Hay películas que han llevado en el título números, entre ellas cintas del oeste como Los siete magníficos, pero hay una que es inolvidable y que dirigió Robert Aldrich en 1967, con un reparto de lujo, Doce del patíbulo.
La película fue considerada por cierta crítica europea como una apología de los valores fascistas, quizá también por el grado de violencia de algunas escenas y por un final que se puede considerar espectacular y muy intenso. Hay un afán transgresor, desde el punto de vista épico, ya que la película no está exenta de humor ni de sarcasmo. La idea era desmitificar cierto cine clásico para crear una película más moderna, más innovadora.
Doce del patíbulo fue un encargo para Aldrich de la Metro Goldwyn Mayer, inspirada en una novela de E. M. Nathason, por cuyos derechos de adaptación el director insistió durante un largo tiempo. El guion había pasado por varias manos antes de llegar a Aldrich, pero ninguno de ellos le gustaba al director. El que le llegó finalmente como más aceptable llevaba la firma de Nunnally Johnson, pero ni siquiera una figura como la de Johnson consiguió convencer a Aldrich. Consideraba el director que el guion parecía el de una película dirigida en los años cuarenta y no en los sesenta. Por ello, se dirigió a Kenneth Hyman para convencerlo de que la figura de Lukas Heller era la más idónea para escribir un buen guion. Este actualizó la historia, para dar mayor socarronería a sus personajes, mayor cinismo a las situaciones, acorde más a un público que iba al cine a finales de los sesenta.
La idea de elegir a Lee Marvin como protagonista estaba muy claro desde el principio para Aldrich. Era el hombre elegido para intentar que doce convictos, algunos muy insolentes, como el personaje interpretado por el gran John Cassavettes, vayan a participar en una misión suicida y, de esta forma, poder conmutar sus condenas. El reparto incluía a los doce condenados, Charles Bronson, Jim Brown, el citado Cassavettes, Trini López, Telly Savalas, Donald Sutherland, Evertt Dashner y Clint Walker entre otros, sin olvidar los personajes de Richard Jaeckel como el sargento Bowren, Ernest Borgnine como el general Worden y Robert Ryan como el coronel Everett Dasher.
Con un reparto como este, el éxito estaba asegurado: actores como Bronson, que había participado en La gran evasión, o Donald Sutherland, que despuntaba ya como un actor tendente a la paranoia, además de Telly Savalas, que interpreta a un peligroso asesino. Es precisamente la demencia del personaje de Savalas, Magott en la película, la que casi hace fracasar el plan al final del film, al asaltar el castillo ocupado por los nazis, porque en su locura empieza a desatar el caos con todo el mundo.
Hay otro enfrentamiento presente en la película, cuando Víctor Franko (Cassavettes) choca con el mayor, porque representa la autoridad que ha sido factor represivo para él. Hay una tensión presente en la película entre reclusos y alto mando, muy bien manejada por ese gran actor que fue Lee Marvin, capaz de conservar la calma en cada momento.
También el personaje de Jefferson es interesante, lo interpretó la exestrella de fútbol americano Jim Brown, porque es un momento donde los derechos de la clase negra empiezan a manifestarse y Aldrich, pese a que está rodando una película que transcurre en plena Segunda Guerra Mundial, considera necesario introducir ese factor, para un público de los años sesenta.
Aparte de la trama de la película, que no pierde ritmo ni un minuto y que se sustenta en las grandes interpretaciones, es precisamente la escena de asalto al castillo lo mejor de la función. Se trata de un alarde de planificación y montaje: por ello, vemos cada gesto y cada mirada de los condenados, para que sea así más efectiva la secuencia final.
Toda la historia gira en torno a esa misión suicida, que se va planificando y donde vemos que todos los conflictos anteriores se resuelven ante la lucha, porque sí que hay una misión que llevar a cabo y los actantes lo hacen con vigor y resolución.
No estamos ante una película típica de las que se produjeron en plena Segunda Guerra Mundial, sino ante una cinta moderna, donde los diálogos son fundamentales, donde la psicología de los personajes se acentúa. Los temas del racismo, de la insubordinación a los que mandan, son importantes y no secundarios. Robert Aldrich imprime violencia a la cinta, pero también una mirada introspectiva a los personajes, con el afán de destacar la vulnerabilidad de unos hombres que han cometido errores, pero que no son cobardes y que, de alguna manera, sus delitos pueden ser explicados por su pasado difícil.
Con el número clave, Doce, vemos a hombres entregados a una misión, que no tienen ningún miedo en dar la vida por ella, porque ya estaban condenados antes. La película fue un gran éxito de taquilla y abrió una senda de un cine tan interesante como Los violentos de Kelly o El desafío de las águilas. Ya el cine bélico no volverá a ser el mismo, porque Doce del patíbulo abrió una brecha donde se condena el antimilitarismo, se vacila ante la locura colectiva, se plantean derechos civiles que antes ni siquiera se habían planteado.
Sin duda alguna, no toda la carrera de Aldrich fue de primera, pero si vemos esta película y luego nos adentramos en Qué fue de Baby Jane, vemos cómo el director era capaz de dirigir en un espacio cerrado y crear un mundo opresivo con personajes torturados, al igual que en esta película donde cada escena, rodada en exteriores, nos va envolviendo en la misión de sus protagonistas: redimirse del pecado. Al fin y al cabo, no hay culpables, todos lo son o nadie lo es en realidad.