Leí El lobo estepario, de Herman Hesse, con diecinueve o veinte años y no me gustó. A continuación, lo intenté con Demian y la abandoné enseguida. Seducido por los grandes narradores franceses y rusos del siglo XIX, y por los novelistas norteamericanos de comienzos del XX, en pleno ‘boom’ de la narrativa hispanoamericana y adicto al cine histórico y de acción, la obra de Herman Hesse, me pareció demasiado introspectiva y especulativa, y también ferozmente individualista. Le faltaban, para mi gusto de entonces, amplitud histórica, tensión épica, dimensión social. Cierto que también me interesaban el surrealismo y la Nouvelle Vague, la psicología, el yoga y el psicoanálisis, y me había asomado, si bien muy superficialmente, a la obra de C.G. Jung. Sin embargo, no conseguí asociar la obra de Hesse con nada de eso.
Hice mal. Pues si algunos referentes se aprecian la obra del escritor germano-suizo -quien todavía en 1977, a los 100 años de su nacimiento, era el autor en lengua alemana más vendido por delante de Tomas Mann y Stefan Zweig- son precisamente ésos. Y, en particular, su amigo Jung y sus teorías sobre los arquetipos y el inconsciente colectivo. Y, más lejanamente, Nietzsche.
Uno de los rasgos distintivos de Hesse es plantearse la vida como transición, mejor sería decir, como una suma de transiciones no siempre sucesivas, a menudo simultáneas, así como su capacidad para analizar, con especial sutileza, los conflictos íntimos que gestionar esas transiciones comporta. Transiciones que son mucho más que meros desarrollos de facultades potenciales pues implican verdaderos cambios cualitativos, metamorfosis, no solamente físicas, al estilo de la kafkiana, sino sobre todo espirituales y morales.
Eso, y su inclinación a las filosofías orientales, pueden tal vez explicar su éxito entre los hijos del baby boom posterior a la segunda guerra mundial, en particular entre los poetas de la generación beat y los hippies de los años sesenta. Y, más en general, entre quienes en la pubertad o algo más allá, se sienten cruzando lo que una vez Joseph Conrad llamó La línea de sombra, esa delgada frontera que separa la juventud de la vida adulta, cuando las responsabilidades prácticas e inaplazables nos obligan a dejar atrás supuestos paraísos perdidos y ensoñaciones diletantes.
Llama la atención que los protagonistas de las novelas de Hesse sean hombres, algo que, en mi modesta opinión, tiene mucho que ver con el sesgo cultural de su medio, y con su propia biografía sentimental, y que es también una de las críticas más comunes al psicoanálisis de los padres fundadores (Freud, Adler, Jung) donde las mujeres o eran invisibles o aparecían sublimadas, o se les adjudicaba un rol subalterno. Una carencia en parte compensada por su marcado anhelo de trascendencia, de unicidad ontológica y cósmica que lo emparenta con los románticos anglosajones y centroeuropeos de comienzos del XIX y, en un sentido amplio, con las escuelas gnósticas del pensamiento occidental, escindido desde la revolución jónica y, marcadamente, desde la Ilustración, entre ciencia y mística, entre sentimientos y análisis, entre religión y razón.
Hesse fue un severo crítico de la moral burguesa y de los sistemas educativos de su época, y sus libros estuvieron prohibidos en Alemania durante el régimen nazi. Que la solución que él propone, basada en la introspección y la búsqueda de uno mismo, y en un elitismo del ‘conocimiento’, resulte más o menos aceptable dependerá, lógicamente, de las necesidades y gustos de cada lector.
Según mi librero de Bilbao, Siddartha sigue siendo su novela más vendida, aunque el interés por sus obras, a diferencia de lo ocurrido con las de Mann o Zweig, parece haber decaído durante los últimos veinte o treinta años.
Hace poco, para responder al discurso de un buen colega y amigo, tuve que volver a Hesse y, en concreto, a Demian, a la que Mann calificó en su día como pequeña obra maestra. La leí de un tirón, y con la distancia que dan los años, aprecié su prosa tersa y su dicción precisa, así como su portentosa capacidad para la alegoría y la fábula. No me costó situar a Hesse en su contexto: una Europa desgarrada por dos guerras terribles y una civilización que se desmoronaba. Menos interesado ya por las respuestas que por las preguntas, me gustó.
Herman Hesse (Wutenberg, Imperio Alemán, 1877-Tesino, Suiza, 1962), novelista, poeta, pintor y ensayista, fue premio Nobel de Literatura en 1946.