No es lo mismo hacer lo que nos gustaría que fuera correcto, que hacer lo que creemos y estamos convencidos que es correcto, que por último hacer lo que objetivamente es correcto. Siendo esta última la única de las tres opciones que es la válida para todos y por ello solo esta es la aceptable.
Por ejemplo y para entendernos, a una persona habitualmente impuntual probablemente le gustaría que fuera correcto llegar tarde y así evitarse broncas y reproches, seguramente cree dado que es su costumbre y está plenamente convencido que es correcto un pequeño retraso pongamos de cinco minutos (por aquello del peculiar derecho a gozar de la cortesía de terceros); cuando, y no hay otra aunque le rompa sus esquemas, por último por todos ya se sabe que solo es correcto y serio ser rigurosamente puntual, es decir llegar justo a la hora exacta. No hay más. El retraso y la demora en el cumplimiento de un compromiso es una falta de respeto para con el otro y para con uno mismo por prescindirse de principios.
Solo para el último caso, el de hacer objetivamente lo correcto, se precisa que uno se mantenga permanentemente bajo la cobertura de dos principios funcionales diferentes pero relacionados y sin posibilidad de segregación: el primero, la obligación que tenemos todos de mejorar los procesos que hacen posible nuestra evolución; y el segundo, la obligación que igualmente se tiene de mejorar siempre la mejora anterior.
Entiéndase en este caso como mejora la continua eliminación de lo que, por no aportar, resta; a la vez que paralela y paulatinamente se incrementa por aportar, lo que suma. Y como “proceso” se debe interpretar ese método para su consumo propio que cada uno debe de forma imperativa encontrar sin demora como el más adecuado para conseguir en la mayor medida posible ordenar su particular y personal caos.
Y a su vez entiéndase como “personal caos” experimentar ese descontrolado torbellino de pensamientos en constante ebullición que en más de una ocasión a lo largo de la vida genera intranquilidad y desasosiego, y para fastidiar un poco más no se deja domeñar; un tsunami instalado en la cabeza que, aunque la causa primera que lo genera permanezca, queremos y agradeceríamos mucho librarnos de él como sea.
Una “causa primera” en esencia con base en el peso de un pasado del que de alguna manera nos arrepentimos y que no se puede cambiar, o con base en un insatisfactorio rutinario presente carente de ilusiones, o con base en un futuro que en nuestra imaginación lo anticipamos inquietante y complicado. Cuando no, a mayores en una combinación de las tres.
Hay distintas formas de procesos para ordenar ese mental barullo que nos confunde y altera el ánimo, uno tan válido como cualquier otro es practicar la creatividad, focalizar la energía en el ahora creando algo por nosotros mismos desde cero (por ejemplo con un bolígrafo en la mano delante de la página en blanco), sin ayuda alguna en la ejecución del objetivo pero con un aprendizaje previo culminado, porque realizarlo así implica una doble humildad: primero, en el aprendizaje asumiendo la ignorancia y agradeciendo la enseñanza; y luego, durante la aplicación práctica de ese aprendizaje sin ya tutela alguna asumiendo toda la responsabilidad del fracaso por no haber hecho todo lo correcto, en definitiva por no haber actuado prescindiendo de lo que nos gustaría que fuera acertado y de lo que creemos que es acertado; sencillamente por no haber sido de forma objetiva escrupulosamente exactos y puntuales en nuestro modo de actuar.
Y llegados aquí hago balance de lo avanzado y tras valorar lo adelantado me rindo y lo dejo estar porque reconozco que buscaba, con la manufactura de este breve texto, mayormente para mi consumo propio predicar con el ejemplo; para finalmente descubrir, con este torpe intento respecto a mi particular desorden, no haber sabido colocar cada cosa en su lugar. ¡Ahí sigue el confuso embrollo!
Y me temo que ahora por pardillo estoy en deuda con mi querido caos, y como un eterno principiante yo solo me he puesto los deberes (cuando precisamente como casi todos no tengo ya pocos), y por ello a partir de este momento me toca trabajar con denuedo sin solución de continuidad para mi bien en la mejora del que espero que por siempre sea un inconcluso “proceso”, porque en el fondo considero que sin mi porción diaria de mi propio caos seguramente dejaría de ser yo.