enero de 2025 - IX Año

‘Museo secreto’, de Jesús Munárriz

Museo secreto (edición íntegra)
Jesús Munárriz
Ediciones Hiperión, 2024
Dibujos de Paco Montañés
86 págs.

Se acaba de publicar la versión íntegra del poemario Museo secreto (Hiperión, 2024), de Jesús Munárriz. Ya disponíamos de una previa, que salió en el año 2012, de la mano de la editorial Monte Ávila, en Caracas (Venezuela). Pero, dado que la recién llegada incorpora tres poemas inéditos y que la anterior no se distribuyó en nuestro país, la aparición del libro supone un auténtico regalo para el público lector. Empecemos por mencionar los tres poemas que ahora salen a la luz para completar esta nueva edición de Hiperión: ‘École de Fontainebleau’, ‘Olympia’ y ‘Ante el retrato de una dama’.

Antes de entrar en los textos, me gustaría hacer unas breves consideraciones acerca de los bellísimos dibujos del pintor jienense Paco Montañés (Alcalá la Real, 1980) que los acompañan, porque su presencia no solo embellece sobremanera la exquisita edición del libro, sino que en cierto modo dan algunas pistas sobre su lectura. Las ilustraciones conforman una colección de veinte dibujos a plumilla, que muy oportunamente vienen a nutrir este “museo secreto” cuyo comisariado asume Munárriz. El primero de ellos no podía ser más elocuente: una estela en piedra que representa al dios de la fertilidad, Príapo. El dibujo se reproduce dos veces: una de ellas en una talla minúscula en el anverso de la hoja (que sirve de “Jano bifronte” gráfico al poemario) y otra, de mayores dimensiones, en su reverso, deparando ambas una suerte de secuencia falsa de flipbook, que muestra el olímpico despliegue virtual de la erección fálica de la divinidad. En la verticalidad de su lápida —con la epigrafía en las inscripciones ἡδονή καί κάλλος—, Montañés sabiamente nos anticipa al menos dos elementos clave de la poética de Munárriz: el más importante, el motivo del scripta manent (“lo escrito permanece”), que según el filólogo y poeta Pedro López Lara es uno de los rasgos distintivos de la obra lírica del autor (como señala en un artículo publicado en esta misma revista [“A propósito del último poemario de Jesús Munárriz: Haciendo tiempo]); el segundo motivo es el que sugiere la fecunda prodigalidad del incansable polígrafo y editor. Cabe preguntarse si Munárriz/Montañés o Montañés/Munárriz han querido desmantelar la dislocación que denunciara Malraux en su Museo imaginario, otra “institución museística” de grato recuerdo.

Sea como fuere, no conviene demorar más nuestro acercamiento al poemario propiamente dicho. Constituido por un total de cuarenta y seis composiciones, en él se prescinde de una estructura, más allá de la ordenación lineal de los poemas. Señalemos, como envite a los exégetas amantes del esoterismo, que la suma cabalística de sus dos cifras arroja como resultado la unidad, lo que, consciente o no de ello, hace que el autor nos dirija al centro de un curioso laberinto que carece de él. Unidad primordial donde se realiza el coito místico de los contrarios, como bien sabía la rica tradición alquímico-hermética renacentista. En el itinerario que nos propone el poeta —disfrazado de lúcido Teseo—, no existe aparentemente un ordenamiento museográfico, sino un gozoso totum revolutum que nos insta al embriagador descubrimiento del objet trouvé como experiencia erótico-mística, puesto que todos y cada uno de los poemas —auténticos tableaux vivants— exploran territorios compartidos por las artes —la pintura, principalmente— y el erotismo. Nada banal hay, pues, en ese planteamiento a primera vista caótico.

El poema que inicia el recorrido de tal tablero de juego (‘Pórtico’) pretende aleccionarnos sobre el propósito de esta galería portátil en la que nos vamos a abismar: “¿El origen del arte? ¿El origen del hombre? / Visitemos las salas del museo secreto, / la danza de las musas en el jardín de Venus, / el poder de Afrodita, los dominios de Eros”.  En otro poema —‘Secreta belleza’ (p. 57)—, el propio autor nos da, por boca de una esquiva dama, la respuesta a las preguntas anteriores: “pero no olvidarán mi atractivo más íntimo, / lo que llamó el maestro el origen del mundo”. Ese oscuro cuerno de la abundancia femenino está en pie de igualdad con el priapismo primigenio de Montañés.

El privilegiado lector se ha de sentir, por tanto, como un redivivo Rey Planeta al tener acceso libre a la Sala Reservada de las colecciones reales, privado sancta sanctorum donde se escondía a la vista popular la exhibición de desnudos para uso y disfrute personal del propio monarca.

Ese “For your eyes only” le ofrece al avisado huésped la ilusión de transgredir un recóndito recinto en el que va a asistir a un espectáculo prohibido, en un ejercicio de voyeurismo que, sin duda, refuerza el interés que ya por sí tiene todo libro de Jesús Munárriz. El título del poemario se contamina del misterio que exhalan poemas como el ya citado ‘Secreta belleza’. Desvelar el velo de Isis será, entendemos, la misión del demiurgo a fin de alimentar la sabiduría del iniciado.

El diálogo del poeta con las obras de arte de esa personal pinacoteca universal imaginaria —que alimenta sus sueños más íntimos— deviene intersección de miradas cruzadas, deleite “inconfesable” de abierto onanismo intelectual que aspira a alzarse en síndrome de Stendhal siguiendo el lúdico empeño de la voluptuosidad de los sentidos que envuelve magistralmente la palabra poética. La epifanía de lo Otro está servida en una transfiguración cuasirreligiosa. El plano de dos dimensiones de la página incorpora una tercera para elevar el edificio donde se alberguen las obras de arte “expuestas”, que en el deambular moroso del visitante han de integrar por fuerza la cuarta dimensión del tiempo, que tan importante es en la poética de Jesús Munárriz (Haciendo tiempo es el título de su antepenúltimo poemario). Por los muros de las estancias de este “curioso” gabinete de curiosidades, el invitado verá desfilar las musas inspiradoras del poeta en las figuras bíblicas o de la historia sagrada (Eva, Lot, Susana con sus viejos, san Antonio con sus tentaciones, David, la Magdalena, José con su bondad, Judit con la cabeza de Holofernes); en las de la de la mitología griega o de la historia clásica (Leda, Dánae, Venus, el Hermafrodita, Lucrecia, Cleopatra, Olympia); en las cortesanas y odaliscas (la Fornarina y Madame Hamelin); en los pintores o escultores de su predilección (algunos explícitos —Tintoretto, Caravaggio, Murillo, Artemisia Gentileschi, Gauguin, Andrea Appiani, Wang Wei, Rodin, Romero de Torres, Chagall, Botero—; y otros no tanto —un anónimo grabador japonés de obscenos ukiyo-e, el “pedófilo” Balthus o el rijoso Picasso de ‘El pintor y la modelo’—); en las diversas técnicas pictóricas (las veladuras, el aguafuerte y las acuarelas); y, por supuesto, en mujeres y ninfas de toda laya, lúbricas e incitantes la mayoría: dormidas, velludas, de vulva rasurada (con su secreta sonrisa vertical), cordobesas piconeras o jóvenes opulentas —estas últimas podrían traernos a las mientes la sátira de la “Tía Mollar” en aquel legendario Forgesound de Munárriz-Aute-Forges-Bautista—. A diferencia de lo que ocurría con el Dorian Gray de Wilde, los cuadros salvan de la quema al observador en una suerte de instante eterno congelado (el del arte): siguiendo de nuevo a López Lara, el motivo del scripta manent se convierte en este libro en una especie de picta (o sculpta) manent (“Nota sobre un poemario reciente de Jesús Munárriz: Museo secreto, también en Entreletras).

Con estos mimbres el autor construye un poemario de ficción donde a veces adopta el rol de ventrículo para hablar bajo la máscara de muchachitas: “A mí me parecía un pervertido el conde. / Le pagaba a mi madre para que yo posara / desnuda. Era una cría, / aún no tenía pelo, y me pintaba la rajita” (‘El conde’ [p. 78]), insinuación dirigida a Balthus, el enigmático conde de Rola, tan amante de las niñas y los gatos; o de mujeres maduras que contemplan atónitas lo que el tiempo ha hecho con su belleza y con el cuadro que la reflejaba: “—Ser vendida desnuda en pública subasta, / ¡qué vergüenza!” (‘Desnudo’, p. 79).

Como en muchos de los poemarios de Munárriz, no falta tampoco en este la socarronería; léase el poema ‘Hoy estarás conmigo’ (p. 80): “—Hoy estarás conmigo —canta Cristo— / en el paraíso. // Y se cubren de crema protectora / y se dan media vuelta / y se siguen tostando / los cristianos / en sus tumbonas, junto a la piscina, / frente al Mediterráneo”. El guiño malévolo a la parrilla del pío san Lorenzo no puede ser más demoledor. Es el sutil trecho que media entre el esforzado mártir y el indolente pequeño burgués.

El museo, como teatro de la memoria (siguiendo la mnemónica de Giordano Bruno, que tan bien ha estudiado el filósofo Ignacio Gómez de Liaño), nos ata a lo trascendente, nos sumerge en lo eterno, como Munárriz se cuida de contarnos en su poema ‘Encovada’: “Ella no está, pero aquí sigue estando, / en esta piedra que la copia y recuerda”. Con lo que el poeta lanza un conjuro para exorcizar el tópico barroco-medieval del tempus fugit, tan vinculado a la vanitas como género pictórico: “Santa, musa o hetaira, / te eternizará el lienzo, / retendrá tu hermosura, / mantendrá tu recuerdo, / y, aunque te hayas perdido / en las nieblas del tiempo, / para cuantos te miren / palpitará tu cuerpo”, nos dice el poema ‘Las dudas del artista’ (p. 67). Otro antídoto, sin duda, es el erotismo, en su búsqueda de lo prístino, que transforma la fugacidad del instante en infinitud. El poema ‘Dánae’ (p. 21) nos compromete simbólicamente con ello: “Mi padre, aquel cobarde, / me encerró en una torre / para que no pudiera tener hijos. / […] // Se apiadó de mí Zeus / y cubrió mi belleza con su oro / y nació de esa extraña unión Perseo”. El símbolo fálico de la torre —tótem y tabú— es violado por la lluvia seminal del dios, emparentada con las Perseidas (luego transmutadas por el cristianismo convenientemente en las lágrimas del ya referido san Lorenzo, que por obra y gracia del gran erotómano Georges Bataille pasarán a ser las lágrimas de Eros). Y Munárriz no es ajeno a la lasciva danza de la muerte que baila la sempiterna pareja de Eros y Tánatos. Veamos lo que nos dice el poema ‘La Fornarina’ (p. 35): “Una mujer y un hombre intactos / frente a la muerte, frente al tiempo, / en ese cuadro en que se unen / las dos mitades del espejo”.

Afirmaba Juan Ramón: “no le toques ya más, que así es la rosa”. Munárriz, buen conocedor también del arte de la mesura y del equilibrio —a pesar de la conmoción emocional de los versos de este Museo secreto—, no se deja llevar por la borrachera creativa de aquel personaje de Balzac —el maestro Frenhofer, pintor de La obra de arte desconocida— que se abismaba sin remedio en el contacto tête à tête con la Belle Noiseuse.

Museo secreto es un excelente ejemplo de armonía entre el arrebato lírico y la contención del verbo, un poemario que nos deja una profunda huella sin hacernos caer en el caos de la locura: sus versos nos elevan por las orejas, como ansiaba aquel gran fanfarrón que era el Barón Münchhausen, pero nos devuelven después la firmeza del pavimento para que prosigamos el camino y podamos regresar por nuestro propio pie al museo que tan placenteras horas nos ha deparado. Eso sí, los febles no olviden dejar su impedimenta en la consigna al entrar.

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Archivo Entreletras

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