autor de la obra que hoy nos concierne, Cristoforo Landino, es un grandísimo desconocido para los planes de estudios de las facultades de filosofía de las universidades españolas, y me atrevería a decir que también europeas. No menos cierto es que el tema que se aborda en el texto resulta harto interesante por las profundas implicaciones éticas y políticas que posee y que son de rabiosa actualidad.

La obra que ahora se traduce y publica, por primera vez en España, no es sino el libro primero de la obra de Landino, titulada Disputationes camaldulenses y que vio la luz en el año 1472. Dicha obra tuvo muy buena recepción, tanto en los lectores coetáneos como en posteriores, intuyo que por su dinamismo dialógico, su función pedagógica y su riqueza argumentativa, la cual permite abordar grandes cuestiones filosóficas, políticas y religiosas de gran interés no solo para aquellos intelectuales, sino para cualquier persona interesada en cultivar su espíritu a través de las buenas letras.

El tema tratado en el diálogo que nos atañe aborda el modo de vivir más propio del ser humano. Se confrontan, por un lado, la vida activa (entendida esta como una entrega a los deberes cívicos, en la época del autor, y como obtención casi inmediata de utilidades, méritos o logros; tanto individuales como colectivos, en la nuestra) y, por otro, la vida contemplativa, percibida tanto en el siglo XV, como en este nuestro siglo XXI, como un mero lujo por su carácter aparentemente improductivo. En este debate, se enfrentan, en un bellísimo diálogo, Leon Battista Alberti, y Lorenzo de Médici, entre otros.

La visión humanista de Landino se enraíza en la tradición clásica y cristiana, encontrando ecos en autores como Santo Tomás de Aquino, quien defendía que la contemplación era el fin último del hombre, pero sin descuidar la caridad como expresión activa del amor divino. También Tomás Moro, en su Utopía, reflexionó sobre cómo una sociedad bien ordenada debe equilibrar la vida pública con el cultivo del intelecto y la virtud.

No obstante, la posteridad nos muestra matices adicionales. Guicciardini, con su agudo sentido pragmático, advertía sobre la imposibilidad de una vida política pura sin incluir concesiones al interés propio. Donato Giannotti, en su concepción republicana, intentó armonizar ambos principios, entendiendo que el ciudadano ideal debía nutrirse tanto de la vida activa como de la reflexión filosófica. Por su parte, Pomponazzi, desde una perspectiva más radical, planteó las dificultades de conciliar las exigencias espirituales con la materialidad de la existencia humana.

Como habrán podido notar, el tema nos alcanza desde el lejano Renacimiento, y aún más atrás, pues se remonta a los grandes fundadores del humanismo, entre otros, Aristóteles, Cicerón o Séneca. Conviene prestar especial atención a las valoraciones que Landino pone sobre la mesa, sobre todo en un contexto donde asistimos a una continua defenestración de las humanidades en el ámbito académico y social. Afirmaciones como las del autor podrían ser pronunciadas hoy sin perder vigencia, por ejemplo: “Los premios más grandes y los honores más insignes siempre se conceden, no a los ociosos, sino a los activos” (p. 42). Esto podría actualizarse en frases como: “Estudia una carrera con salida” (casualmente, las humanidades no suelen figurar en ese privilegiado grupo). Es decir, ya no se persigue el desarrollo humano a través del estudio, sino un mero utilitarismo: un hacer para hacer después, en lugar de un hacer para hacer-se.

Esta perspectiva acaba por destruir las verdaderas vocaciones humanas, inhibiendo el apetito por el auténtico estudio, aquel que nos enriquece y nos prepara para vivir. Todo ello responde a una concepción del conocimiento como Zuhandenheit, es decir, algo meramente disponible para satisfacer necesidades fungibles, destinadas, con nosotros, a la conmoriencia. Frente a esto, Landino pone en boca de Alberti una verdad fundamental: la belleza de lo permanente. El auténtico saber, nacido de la contemplación, acompaña a la posteridad y puede iluminarnos en la vida activa: “Las acciones mueren con los hombres; los pensamientos sobreviven a los siglos y perviven inmortales” (p. 55).

Sería verdaderamente bueno que, tras una lectura pausada y detenida de esta obra, luego de habernos asomado a la ventana del humanismo renacentista, recuperemos un interés genuino por alcanzar un sano equilibrio entre la contemplación y la acción. La riqueza intelectual y espiritual que nos brinda la reflexión no es un fin en sí mismo, sino un medio para transformar nuestra realidad con mayor sabiduría y profundidad. Solo a través del examen de las más elevadas cuestiones humanas podemos comprender nuestro papel en el mundo y orientar nuestras acciones hacia un bien mayor. Redescubrir este equilibrio es, en última instancia, recuperar la esencia de lo que significa ser verdaderamente humanos.

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