Es muy curioso la manera en que los progresos realizados en ciencia y tecnología desde la segunda mitad del siglo XX han cambiado radicalmente la forma de vida de los países desarrollados. La consecuencia de ellos [los progresos científicos] es que se ha configurado en estos privilegiados territorios un sistema de vida impensable tan solo un siglo atrás.
Y aun así el ciudadano, más allá de un superficial manejo de los aparatos domésticos resultantes de la ciencia en su propio provecho para su vida diaria, parece estar desarrollando cierta indiferencia ante el conocimiento científico, sin distinción de campos.
Conviven sin entrar en conflicto la utilización y dependencia cada vez más del resultado de los avances para satisfacer un interés particular, a la par que entre el común de los mortales impera una llamativa y en aumento escasa cultura científica.
Curioso, a mayores cuando las disciplinas [científicas], que tienen al ser humano como objeto de estudio han llegado a desempeñar un papel muy importante en el diseño de esas políticas sociales que, en ocasiones, se han asociado a determinadas ideologías e intereses con finalidades proselitistas, que no han traído precisamente buenos frutos.
No olvidemos que a todo cuerpo en movimiento —y la ciencia se puede percibir como tal— se le puede asociar una onda —de inesperadas e imprevisibles consecuencias expansivas— cuya propagación resulta indisociable de dicho movimiento.
Nunca los problemas a abordar dentro de la filosofía de la ciencia fueron tan interesantes como los suscitados por la nueva ciencia que ya está aquí y ha venido para quedarse.
Y podemos ponernos de acuerdo en que solo se puede conocer científicamente [a mayores en el campo de la psicología, la neurología y la sociología] lo que se puede medir y no se debe olvidar que la respuesta obtenida suele depender de cómo se lo mida. Y así todo ciudadano, como destinatario último de las utilidades de la ciencia debe saber:
Primero, si las leyes de un campo cualquiera de la ciencia debe conservar inalterable su horma para todos los observadores, entonces obviamente las distintas observaciones de estos, dada la existencia siempre de cierta subjetividad, deberán relativizarse.
Segundo, si el sistema y el método científico empleado debe ampliarse para incluir al observador y su instrumento dentro del campo observado, entonces estos dos últimos influirán en la medida obtenida.
Tercero, si el investigador debe atenerse a las posibles diferentes variables observables, entonces tendrá dado el desconocimiento inicial de la posible existencia de todas ellas, incluso antes de empezar, que abandonar el determinismo a nivel científico.
Y cuarto, si existe una realidad independiente del observador, obviamente por su pura definición esta es algo que queda fuera de la ciencia, en la medida en que no es observada.
En definitiva, en el campo de la ciencia en tanto en cuanto a la complejidad de toda observación siempre debe existir en la transición una correspondencia entre un estado estacionario de partida y los diversos componentes armónicos del movimiento que inevitablemente se va a producir.
En conclusión, la ciencia y en particular la investigación científica ha alcanzado una nueva posición cada vez más importante en nuestra vida, y lo ha hecho a través de sus relaciones con el Estado, con la industria y con la sociedad.
Y esta alcanzada nueva posición filosóficamente tiene un lado positivo, en el cual la ciencia se ha mostrado portadora de valores objetivos y universales; y otro negativo, en el que en otras ocasiones ha servido para justificar políticas e intereses particulares que resultan éticamente censurables.
Y, llegados hasta aquí, me temo que para que se imponga el lado bueno de la ciencia, tan necesaria para facilitarnos la vida, deberemos todos, en tanto en cuanto nadie se libra de su parcela de responsabilidad, tomar como modelo la ecuación X2+1=0, que en su momento para resolverla obligó a inevitablemente recurrir a soluciones imaginarias.
Pero tales imaginarias soluciones deben estar perfectamente limitadas y circunscritas dentro de un marco que permita perfectamente distinguir entre una ética de mínimos y una ética de máximos. Y así en la búsqueda de las soluciones científicas los deberes negativos serán los propios de la ética de mínimos, y los deberes positivos, llamados también de promoción o de virtud, serán los propios de la ética de máximos.
Y ahí debe estar bien presente el derecho, con esa herramienta llamada ordenamiento jurídico, sobre todo para asegurar a través del Estado, en su función de garante, el cumplimiento de los mínimos por parte de todos incluido el mismo, y para permitir a cada uno que lleve a cabo sus máximos de acuerdo con su peculiar y particular sistema de valores, y es exclusivamente en el territorio de estos últimos donde el individuo y su ciencia debe gozar de completa libertad.