noviembre de 2024 - VIII Año

‘Escombros: casa museo’ de Gemma Serrano

casamuseo

Escombros: casa museo
Gemma Serrano
Ediciones Vitruvio, 2019
Colección Baños del Carmen

La aparición del segundo libro en la carrera de un autor – de una autora, en el caso que nos ocupa- supone, fundamentalmente, el reto de consolidar una voz, tratando de ensancharla cuanto sea posible para evitar reiteraciones de fondo y forma, y fomentar la exploración de nuevos horizontes. Indudablemente, Gemma Serrano (Montalbo, Cuenca, 1973) ha sabido aprovechar la oportunidad que le brindaba el reto asumido. Tras su fulgurante debut con Cisne en prácticas, de 2017 –una ópera prima ciertamente notable, quizá la más notable de aquel año, y que causó en los lectores esa particular sensación, tan grata como vertiginosa, motivada por los genuinos descubrimientos-, la autora regresa a las librerías con Escombros: casa museo; y si el primer poemario había trazado un autorretrato femenino entre el desvalimiento y la fortaleza, entre la ternura y los aprendizajes a través del canto, de manera que un anhelo de hermosura redentora dominaba toda su recta final, en esta segunda obra advertimos el arrojo de la catarsis. De un intento de purificación por el dolor sin medias tintas ni paños calientes, lo que hace de Escombros: casa museo un libro cuya dureza no será mitigada precisamente por el lirismo a ultranza, sino por la denodada búsqueda de algún pilar, sólido aún, entre tantas derrumbadas estructuras, así como por el humor, por supuesto, inequívoca seña de identidad en el quehacer literario de Gemma Serrano, junto con la musicalidad en el manejo de un verso fundamentalmente desnudo y rítmico.

Dos citas, una de la gran poeta polaca y Premio Nobel Wislawa Szymborska (‘Después de cada guerra / alguien tiene que limpiar (…) // Alguien debe echar los escombros / a la cuneta / para que puedan pasar / los carros llenos de cadáveres’) y otra de nuestro José Agustín Goytisolo (‘Así el sonido / del timbre de la entrada significa / que no va a llegar’), no dejan lugar a dudas, ya al principio, acerca del tenor de la obra, y de los dos temas que la presidirán: la destrucción y el abandono. Destrucción íntima, como se encarga de revelarnos el matiz que la cita de Goytisolo aporta. Y el primer segmento de los tres en los que se estructura el libro, ‘Casa de invierno y materna’, presenta, no de forma continuada pero sí significativa, el sucesivo rescate de algunos hitos de la primera memoria, como la conmovedora evocación, en el poema titulado ‘Mar y montaña’, de la ‘explanada grande acolchada de arena’ –’…el mar sin playa / de su infancia’- que servía de lugar para los juegos. La salida al mundo y la socialización quedan retratadas con una sutileza admirable –’Quien dice que un verano no ocurriera / que sus ojos mirasen con pupilas de plaza, / que casi la tocara el amor del enemigo’-, así como el recuerdo de los seres queridos que partieron de este mundo –’Perdonen la ignorancia de la muerte / y el descuido de la vida’. Toda esta primera parte, evidentemente la más lírica de la obra, se cierra con una página sobresaliente, ‘Desavenencias divinas’, que reinterpreta la idea del fatalismo romántico hasta lograr convertirla en un ejemplo de entrañable humor -’Y no sabe por qué no gusta a los dioses. // Nunca le han comprendido las heridas, / jamás han aceptado sus ofrendas, / y en ninguna ocasión le han reservado / sitio en un rincón dulce de la diestra’; ‘Cuando nació ya apartaron la vista / y hoy le ignoran la talla’.

Las partes segunda y tercera de Escombros: casa museo se centran justo en eso: en las diversas demoliciones, y en el reconocimiento de los cascotes tras los derribos, empezando por un ‘silencio polisémico’ donde se produce un terrible y memorable hallazgo: ‘…se fracturan los huesos de las hadas’. El libro, que recurre en ocasiones a una imaginería impactante y desafiante –como la del poema ‘Oración’-, no rehúye tampoco ni el hermetismo ni los juegos verbales –como en ‘Princesa Beatriz’ o ‘Palo (y pala)’-. Sin duda con el fin de aliviar todo el correlato de dolor provocado por las destrucciones implacables, los ejemplos humorísticos, más o menos irónicos, van apareciendo con mayor frecuencia –léanse ‘Servicio 24’, ‘Cronología de los calcetines’ o ‘Declaración de amor’, sobre una declaración de la renta donde ‘el código se llama abandono’, y, ‘…determinando cuotas líquidas en lágrimas / y algunos resultados, / no hay más muertes memorables, / que resulta a ingresar lo que ya no les sirve’-. En la tercera parte la destrucción adquiere un tono de cáustico naufragio, con la enumeración de sus pálidos restos –’Está la casa llena de aparatos / (la garganta, de carne, no se enchufa)’-, lo que no aparta al sujeto poético de su intención museística inicial, no menos mordaz: ‘La casa museo es un organismo / gestionado por particulares. / Desde su reapertura (…) / se ha iniciado una etapa de actividad / orientada a mostrar los efectos del abandono’.

Pero no perdamos de vista algo fundamental; quizá lo más importante en el terreno del arte, y la poesía no reside en otro espacio sino ahí. Serán muchos lectores –estamos convencidos- los que van a descubrir toda la anchura de su propio valor, visitando, sala a sala, la casa museo propuesta por Gemma Serrano en su nuevo libro; visitándola, además, sin casco y a cuerpo valiente, que es como uno siempre debe adentrarse en la poesía. Los intrépidos tendrán por recompensa algunas joyas –’Desde la ventana se alcanza / el atardecer más hermoso de Madrid’-, y la oportunidad de valorar un entrañable anhelo de entereza -’La casa museo resiste / de alfabetos de amor hasta la zeta’-.

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