Somos conscientes de estar viviendo el tiempo primero de una nueva época. Los ordenadores dejaron de ser un instrumento útil para convertirse en la columna vertebral de cualquier empresa. Internet dejó de ser una red de comunicación militar para transformarse en un medio extraordinario de conocimiento y comunicación, en un mercado gigantesco capaz de provocar una crisis bursátil por la desmesura en la cotización de las empresas dedicadas al mundo digital. La tecnología avanza a un ritmo constante. Las distancias se acortan ante las facilidades de comunicación y transporte.
Según sea la perspectiva desde la que nos acerquemos a este proceso innovador usaremos unas u otras categorías. Entre las más citadas está la de globalización. Se utiliza en lo que atañe a la progresiva integración de los mercados. El liberalismo actúa como ideología de referencia. En su dimensión económica, y desde organizaciones internacionales como el Fondo Monetario o el Banco Mundial, se presiona en favor de la imposición de economías de libre mercado y de la reducción de aranceles.
Frente al proceso globalizador han surgido grupos radicales, continuadores de otros de signo antiliberal y comunista en épocas pasadas. Son una versión contemporánea de aquellos viejos ludistas que liberaba su impotencia destruyendo los telares avanzadilla de la Revolución Industrial. A menudo, esas minorías capaces de alterar el curso normal de conferencias internacionales se confunden con el mal llamado movimiento antiglobalización, del que solo son una de sus manifestaciones. Para otros muchos, la globalización es un fenómeno natural, histórico, una característica de un tiempo nuevo, que como tal no es ni buena ni mala, sino que dependerá del establecimiento de políticas concretas.
Asimismo, durante este tiempo se ha ido avanzando en el diseño teórico de modelos alternativos al proceso globalizador. Sin embargo, estas propuestas apenas si tienen en cuenta el punto de arranque: la denuncia de injusticias por el efecto del comportamiento de los mercados. Punto del que partía el notable sociólogo y filósofo Zigmunt Bauman, polaco-británico de origen judío, en su ensayo La globalización. Consecuencias humanas (Fondo de Cultura Económica, México, 1999). Ensayo que no se propone plantear ningún modelo alternativo, sino que busca cuestionar y poner en tela de juicio los actuales procesos globalizadores en función de sus consecuencias sociológicas, tal como el propio Bauman manifiesta: “Las tesis de este libro no constituyen un programa para la acción; la intención del autor es que sirvan para la discusión”.
Bauman centra su análisis en la paradójica consecuencia humana de que “la globalización divide en la misma medida que une». Por una parte, la libertad de movimientos, la movilidad, se convierte en un determinante fundamental de la eficiencia y la competitividad empresariales, así como para las personas más ricas y las de mayor cualificación profesional, que, gracias a la globalización, pueden desplazar sus producciones allí donde los costes sean menores, pueden colocar su capital en lugares donde la rentabilidad sea mayor y pueden vender su trabajo en sitios donde los salarios sean más elevados. Por otro lado, muchos otros quedan detenidos en su localidad, especialmente los que componen la mano de obra, que es el factor de producción menos móvil. Esta polarización provoca una segregación y marginación progresivas que Bauman sitúa como tesis principal del libro: polarización que determina y da nuevo lustre a las tradicionales distinciones entre ricos y pobres, nómadas y sedentarios, lo “normal” y lo “anormal”, y aquello que se considera dentro o fuera de la ley.
La gran guerra de independencia por el espacio: la libertad del capital
Zygmunt Bauman inicia La globalización. Consecuencias humanas analizando los efectos de lo que denomina la “Gran Guerra de Independencia por el Espacio”, protagonizada por la imparable libertad del capital y sus consecuencias sobre la estructuración de las sociedades y comunidades territoriales y planetarias. Esta guerra por el espacio, ganada ampliamente por los accionistas de las empresas, que merced a la globalización se liberaron de las limitaciones territoriales, ha dado lugar a un nuevo modelo de propietarios absentistas que, aprovechando la nueva movilidad del capital y las finanzas, siempre pueden partir en busca de lugares más favorables para sus inversiones y que no les impongan restricciones impositivas o de otro tipo. Esta libertad de movimientos que, según el teórico cultural francés Paul Virilio, permitiría hablar del “fin de la geografía”, está propiciada por la disponibilidad de medios de transporte veloces y la instantaneidad de la información, cuya red global ha impuesto un nuevo espacio cibernético al mundo humano. La nueva incorporeidad del poder, sobre todo en su forma financiera, hace que sus detentadores se vuelvan extraterritoriales y, aunque sus cuerpos físicos permanezcan en sus hogares y oficinas, se hallan separados de lo que puede llamarse una comunidad local.
Esta vivencia del poder sin territorio, que queda registrada en el elogio de la “nueva libertad” corporizada en el ciberespacio electrónico, “lejos —como afirma Bauman— de homogeneizar la condición humana, tiende a polarizarla”. Mientras algunos tendrán libertad para crear significados y podrán salir de cualquier localidad a su voluntad, otros mirarán impotentes, condenados a la insignificancia y permaneciendo anclados en su localidad. Porque la desterritorialización del poder va unida a su vez con la estructuración por momentos más estricta del territorio.
Los extraterritoriales no necesitan vincularse con su medio comunitario para ejercer el poder. Lo que requieren es permanecer seguros en su aislamiento, residir en “espacios prohibitorios» bien protegidos e inaccesibles para quienes no estén provistos del permiso de ingreso. El resto de la población, los excluidos y sometidos a una territorialidad forzada, tratan también de instalar en las fronteras de su terreno, convertido en gueto, sus propios carteles de “Prohibida la entrada” utilizando cualquier material que llega a sus manos: ritos, indumentaria extraña, violación de normas, romper botellas, ventanas, coronillas. Estos intentos de personalización y afirmación territorial, clasificados en los archivos oficiales como violaciones de la ley y el orden, pretenden mostrar reclamos territoriales audibles y legibles, y así mantener y reforzar las nuevas reglas de juego territoriales impuestas por la élite.
En el nuevo mundo de la alta velocidad, los conceptos tradicionales de “localidad” y “comunidad local” se han transformado. Los espacios públicos —ágora y foros, lugares donde se forman las opiniones, se realizan juicios y se emiten fallos— siguieron a la élite al liberarse de sus anclajes locales, son los primeros en desterritorializarse y ponerse fuera del alcance de la capacidad comunicativa del factor humano de una localidad y sus residentes. No hay lugar, por tanto, para los “líderes de opinión locales” ni para la “opinión local» como tal. Los extraterritoriales permanecen ajenos a la vida de la comunidad y, de paso, expropian los poderes éticos de los locales y les privan de los medios para reducir los daños.
El panóptico y el sinóptico
La modernidad mantenía el proyecto de hacer del mundo un lugar acogedor para la administración comunal regida por el Estado; y la premisa para lograrlo fue intentar conseguir un mundo legible y transparente para el poder administrador. Es lo que el filósofo y crítico de la modernidad Michael Foucault había descrito como el “modelo panóptico” del poder moderno. El factor decisivo del poder que ejercen los supervivientes ocultos en la torre central del Panóptico sobre los presos encerrados en las alas del edificio con forma de estrella es la combinación de la plena y constante visibilidad de los presos con la total y perpetua invisibilidad de los supervisores. Pero el Panóptico era un espacio artificial que estaba fuera del alcance de los poderes empeñados en utilizar tal modelo a escala estatal. Por ello, en lugar de crear a partir de cero un espacio nuevo, los poderes estatales modernos, mientras perseguían sus objetivos “panópticos», tuvieron que contentarse con una solución para salir del paso. Esta primera tarea estratégica de la guerra moderna por conquistar el espacio consistió en levantar un mapa que resultara legible para la administración estatal y que, a la vez, violara los usos y costumbres, privando a los “nativos” de sus medios probados de orientación y desconcertándolos.
En su forma ideal el Panóptico no admitía el espacio privado o, al menos, el espacio opaco e imposible de vigilar. La estrategia central fundamental era hacerles creer a los súbditos que jamás podían sustraerse a la mirada de sus superiores y que ninguna falta podría quedar impune. Estas demandas se cumplieron casi plenamente en las grandes instituciones de la modernidad clásica dedicadas a inculcar la disciplina, sobre todo en las plantas industriales y los ejércitos conscriptos.
Si bien en la actualidad se tiende a buscar una versión nueva y mejorada de las viejas técnicas panópticas, los desafíos de hoy son distintos y la aplicación de las estrategias panópticas ortodoxas seguramente resultaría inoportuna e incluso contraproducente. Considerar la base electrónica de datos como una versión ciberespacial actualizada del Panóptico constituye una apreciación superficial y errónea, pues mientras que la función principal de este era asegurar que nadie pudiese escapar del espacio vigilado, la de la base de datos radica en que ningún intruso pueda ingresar con información falsa y sin las credenciales adecuadas. Cuanto mayor es la información sobre alguien en la base de datos, mayor es su libertad de movimientos. La base de datos es un instrumento de selección, separación y exclusión: conserva dentro a los globales y separa a los locales; es un vehículo para la movilidad, no la cadena que sujeta.
El sociólogo noruego Thomas Mathiesen afirma que las nuevas técnicas de poder consisten, al contrario que en el Panóptico, en que muchos observan a pocos. Se refiere al auge de los medios de comunicación de masas, que conducen a otro mecanismo de poder: el Sinóptico. Un mecanismo global por naturaleza que no necesita aplicar la coerción: seduce a las personas para que se conviertan en observadores de las élites. De este modo la tan elogiada “interactividad” de los nuevos medios es una exageración grosera, ya que sería más correcto hablar de un medio interactivo unidireccional. Los más miran a los menos, que, objeto de las miradas, son los famosos y transmiten el mensaje de un modo de vida total: su vida, su modo de vida. En el Sinóptico, los locales observan a los globales: una realeza que guía en lugar de gobernar. Los ecos del encuentro entre globales y locales reverberan globalmente, ahogan todos los sonidos locales a la vez que se reflejan en las paredes locales, cuya solidez impenetrable, semejante a la de una prisión, queda con ello revelada y reforzada.