Quebrada luz y El muro transparente
Manuel Rico
Olifante Ediciones de Poesía, Zaragoza, 2024
168 páginas
Bien conocida es la versatilidad de Manuel Rico (Madrid, 1952) en el campo de las letras: con igual acierto ha cultivado la literatura de viajes, el ensayo, el periodismo y la crítica literaria, la escritura de diarios y, sobre todo, la poesía y la novela; ámbitos estos últimos a los que ha venido dedicando paralelos afanes. En ello hemos de ver, indudablemente, la causa de que dos de sus novelas de mayor difusión, El lento adiós de los tranvías (1992) y Una mirada oblicua (1995), eclipsaran de algún modo, justo por aquel tiempo, la aparición de dos poemarios fundamentales en su trayectoria: El muro transparente, dado a conocer por Ediciones Libertarias en 1992, y Quebrada luz, obra merecedora del Premio Esquío en 1996, y publicada por ello, en 1997, en la coruñesa Colección Esquío, de El Ferrol. Que ahora Olifante —el destacado sello aragonés— haya recuperado ambos trabajos —además en volumen único— constituye todo un logro que habrá de permitir, conforme avance el tiempo, su incorporación definitiva a ese acervo lector que ya reconocía en La densidad de los espejos, Donde nunca hubo ángeles, Fugitiva ciudad o Cuaderno de historia algunos de los jalones imprescindibles del autor dentro de su itinerario lírico.
Manuel Rico Rego entiende la poesía como “conciencia crítica” y “palabra reveladora”. Él mismo nos lo dice, nos lo recuerda en las líneas preliminares a este nuevo volumen, que ostenta la añadida virtud de presentar Quebrada luz y El muro transparente siguiendo el orden inverso al que fue el original de sus publicaciones. Esto enfatiza otra idea de cuantas estructuran las líneas preliminares: la postulación de la poesía como “tierra de reflexión en torno a sus capacidades para explicar las razones no visibles o solo esbozadas de la realidad”. Así las cosas, lo que primero ha de explorarse es la luz, pero no la sola luz como fenómeno incorruptible sino otra, la que “nunca fue intacta, pura”, por hallarse en contacto permanente con el tiempo y la humana condición; esa luz mordida por los “dientes de niebla / de un animal que bien conoces: / el viejo mensajero / de la desolación o la derrota”. De tal modo, la luz quebrada “es el lado imperfecto, la frontera / donde acecha la sombra / que tal vez nos consuele sin saberlo”. A partir de aquí, el instinto lírico del autor nos lleva “hasta la luz de las afueras” –que no es “presencia o devoción” sino “huida y menoscabo”- y a una vívida evocación de la perdida juventud “que hacía de las horas / medidas sin valor y de los labios / territorios sin fin y de la copa / fragua de lucidez”. A lomos de un discurso de muy notable musicalidad y —más importante aún— de una potencia imaginativa capaz de sustentarse cabalmente sobre las coordenadas del compromiso cívico del yo, sobre el fiel de una balanza —sobre la aguja de una poética— que no rehúye en absoluto ni el retrato generacional ni los autorretratos en secuencia evolutiva, Manuel Rico agota las posibilidades, en sucesivas versiones plenas de voz y acierto, de esta quebrada luz, de esta manchada luz del mundo, y en la que, sin embargo, no dejarán nunca de latir las palabras precisas para la redención. Pues sólo la palabra “salvará la memoria. Y ese incendio / dará luz a las cosas que no existen: / un mundo sorprendido por la llama”.
La transición de la conciencia de la luz a la conciencia del poema queda, por tanto, asegurada, con lo que El muro transparente, “que a la visión ayuda”, puede alzarse como “claridad del sendero / (…) que enciende la hojarasca / y en su fuego es la luz / reverso de la luz”. A lo largo de sus cinco composiciones introductorias y de los seis cuadernos subsiguientes, el sujeto poético va tomándole el pulso a esa “laica oración con que el lenguaje / nos redescubre el mar o la nevada”. Pero el firme humanismo de toda esta propuesta no conduce la obra por los arduos senderos –tantas veces- de lo metaliterario, sino que liga vivencia y creación, memoria y creación, a cada zancada, en cada hito. Buena prueba de ello son las dos composiciones —magníficas, intensas, conmovedoras— que, a mi modo de ver, siguen por sabia mano izándose como banderas paradigmáticas de El muro transparente: “Memoria del primer poema” —“(…) Tú tenías / doce años tan sólo / y un desván de palabras / temblando en el tintero”— y esa aleación perfecta de encrucijada histórica y musical nostalgia que es “Chaqueta de pana” —“Todo un tiempo resume: aquel que crece / en el portón que derribamos / solo un poco (…) // Oh símbolo del viento derrotado. / Oh chaqueta de pana sorprendida / entre ropa en desuso y viejos discos”—.
Sobre la “madurez cansada”, sobre la “gris costumbre”, escribe Manuel Rico: “(…) a traición nos acoges / incluso en la quietud de nuestra casa”. Y, sin embargo, este excelente libro doble, Quebrada luz y El muro transparente, no propone “el desmantelamiento propio. / Tampoco la renuncia”. La salvación vendrá con el poema, y por la gracia del arte y el poema; “al fin otra materia” de no quebrada luz: “(…) Lo que perdura / entre el fárrago eterno de las horas, / lo que queda, en su brillo, en la mirada / en declive del hombre”.