noviembre de 2024 - VIII Año

ALGARABÍAS / El ombligo de Adán

Construcción de la Torre de Babel

El ombligo es, como Vitruvio dejó escrito, y Leonardo se encargó de ilustrar en su famoso dibujo anatómico, «el centro natural del cuerpo». Rotamos en torno al ombligo, afirmó el cirujano James Bridie. Es interesante que nuestro centro ―si no estrictamente geométrico, sí al menos simbólico― sea una cicatriz. Una cicatriz que nos remite al trauma del nacimiento, y que es también la huella de la primera herida que la vida nos inflige: la ruptura del cordón umbilical, que nos unía, no solo a nuestra madre, sino, a través de ella, a la larga progenie de la especie. La paternidad es conjetural; la maternidad, empíricamente constatable. El vínculo materno es carne, no metáfora. Una vez se ha cortado, quedamos, para siempre, abandonados a nosotros mismos.

Hay quien, sobrado de tiempo libre o llevado de un místico afán, dio en calcular el número de ascendientes que, de madre en madre, podría tener un humano actual, y le salió esta cifra, que no alcanzo a leer sin marearme (mareándome tampoco): 18.114.583.333.333.333 mujeres. Todos los cordones umbilicales que nos separan/unen de/a esa supuesta madre primordial sumarían, suturados y puestos en fila, nueve billones de kilómetros (9.007.729.166.666 km), el doble de la distancia que tenemos hasta Alfa Centauri. Tomo este utilísimo dato, calculado por los feligreses de una rara secta parisina, del antropólogo mexicano Gutierre Tibón, autor de exhaustivos estudios sobre el ombligo. Aunque debe destacarse que el autor no concede ningún crédito a la cifra: yo tampoco.

Leonardo da Vinci. ‘El hombre de Vitruvio (Estudio de las proporciones ideales del ser humano)’. ca. 1490. Galería de la Academia, Venecia.

Nos queda como recuerdo de nuestro primer hogar esa como especie de boca de riego cegada que es el ombligo, al que no podemos mirar sin un breve arrebato de nostalgia prenatal. Viene a ser nuestro sello de autenticidad biológica, al mismo tiempo que nuestra primera herida de guerra. Tiene, además, un evidente valor estético: rompe la llana monotonía del vientre con una encantadora gruta rococó. «Lo que tenemos de parentesco con la luna y sus cráteres está en el ombligo», escribió Ramón Gómez de la Serna. Algo hay de eso. Es lunar el ombligo ―en su «Himno a la luna» llamó Lugones a nuestro satélite «ombligo del firmamento»―, y es como un lunar que resaltara la belleza tersa del vientre. A veces, claro: no digo yo que no haya ombligos feos, y aun horripilantes.

No es desdeñable el potencial erótico del ombligo, debido tanto a su promisoria inmediatez a otras partes del cuerpo como a su propia y seductora forma. Es un capítulo en el que no entraré, salvo para citar un verso del Cantar de los Cantares («tu ombligo como taza de lunas, que no está vacía», dice la Esposa en traducción de Fray Luis de León) y para constatar que acaso en la actualidad su exhibición demasiado frecuente haya terminado por debilitar su capacidad de seducción, que residía en parte en el hecho de ser lugar recóndito y no público del cuerpo. En su día llegó a haber mojigatas cruzadas contra los ombligos: hoy no nos recatamos de mostrárnoslos constantemente los unos a los otros. Ya no es el ombligo cosa íntima, sino comunal. Se hace de él desafiante bandera, y hay, aunque habrá quien disienta, muy poco erotismo en las banderas.

Mirarse el propio ombligo es práctica denostada: equivale, nos dice la RAE, a «tener una actitud egocéntrica y autocomplaciente». Sin embargo, los eremitas de cierta secta cristiana oriental (los hesicastas) practicaban asiduamente la onfaloscopia, o contemplación del propio ombligo para llegar a la iluminación. Dice Mefistófeles en el Fausto de Goethe que tiene el alma en él su sede: es posible, pues ha de ser espacio mullido y acogedor, siempre que el alma no sea demasiado grande. (A muchas, sin duda, les ha de sobrar espacio). Tiene el ombligo una dimensión espiritual que convendría explorar más despacio. Merece reflexión nuestro ombligo, y aun que nos abismemos de cuando en su contemplación, pero sin olvidarnos nunca de que todos los ombligos son hermanos, y que el nuestro es solo uno más en la profusa y multiforme constelación de los ombligos.

Un asunto que preocupó mucho a los teólogos, igual o más apasionante que el problema del sexo de los ángeles, fue el de si Adán y Eva tuvieron o no ombligo. Sabemos por el libro del Génesis que ni el uno ni el otro sufrieron el trauma del nacimiento: a Adán lo hizo Dios del polvo de la tierra, y a Eva de una costilla de Adán. No hubo que cortar ningún cordón umbilical, así que lo esperable es que ambos tuvieran vientres ininterrumpidamente lisos: Adán tendría, en todo caso, la cicatriz de cuando su creador y cirujano le extrajo la costilla.

Lucas Cranach el Viejo. ‘Adán y Eva’. ca. 1520-25. Museo Soumaya, México.

Felizmente, ninguna imagen, que yo sepa, nos muestra a Adán con ese costurón. En cambio, desde siempre hemos visto a la primera mujer y al primer hombre representados con sendos ombligos: ostensibles y hermosos son, por ejemplo, los que suele adjudicarles Lucas Cranach, que tantas veces representó a la pareja. Espectacular es el del Adán que pintó Miguel Ángel en la capilla Sixtina: todo un señor ombligo. Los ejemplos, y los ombligos, son incontables. Aunque, en honor a la verdad, también ha habido quienes han mostrado desombligados a nuestros primeros padres: William Blake, por ejemplo,

¿Contradicen la tradición bíblica los ombligos de Eva y de Adán? Thomas Browne, en el siglo XVII, pensaba que sí, y dedica un capítulo de su libro Sobre errores vulgares (Pseudoxia Epidemica, Londres, 1650) a afearles esa costumbre a los pintores, incluidos los más competentes («Urbin, Angelo and others»), ya que, opina que «siendo el ombligo una parte, no precedente, sino posterior a la generación, nacimiento o parto, no puede imaginarse bien en la creación o formación extraordinaria de Adán, quien salió inmediatamente del Artificio de Dios; ni tampoco en la de Eva, quien no fue engendrada solemnemente, sino formada repentinamente y procedía anómalamente de Adán». Pero solo dos años después, en su Arcana microcosmi, de 1652 (Libro II, Capítulo XI), título que viene a significar algo así como «los secretos del cuerpo humano», Alexander Ross contradice, sin aspereza pero con decisión, a Browne. El ombligo tiene para él una función estética: «El ombligo, que es el centro del cuerpo, no era inútil ni superfluo en Adán y Eva, porque eran adornos sin los cuales el vientre se habría deformado». El Dios de Browne es un ingeniero, atento a un eficaz funcionamiento de su máquina, que prescinde de inútiles florituras; el de Ross es, en cambio, un artista, y se complace en rematar con bellos adornos sus creaciones.

Esta idea de un Dios artista subyace a la hipótesis, tan bella como extravagante, que formuló Philip Henry Gosse (1810-1888). Borges encomió la «elegancia un poco monstruosa» de su idea. Quiso Gosse reconciliar la interpretación literal de la Biblia con las crecientes evidencias que los hallazgos paleontológicos arrojaban sobre la verdadera edad de la Tierra: concluyó que Dios, en su infinita meticulosidad, había creado el mundo en seis días, como relata el Génesis, pero había tenido la precaución ―o la humorada― de diseminar en él engañosos vestigios de un falso pasado. Los fósiles de dinosaurios, por ejemplo: son animales, asegura Gosse, que nunca existieron en realidad. Puro atrezzo. Esta hipótesis proporciona una solución adecuada a nuestro problema: de un Dios que prepara con tal cuidado su escenario que lo provee incluso de las huellas de un pasado inexistente podemos perfectamente esperar que tuviese el detalle de trazar, sobre los estómagos de sus criaturas, sendos falsos ombligos, impostadas cicatrices del corte de cordones umbilicales que nunca existieron.

La Tierra, que es una diosa desnuda, tendida y ofrecida al cielo, tiene también su ombligo. Los griegos lo localizaron en Delfos; los hebreos, y los cristianos, en Jerusalén. Desde allí, dice una antigua tradición rabínica, trazó Dios, con un compás, el contorno del mundo. Muy cierta es la frase con la que abre uno de sus estudios sobre el tema Gutierre Tibón: «en el principio fue el ombligo».

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