A propósito del estreno de “Romance sonámbulo” en el Teatro Mira de Pozuelo de Alarcón
Lorca es teatral hasta en su poemario y el Romance sonámbulo de Najarro extrae con fuerza, desde el tuétano, el sortilegio lorquiano de la lírica, tanto escénico como danzario. Anoche regocijaron de alegría los huesos del bardo granadino, estén donde estén.
Pocas veces vemos la conjugación casi perfecta de un equipo de trabajo como el que ha logrado aglutinar este director, coreógrafo e idealista (todo partió de su idea). Pocas veces una camarilla con tanta estrella, cada una en lo suyo, logra el impacto del esplendor. Aunar celebridades en torno a un mismo pensamiento es, quizás, el trabajo más espinoso y casi irrealizable que existe. No hay detalle de excelencia que escape en esta puesta en escena, ni los sombreros cordobeses ni nada.
Recuerdo la producción La Argentina en París de este mismo director, porque quizás fui el único espectador —algo de caritate me doy — cuya mente cruzó el charco atlántico y voló a La Habana desde su luneta, porque fue Antonia Mercé “La Argentina”, quien deslumbró y despertó la vocación de una niña cubana que el firmamento de la danza teatral escénica y el arte coreográfico se encargarían de darnos a conocer a todos los terrícolas, con el seudónimo de Alicia Alonso.
La Alonso un buen día del año 1998, me llamó, más bien me ordenó, para que cuidara y exhibiera en urna de cristal, el traje con el cual “La Argentina” bailó aquel día que llenó sus ojos infantiles, la rumba Cuba de Albéniz (año de 1936, quizás fuera su última gira antes de subir junto al Altísimo). El traje, con el compromiso de resucitarlo en museo, había sido entregado a la prima ballerina absoluta por Antonio Ruiz Soler junto a otras piezas excepcionales de su colección privada. Jamás olvidaré un documento de carácter oficial, comprendido en aquel lote, firmado por el sin igual con rúbrica legible: Antonio, bailarín de España. El coleccionismo en danza no puede escapar a cierto fetichismo que le es inherente.
Esta de anoche, ha sido una función que ha servido para empujarme junto a Lorca, hacia “la isla en el infinito” de su inmemorial canto a la luna.
Con ello quiero enfatizar sobre la fuerza con que la danza española entró en el metabolismo del ballet llamado clásico. Nunca olvidemos que son dos grandes eras: la romántica del paradigma Giselle y la clásica de El Lago de los cisnes (o simplemente Lago, como dicen los bailarines cuando les preguntas qué están ensayando). Marius Petipa vino a España para beber de esa fuerza inconmensurable porque para los rusos Quijote es de ellos también y había que vestir su idea, y fusionar los pasos heredados de la escuela francesa, con la bolera, el flamenco y la sevillana. Su versión de Quijote es algo risible porque asombra ver que en el tercer acto, para acentuar que se trataba de un ballet clásico, endilgó a las bailarinas —personajes que debían vestir a la usanza española del Siglo de Oro—, los tutús emblemáticos del “nuevo arte” que estaba creando para el pueblo ruso. Fue tan hercúleo, tenaz y vigoroso el esfuerzo de este francés afincado en Moscú, que hoy día es imposible convencer a un ruso de que el ballet no es un arte engendrado por ellos.
Quiero resaltar, dentro de toda la excelencia que vimos anoche, el trabajo de la maître de ballet, por la pureza con que cuidó la disciplina de los movimientos, de los pasos. Se notaba que estaba vigilando las reglas de Bournonville al milímetro. Hacía tiempo que no tenía la sensación de que los bailarines sólo brincaban. Anoche sentí que sí sabían qué estaban bailando. Los catorce danzantes estaban muy imbuidos, muy contagiados, por el mundo lorquiano, se veían muy poseídos por el espíritu del poeta.
A la salida alguien me decía: “Ha sido un espectáculo impar”. No, ha sido y ha estado en su justa medida y valor. A veces confundimos una gran producción con el desmadre en recursos de todo tipo. Esta ha sido estrenada para también darnos a conocer que una producción es grande cuando ha sabido colocar todos los recursos en la tesitura de lo justo, en aras del buen gusto.