Cuentan las crónicas que un día a mediados de los años 60 apareció de la noche a la mañana una pintada en una pared del borough londinense de Islington que rezaba «Clapton es Dios». No se sabe si el autor material del graffiti estaba puesto hasta las cejas o era un agente a sueldo, como se ha venido a sugerir. Lo cierto es que el hecho contribuyó a abonar el culto al guitarrista Eric Clapton, entonces miembro de los Yardbirds y que se había iniciado —siendo aún un mocoso— en los Bluesbreakers, la banda de John Mayall, el padre del blues británico.
Esa sacralización de las rock stars es la misma a la que aspiró John Lennon cuando declaró que «los Beatles eran más populares que Cristo». Anástasis que no anda tan lejos, si se piensa, de la fábula que habla del pacto fáustico de músicos como Robert Johnson o Jimmi Hendrix —nuevos Paganinis— con el diablo. No deja de ser la otra cara de la misma moneda…
El asunto tiene su aquel porque, ya apaciguadas las aguas de aquellos procelosos tiempos que dieron en llamarse «la década prodigiosa», el incombustible señorito Paul McCartney —un jovial «ochentañero» de rompe y rasga— vuelve por sus fueros para recordarnos que los mortales pueden tocar el cielo con los dedos. Y eso que la larga sombra del «omnipresente» Lennon, mitificado hasta el delirio a consecuencia de su trágico asesinato, no se lo ha puesto nada fácil a nuestro sufrido superviviente. Uno de los pecados nefandos de Macca —visto lo visto— ha sido negarse a nutrir el ilustre panteón del Club de los 27, círculo necrófilo que tiene a gala exhibir el lema: «Vive rápido, muere joven y deja un bonito cadáver» (por cierto, frase atribuida a James Dean, que sin embargo debe su paternidad al voluntarioso abogado Andrew Morton —Humphrey Bogart— del noir de 1949 Llamad a cualquier puerta).
Pues bien, el creador de Yesterday (que sí que ha pasado por el «proceso» de una supuesta muerte conspiranoica, pero que a lo que se ve está más que vivito y coleando) ha venido para demostrar —en sus dos colosales conciertos en el WiZink Center de Madrid— que el cetro sacrosanto del rock and roll le pertenece a él por derecho propio. Porque conviene señalar, que más allá del memorable legado del cuarteto de Liverpool, existe un «Universo McCartney», con identidad propia, y que pone en evidencia que hay un antes y un después de la irrupción del compositor británico en la historia de la música. Mantenerse en el «candelabro», a pesar de los rigores que imponen las cambiantes modas (tan frenéticas en el ámbito de la música ligera) ya no puede ser solo achacable al socorrido recurso del marketing. «Vientos del pueblo me llevan, / vientos del pueblo me arrastran», cantaba el poeta.
El filósofo José Luis Pardo —en un artículo publicado en El Mundo (6/10/24) titulado ‘No, John Lennon no era el bueno de los Beatles, ni Paul McCartney el malo’— entonaba un sentido mea culpa para retractarse por haber —como tantos otros— tomado partido por el Ausente: «Si comparamos la decepcionante contribución del Lennon posterior a los Beatles hasta su muerte en 1980 con los 26 álbumes de estudio de McCartney (por no hablar del resto de su producción), llenos de auténticas joyas y de obras maestras a la altura de lo mejor de los Beatles, comprendemos que fue él, armado a la vez con la tradición de Elvis y Little Richard y con la de Cole Porter e Irving Berlin, quien heredó la magia que sustenta el edificio de la música popular contemporánea». La afirmación, más allá de que propenda al maniqueísmo que intenta rehuir, lo que viene a certificar es una realidad palmaria: McCartney está empezando a salir de los infiernos a los que una buena parte de la crítica más «progre» —de manera tendenciosa— le había condenado por «hortera, pesetero, sentimentaloide y edulcorado».
La cosa debe ir en serio porque el periodista Javier Memba en su particular revisionismo —de los cuatro Beatles al completo, en este caso— hacía otro tanto cuando escribía en la revista Zenda (‘Comienza la beatlemanía’, artículo publicado el 22 de marzo del 2023): «Negada una y mil veces [la importancia del cuarteto], como sólo se niega a Pink Floyd y a los dioses, negada incluso por los amantes del rock que estimarán que su ingenuidad y la simpleza de su música han quedado atrás, en algún punto entre el Please, Please Me y el día de su ruptura». Ni que decir tiene que Memba también se da compungidos golpes de pecho por su pasada ceguera «de loca juventud».
Sin acto de contrición por medio —nosotros no lo necesitamos—, tendremos que convenir, pues, que el flamante músico de «a little town of north of England» ha sabido desarrollar una carrera envidiable tras los Beatles —primero con su grupo Wings y después en solitario—, que atestigua que nunca ha languidecido mirándose el ombligo, viviendo de las rentas y haciendo caja de los logros del pasado como tantos otros artistas hacen todos los días. Si algo no se le puede negar al caballerete de marras es su irreprochable profesionalidad, detrás de la cual se esconde un estajanovista inasequible al desaliento. La obra de los Beatles tan cercana, de algún modo, a la estética de la llamada escuela de The Kitchen Sink de los Angry Young Men acabó conectando con la «obra bien hecha» de autores previos como Terence Rattigan, a lo que contribuyó no poco el perfeccionismo rayano en la neurosis de McCartney, alejado de lo errático en una época procaz tan proclive a los excesos. Además de la testarudez propia del estibador norteño, su versatilidad también ha jugado un papel proverbial en ello.
Así que llegados a este punto solo nos queda rememorar brevemente las dos horas y media del directo madrileño, al que los principales medios le han dedicado ya extensos textos que a ratos parecen tender —ahora— a la hagiografía.
En su aparición ante el público multitudinario que llena los recintos que han acogido a McCartney durante este nuevo tour mundial —el llamado «Got Back», que lo ha llevado a distintas ciudades de Sudamérica y lo ha traído a Madrid (vía París)— el infatigable «octolescente» sin hacer ascos a la nostalgia —no olvidemos que perteneció a «la banda más importante del mundo»— nos acercó a toda su carrera artística, que cubre un arco de más de seis décadas. Solo hay que repasar todos y cada uno de los temas que ha tocado durante estas dos noches mágicas en Madrid —«aromas de leyenda»— para reconocer que su manera de hacer música es irrepetible. Un universo que ha sabido amalgamar géneros diversos, desde el ya mencionado rock and roll (de sus adorados Eddy Cochran y Buddy Holly) al music-hall de su padre Jim y su combo (la Jim Mac’s Band), pasando por el skiffle (un «rock sin electricidad» trufado de folk) o la música electroacústica (de John Cage) en sus propuestas más innovadoras.
Dos noches con el aforo hasta la bandera (15.600 almas), en las que el músico (apoyado por sus impecables colaboradores habituales —dos guitarras, teclado, batería y una animada sección de viento—) ha ido desgranando en cada una de ellas —con más de dos horas y media en el escenario, sin echarse siquiera un solo trago de agua al coleto— temas sin apenas solución de continuidad. Para ello no ha dudado en pertrecharse, según la ocasión, de su viejo bajo violín Höfner, de diversas guitarras, de dos pianos (uno vertical y otro de cola) y de dos ukeleles. El concierto del martes —al que pudimos asistir— era el sexto en la capital, si contamos el legendario que ofreció con los Beatles en Las Ventas en 1965.
No es de extrañar que empezara el show con un clásico como I Hard Day´s Night, habida cuenta de que este año se cumple el sexagésimo aniversario del estreno de la película y del álbum homónimos. Después ha sonado de todo: canciones con marcha de sobra —Helter Skelter, Let Me Roll It (con la coda instrumental de Foxy Lady), Baby I’m Amazed, Nineteen Hundred and Eighty-Five, destacando el espectacular clímax de Live and Let Die (con pirotecnia y láser incluidos)— ; otros en los que la melodía ha primado —My Valentine, Let ‘Em In, Blackbird, I’ve Just Seen a Face, Letting Go, Now and Then o Here Today (para su amigo John) o Something (para su hermano George)—; y un tributo a standars de los Beatles —Drive My Car, Got to Get You into My Life, Getting Better, For the Benefit for Mr. Kite, Lady Madonna, Ob-La-Di Ob-La-Da, Let it Be, a los que se sumaron entrañables versiones «domésticas» de In Spite all Danger y Love me Do—. El bis tras la pausa de costumbre, nos regaló una conmovedora versión de I’ve Got a Feeling, que permitió que asistiéramos a un dúo virtual con «John Lennon», para dar lugar al épico Carry that Weight/ Golden Slumbers de Abbey Road, con los versos finales —epitafio asimismo a la carrera de los Fab Four— para cerrar el evento: «And in the end / the love you take / is equal to the love you make».
Al hilo de lo dicho, acabamos permitiéndonos una licencia para lanzar un órdago a quien corresponda: el aeropuerto «Speke» de Liverpool —que lleva el nombre de John Lennon desde el año 2002— debería ser llamado con toda propiedad: «Aeropuerto Internacional The Beatles». La justicia poética no se concilia nada bien con la bobalicona fascinación por los mártires que padecemos.
«Paul McCartney is God».