
«Muchos de aquellos a los que de pequeños les volvían locos los tebeos de Roberto Alcázar y Pedrín, El Guerrero del Antifaz, Sissi o Pulgarcito, o aquellos preciosos cuentos troquelados de Ferrándiz, los de hadas de la colección Azucena o los de Antoñita la Fantástica, poco a poco se fueron enganchando al “saludable hábito de leer”» [Queridos recuerdos de los años 50 y 60 (Senior Expert, Madrid 2017), de José Molina, páginas 52-53].
Con semejantes antecedentes literarios, y a medida que íbamos colándonos a hurtadillas en la adolescencia bien empapados también de las aventuras de El Capitán Trueno, El Jabato, Hazañas bélicas, Mary Noticias o Lilian Azafata del aire, poco tardamos en sentirnos atrapados por aquellos maravillosos libros de la serie «Clásicos juveniles» de la Editorial Bruguera, que eran el eje principal de la colección «Historias Selección». Con unas ilustraciones fantásticas, que hacían que las historias de cada libro fueran mucho más atractivas, y unas portadas que siempre nos llamaban la atención, aquellos «Clásicos» se convirtieron en nuestros libros de cabecera desde que empezaron a publicarse a finales de los años 60.
Los relatos que descubríamos en aquellos libros nos sumergían, poco a poco, en mundos apasionantes, en los que podíamos vivir aventuras extraordinarias y sentirnos, por unos instantes, héroes legendarios, piratas, jefes de una tribu india, intrépidos vaqueros, correos del zar o valientes expedicionarios en tierras africanas.
En mi caso particular, entre los muchos títulos que leí entonces, algunos de los cuales todavía conservo con mucho cuidado y cariño, nunca olvidaré joyas de la literatura juvenil como Miguel Strogoff, de Julio Verne; Ivanhoe, de Walter Scott; Guillermo Tell, de Friedrich Schiller; Los tres mosqueteros, de Alejandro Dumas; Buffalo Bill, de W. O’Connor; Quo Vadis?, de Henryk Sienkiewicz; Robinson Crusoe, de Daniel Defoe, o Lawrence de Arabia, de Elliot Doodley, por citar solo unos cuantos. ¡Ah, bueno!, y que no se me olvide: hasta Joselito en el Oeste, de Joseph Lacier, que no es que fuera lo más de lo más, pero me parecía una «verdadera joya», tal vez por aquello de que nunca me hubiese imaginado a mi ídolo cinematográfico cabalgando por el salvaje Oeste. Pues todos aquellos libros, sin duda, formaron parte de la vida de muchos niños, adolescentes y jóvenes en ciernes de aquel tiempo en el que estábamos ansiosos por saber, descubrir y vivir emociones fuertes, y que afortunadamente en la lectura encontramos una de las mejores formas de evadirnos y de forjar sueños aún por cumplir.
La aventura de leer, sin embargo, no acabó aquí. Más aún, después de sumergirnos en las apasionantes historias de Julio Verne, Rudyard Kipling Mark Twain, Marcial Lafuente Estefanía, Walter Scott, Enid Blyton, Alejandro Dumas o Edgar Rice Burroughs, o aquellos relatos románticos de Louise May Alcott (Mujercitas) o Johanna Spyri (El lago de los ensueños), el interés por la lectura se fue incluso acrecentando, todavía en plena adolescencia. Casi sin darnos cuenta, en nuestro listado de escritores la cosa, además, empezaba a ponerse seria.
A ello contribuyó, sin duda, la obligación que muchos colegios imponían de leer, ya en bachillerato, a los grandes clásicos de nuestra literatura, o sea, de Gonzalo de Berceo a Juan Boscán, de Tirso de Molina a Garcilaso de la Vega, de Fray Luis de León a Espronceda, de Jorge Manrique a Lope de Vega, de Quevedo a Calderón de la Barca, de Miguel de Cervantes a un tal Anónimo, que nos regalaba lecturas tan emocionantes como Lazarillo de Tormes o Cantar de Mío Cid. Desde luego, toda una inmersión profunda en el mundo de los clásicos que, en realidad, solo fue el principio de una «historia interminable»…
Fue aquel un tiempo de lectura insaciable, en el que, poco a poco, empezamos también a descubrir a Pérez Galdós, Pío Baroja, Miguel de Unamuno, Juan Varela y a toda la Generación del 98…, «de sentir un gusto especial por la poesía de Azorín o Machado, y hasta de leer a novelistas y poetas extranjeros, como Tolstoi o Dostoievski, Dante, Petrarca o Giacomo Leopardi, las tragedias de Shakespeare e incluso Marcel Proust, con el que nos embarcamos En busca del tiempo perdido. Fue, sí, el tiempo nunca perdido de que la lectura formara para siempre parte inseparable de nuestras vidas.
Atrás quedaron aquellas tiendas en las que comprar o intercambiar tebeos o esas pequeñas librerías de segunda mano que cambiaban cuentos, o esos modestos ahorros con los que comprar libros de bolsillo de la colección Austral, de Alianza o de Aguilar, todo un tesoro literario que conviene guardar en la memoria como oro en paño» [Queridos recuerdos de los años 50 y 60 (Senior Expert, Madrid 2017), de José Molina, páginas 52-53].