enero de 2025 - IX Año

La doble madurez del «Rey del vals»: Johann Strauss, 200 años

Como pórtico del “Año Strauss”, con motivo del bicentenario de su nacimiento en 2025, el escritor y musicógrafo Antonio Daganzo profundiza en el legado del muy popular compositor vienés, así como en la auténtica significación de una carrera musical marcada, indudable y casi sorprendentemente, por una constante ambición estética y evolutiva.

Primogénito de Johann Strauss Padre —al que no tardaría en superar tanto en calidad artística como en fama internacional—, Johann Strauss Hijo, o Johann Strauss II, o simplemente Johann Strauss —“Schani”, para la familia— se presentó jovencísimo ante el público, y no sólo como autor principalmente de música de baile según la tradición vienesa: también como director de su propia formación orquestal, que ipso facto entró en abierta competición con la de su progenitor. Aquel 15 de octubre de 1844, en Hietzing —núcleo de población muy próximo al Palacio de Schönbrunn, y hoy absorbido por Viena—; concretamente en la sala de baile regentada por Ferdinand Dommayer donde había triunfado tiempo atrás el gran Josef Lanner —con el que Strauss Padre acabaría rivalizando tras años enjundiosos de estrecha colaboración—; aquel 15 de octubre, sí, “Schani” Strauss ni siquiera había alcanzado los diecinueve años de edad: lo haría diez días más tarde, pues había nacido el 25 de octubre de 1825. No sorprenderá, por tanto, que aporte ahora otra fecha sólo veintitrés años posterior a la del debut en el Casino Dommayer: la del estreno, en la Dianasaal de Viena, de El Danubio azul (o El bello Danubio Azul; An der schönen blauen Donau, en realidad) el 15 de febrero de 1867. Es decir, que Johann Strauss había acometido la composición y el estreno de la obra de su vida cuando no había cumplido aún cuarenta y dos años, y cuando le restaban, hasta el 3 de junio de 1899, más de tres décadas de existencia y de creación incesante. ¿Cabe inferir de ello que el trabajo de Strauss se convirtió, a partir de entonces, en una repetitiva fórmula proclive al éxito seguro pero carente de mayores ambiciones estéticas? Lo cierto es que hubo de suceder todo lo contrario, hasta el punto de que la constante evolución de su carrera terminaría conduciendo al “Rey del vals” a una segunda y pletórica madurez.

Resulta curioso constatar cómo el grueso de los mejores valses straussianos fueron compuestos tras El Danubio azul, cuyo número de opus es el 314 en el nutrido catálogo de “Schani”. Ello no quiere decir que, hasta entonces —y a partir de aquel op. 1 titulado Sinngedichte, o sea, el vals Epigramas, de 1844—, semejante talento no alumbrase partituras ya extraordinarias, pues, junto a la irresistible polca rápida Tritsch – Tratsch, op. 214, y el no menos irresistible y genial scherzo Perpetuum mobile, op. 257, descuellan valses de indudable altura: Canciones de amor (op. 114), Aceleraciones (op. 234), Embajador del Carnaval (op. 270), El artículo de fondo (o El editorial, op. 273), Periódicos de la mañana (op. 279), Folletín (op. 293) y Bombones de Viena (op. 307), sin olvidar esa joya, prácticamente desconocida, que lleva por título Panfletos (u Opúsculos); el op. 300 straussiano, cuya portentosa calidad he defendido en el ensayo de mi autoría Música, delicias del asombro. Ahora bien: una vez estrenado El Danubio azul en Viena —como sorprendente vals coral para voces masculinas, con texto de Josef Weyl, y tras el encargo que había realizado el director Johann von Herbeck, principal artífice (muy oportunamente lo recordaron Eduardo Storni y Michel Parouty) de la milagrosa recuperación de la más milagrosa incluso Sinfonía “Incompleta”, de Franz Schubert—, y, sobre todo, una vez estrenado El Danubio azul en París —ya en su versión orquestal, el 28 de mayo de 1867, con éxito formidable y con la Exposición Universal celebrada aquel año por telón de fondo—, ¡qué eclosión de maravillas se produjo en el catálogo de Johann Strauss Hijo! ¡Y cómo no detenerse a enumerar las más señeras! Vida de artista, op. 316; Cuentos de los bosques de Viena, op. 325 (con su solo de cítara y su homenaje a la danza rústica del “laendler”, antecedente directo del vals); Vino, mujeres y canciones, op. 333 (o, según una traducción más poética, Amar, beber y cantar, tan predilecto de Richard Wagner como lo era de Johannes Brahms El Danubio azul); Disfruta de la vida, op. 340; Las mil y una noches, op. 346; el adorable y paradigmático Sangre vienesa, op. 354; Donde florece el limonero, op. 364 (con su doble homenaje a Italia y a la novela de Goethe Los años de aprendizaje de Wilhelm Meister); Tú y tú, op. 367; Rosas del Sur, op. 388; el pequeño y encantador Vals del beso, op. 400; Voces de primavera, op. 410 (escrito excepcionalmente para la soprano alemana de coloratura Bianca Bianchi, cuyo verdadero nombre era Bertha Schwarz), el Vals de la laguna, op. 411; el Vals del tesoro, op. 418; Muchachita del Danubio, op. 427; el celebérrimo Vals del Emperador, op. 437 (dueño de un lirismo solemne cincelado a las mil maravillas) y, por supuesto, ese prodigio del op. 443, suerte de vals de concierto dedicado a Johannes Brahms, cuyo título —rebosante de exaltación fraterna— remite al verso de Friedrich Schiller que igualmente inspirara a Ludwig van Beethoven en la Novena Sinfonía: Seid umschlungen, Millionen!Abrazaos, millones!).

La forma del llamado “vals vienés” —cabe recordar aquí lo que es de plena justicia— venía ya muy decantada desde las horas de triunfo de Josef Lanner (1801–1843) y Johann Strauss I (1804–1849), quienes habían sido miembros de la popular orquesta de Michael Pamer (1782–1827; algo así como el “protopadre” o el “abuelo” del vals). Partiendo de experiencia tan fecunda, y sin olvidar en ningún momento la ambición discursiva de Invitación a la danza, obra de 1819, original de Carl Maria von Weber para piano a cuatro manos —y que pudo gozar de mayor difusión incluso gracias a la orquestación que realizase Hector Berlioz en 1841—, Lanner y Strauss Padre consolidaron, con su incansable labor de cada día, el esquema básico sobre el cual el vals vienés habría de alcanzar, una generación más tarde, su esplendor inequívoco: “Introducción; cuatro o cinco secciones encadenadas de valses (…), cada una de las cuales con un par de ideas melódicas que se repiten —siendo la segunda consecuencia de la primera—; y coda recopilatoria, en cuyo decurso se reexpone el primer vals, junto a otras de las melodías de mayor prestancia”. De este modo tuve ocasión de describir el esquema de marras en mi ensayo Música, delicias del asombro; obra donde referí también el apogeo de esta maravillosa música de baile, cuyo viaje rapidísimo “desde las plazas de los pueblos y las tabernas hasta los salones imperiales” habría de conducirla hasta la pura región ideal de un refinamiento expresivo digno de los compositores más sobresalientes. Refinamiento que acabamos observando en las partituras, sí, de Johann Strauss II, pero también en las de su hermano menor, Josef Strauss (1827–1870; “Pepi”, para la familia): “Haber reconocido, por fin sin medias tintas, el valor extraordinario de la música de Josef Strauss —segundo de los hijos de Johann Strauss Padre— es uno de los logros recientes por los que la filarmonía mundial puede sentir mayor orgullo”, dejé escrito igualmente en mi referida obra ensayística. Así pues, los grandes valses de “Schani” y “Pepi” Strauss alcanzaron el inaudito grado de sofisticación que bien conocemos, y que se caracteriza por una ambición sinfónica gozosamente perceptible en las introducciones y las codas recopilatorias, por un trabajo de orquestación que supo pasar de la mera eficacia a los sutiles efectos (Eduardo Storni habló, con mucho tino, de la “íntima correspondencia entre la personalidad instrumental y la idea que se le confía”), y —quizá lo más importante de todo— por una flexibilidad modulatoria de raíz schubertiana, capaz de otorgar a la enunciación sucesiva de las secciones encadenadas de valses la riqueza armónica de la que, en buena medida, carecían aún las composiciones de Josef Lanner y Johann Strauss I.

En cualquier caso, “Schani” Strauss no había coronado todavía la ascensión a su propia, pletórica y definitiva madurez. Era evidente, en puridad: quien había llegado incluso a flirtear con sonoridades wagnerianas en algunos valses de juventud —escúchese, por ejemplo, el Novellen Walzer, op. 146— no podía conformarse con haber llevado la música de baile y ligera de su tiempo a un estadio, hasta entonces desconocido, de calidad y relevancia universal; quien en 1863 ya había sido nombrado Director de los Bailes de la Corte, y en 1872 pudo dar un gran salto a los Estados Unidos para protagonizar exitosos conciertos en Boston y Nueva York —tras haber completado largas giras europeas, singularmente por Rusia—, no podía contentarse con haber hallado la quintaesencia del vals, dueña de esa adorable e insuperable fusión de júbilo y dulce melancolía —algo en lo que resultó sumamente valioso el ejemplo de su hermano Josef, no lo olvidemos: todo un poeta del sonido, cuyo prematuro óbito privó a la historia de la música de mayores prodigios insospechados—. No podía conformarse “Schani” Strauss porque, más allá de los valses, de las polcas francesas, polcas-mazurcas, polcas rápidas y galops, de las cuadrillas y las marchas, latía un pujante universo sonoro al que le era posible reunir y trascender todo cuanto había constituido su ámbito de trabajo: el teatro musical. Así, y espoleado además por quien fue la primera de sus tres esposas, la mezzosoprano Henrietta Treffz, “Jetty” Treffz (1818–1878), Strauss Hijo se sumergió de lleno en la tantas veces procelosa mar océana de la música vocal, haciéndolo con la pericia suficiente —sinsabores aparte, que también hubo unos cuantos— como para conducir a la opereta vienesa hasta su lenguaje más reconocible y perfecto: aquel que puso al vals en el centro de todo, como catalizador y dinamo irreemplazable.

A tenor de lo dicho, la lógica invitaría a formular la deducción de que muchos de los valses de madurez citados anteriormente tuvieron algún tipo de nexo con otros tantos de los sucesivos títulos de opereta a los que el compositor fue dando forma —quince en total, de los cuales trece se estrenaron en el mítico Theater an der Wien de la capital austríaca, tan ligado a la biografía de Ludwig van Beethoven—. La deducción es correcta, si bien cabe el matiz que, precisamente, explica el tipo de nexo tan peculiar —tan prodigiosamente straussiano, por decirlo todo— que llegó a existir entre los valses y las operetas. Porque los primeros no nacieron como tales para el teatro musical, sino que esos valses —y tantas polcas, galops, marchas o cuadrillas— dimanaron directamente de las ideas y motivos contenidos en las operetas; brillante decisión creativa que catapultó al autor a un apasionante proceso de reordenación y recreación de materiales propios, al tiempo que la vigencia de su trabajo en el específico terreno de la música de baile quedaba asegurada. De tal suerte —y sólo por recordar las partituras antes referidas—, el vals Las mil y una noches brotó de la opereta de 1871 —cronológicamente la primera de las quince— Índigo y los cuarenta ladrones; el inolvidable Tú y tú, de El murciélago (1874); el muy famoso, nostálgico y a la postre triunfal Rosas del Sur, de El pañuelo de encaje de la reina (1880); el Vals del beso, de La guerra divertida (1881); el Vals de la laguna, de Una noche en Venecia (1883); la belleza punzante y asombrosa que recorre el Vals del tesoro, de El barón gitano (1885); y esa maravilla titulada Muchachita del Danubio —cada vez más interpretada, por fortuna—, de Simplicius (1887). Paradójicamente, del gozoso vals Wiener Blut acabó brotando, en fenómeno inverso, una opereta de idéntico título en 1899… que en realidad, y en sentido estricto, no se le debe a Johann Strauss II: fue el director Adolf Müller quien le dio forma, basándose, eso sí, en páginas straussianas muy célebres, como la citada Sangre vienesa y otros valses —Cuentos de los bosques de Viena, Donde florece el limonero, Disfruta de la vida o Periódicos de la mañana —así como en diversas polkas—, Fata Morgana, Un corazón, un sentimiento, Tren del placer, etc.

Los éxitos rotundos en el Theater an der Wien —triunfos absolutamente merecidos— de El murciélago y El barón gitano, las dos mejores operetas de Strauss sin discusión, bastaron al músico para convencerse de su segunda madurez creadora, y de que había llegado el momento de conquistar también la Ópera Imperial de Viena, saltando de la opereta al género mayor de entre todos los del teatro musical. Allí, en el Wiener Hofoper, el 1 de enero de 1892, se estrenó la única ópera —ópera cómica en tres actos, para cabal exactitud— de Johann Strauss Hijo: Caballero Pásmán; de inspiración húngara como la opereta El barón gitano, y de la que hoy, precisamente, sólo se tocan sus fabulosas y trepidantes “Czárdás” con alguna frecuencia. Una verdadera lástima, porque este Ritter Pásmán straussiano —sin fragmentos dialogados que interrumpan la corriente sonora— guarda el tesoro de una música profundamente lírica, y en la que puede apreciarse la maestría que el compositor había sabido alcanzar en el manejo tanto de la tipología vocal como de los recursos orquestales, en la construcción de los muy medidos números de conjunto según las necesidades dramáticas, y en la fluencia de su infinito y milagroso don para la melodía, vertebrador aquí de la admirable cohesión orgánica de la partitura toda. Curiosamente, sus números de ballet incluidos en el acto tercero —entre los cuales figuran, por supuesto, las referidas “Czárdás”— llamaron la atención del célebre y brahmsiano crítico Eduard Hanslick, y acabaron suscitando —como oportunamente ha recordado Peter Kemp, de la Johann Strauss Society de Gran Bretaña— uno de los proyectos finales de la vida del compositor: el ballet Aschenbrödel (Cenicienta), que lamentablemente quedó incompleto y hubo de ser concluido por el solvente, aunque no genial, Josef Bayer (1852-1913), director del Ballet de la Corte austríaca. También quedó incompleto —aunque bastante menos que Aschenbrödel— el díptico sinfónico denominado Traumbilder (Cuadros de ensueño o Cuadros oníricos), cuya musa inspiradora fue la tercera esposa de Strauss, la siempre discreta e inteligentísima Adele Deutsch, con quien había contraído nupcias en 1887 –tras la espantosa experiencia que le había supuesto su unión matrimonial de cuatro años con la muy joven y demasiado inconstante Angelika Dittrich-. Cierto que un insigne maestro de la dirección orquestal, Erich Kleiber, llegó a establecer vínculos entre el género del poema sinfónico y valses como El Danubio azul o Cuentos de los bosques de Viena… Cierto que musicógrafos actuales —por ejemplo, el norteamericano Phillip Huscher— han insistido en la pertinencia de tal asociación, habida cuenta de la “brillantez y efecto fascinante” de los mejores valses straussianos… Más fundado incluso resulta afirmar que los referidos, hermosos y muy sorprendentes TraumbilderTraumbild I y Traumbild II; el segundo de los cuales, según la orquestación del maestro Christian Pollack— constituyeron el primer y único intento deliberado de acometer la forma libre del poema sinfónico, propiamente dicho, por parte de un Johann Strauss cuya evolución artística no se detuvo nunca.

Muy poco antes de aquel 3 de junio de 1899 en que el autor de El Danubio azul hubo de rendir el alma, se produjo la definitiva entronización de “Schani” en el Olimpo de los grandes compositores: con el beneplácito y la admiración de la Ópera Imperial de Viena —o lo que es lo mismo, de Gustav Mahler nada menos, ya director del Hofoper desde 1897—, Johann Strauss Hijo pudo dirigir, en aquel sagrado recinto del teatro musical, el 22 de mayo de 1899, la obertura de El murciélago, su gloriosa opereta, que había pasado a formar parte del repertorio de tan noble institución. A decir verdad, ¿era necesaria una consagración así? ¿Hacía falta? Independientemente de que la dinastía Strauss vienesa prosiguiese su camino merced al trabajo impecable del hermano menor de Johann II y Josef, Eduard Strauss (1835–1916), y luego, y ya en última instancia, del hijo del propio “Edi”, y por tanto sobrino de “Schani” y “Pepi”, Johann Strauss III (1866–1939); independientemente de la moderna tradición —hoy con casi nueve décadas a sus espaldas, eso sí— de los Conciertos de Año Nuevo de la Orquesta Filarmónica de Viena, ligados en sus inicios a la figura del director Clemens Krauss —maestro memorable—, y basados en la música de la familia Strauss —con especial y lógica preponderancia de la debida a “Schani”—…, lo cierto es que, por encima de las modas y las épocas, las creaciones de Johann Strauss II habían quedado ya instaladas para siempre en el imaginario sonoro colectivo. Nombrar a Johann Strauss supondrá, en todo momento, invocar la alegría de vivir más espontánea y, a la vez, más insospechadamente poética. ¿Quién podría sustraerse a una magia de tal condición? Cuenta el estudioso Peter Kemp que, ya fallecido “Schani”, su hermano Eduard, junto con la Orquesta Strauss, ofreció, el 21 de enero de 1900, uno de sus habituales conciertos dominicales, precisamente en la Sala Dorada del Musikverein donde la Filarmónica de Viena brinda cada edición de sus Conciertos de Año Nuevo. Milagrosamente, de aquella sesión se conserva una hoja de programa, “ahora en la colección de la Gesellschaft der Musikfreunde. Sugiere que, entre el público, se encontraba un compositor de veinticinco años que pronto dejaría su huella en la música del siglo XX: Arnold Schönberg (…) En el programa están escritas a lápiz las palabras “Schönberg, Glasergasse 19”, señas vienesas donde, a la sazón, el joven artista vivía con su madre. Años después, en el catálogo de obras de semejante genio revolucionario acabarían figurando “transcripciones de valses de Johann Strauss II,” (!!) “entre ellas las de Wein, Weib und Gesang, op. 333, y la del Kaiser-Walzer, op. 437”.

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