noviembre de 2024 - VIII Año

‘Límites’ de Elena Fernández Yárritu

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Elena Fernández Yárritu
Ediciones Vitruvio, 2019

Suelo decir que la Poesía no se explica. Llega o no llega, gusta o no gusta. Pero no se explica. De hecho, cuando me proponen presentar un libro de poesía, suelo acabar ofreciendo mi particular lectura del mismo. Por si le sirve o le interesa a alguien. Sin embargo, toda regla tiene sus excepciones y este libro es una de ellas. Quizá porque se trata de un libro raro en el sentido más literal del término.

Tras leerlo el cuerpo me pidió otra cosa. Me pidió llegar a la presentación, sentarme ante el público, depositar un fajo de cuartillas sobre la mesa, y no decir palabra. Ya saben: algo parecido a lo que John Cage hizo en 1953 con su obra 4´ 33´´. Luego pensé que no soy John Cage ni estamos en 1953.

En una época donde abundan la poesía intimista, vivencial, narrativa y descriptiva de lo cotidiano, una poesía a menudo escrita desde un yo hipertrofiado, narcisista y con frecuencia un poco pelmazo -y eso cuando hay suerte, pues últimamente se hace pasar por poesía cosas que nada tienen que ver con ella-, Límites va, directamente, en sentido contrario.

Elena lo declara desde la segunda cita de la primera página: ella prefiere beber en otras fuentes, que son las que entre nosotros representó mejor que nadie, José Ángel Valente.

“Poesía del silencio” se la ha llamado. A mí me gusta más “poesía del enigma”. Enigma de la palabra como objeto y como sujeto. Enigma de la no palabra como significante y significado. Enigma del secreto y de la página en blanco. Enigma del tiempo y de la nieve. Enigma.

Y, en consecuencia, paciente búsqueda de la revelación. Para Elena -lo afirma en uno de sus primeros poemas-, Es arriesgado vivir sin versos. Y eso que sabe bien que la poesía es un oficio de tinieblas que espera ante la página en blanco / la resurrección de la mañana. Para Elena, vivir de verdad, es vivir en el límite. En realidad, es vivir más allá del límite. Y aguantar ahí, desgranarse ahí, donde comienza la agonía / que aún no sabe del hachazo. No lo sabe más lo atisba.

A ese tipo de poesía se la ha declarado deudora de la palabra profética y del misticismo, sea sufí o cristiano; se la ha etiquetado de ascesis lingüística capaz de transformar la experiencia en una vivencia idiomática, la percepción en sabiduría, las limitaciones materiales y verbales en libertad espiritual (1). En todo caso, se trata de una poesía despojada del yo, al que, como a Dios, busca y no encuentra. Y harta de no encontrarlo deja al fin de buscarlo.

Poesía personalísimamente impersonal, refugiada en la palabra a duras penas dicha, esculpida casi. Y, sobre todo, en la no dicha. Poesía de honduras abisales desde las que se regresa tan solo para comprender que otra caída es a un tiempo inevitable y deseable. Y así hasta la caída final, aquella de la que no se regresa y de la que ni siquiera quedará una palabra.

A la postre como individuos somos eso: un breve tránsito entre dos vacíos, un leve suspiro entre dos nadas.

Con todo, en Límites se percibe un tono menos solipsista y menos trágico que en Valente. Probablemente porque el lenguaje de Elena conjuga el yo plural del estornino y al hacerlo en colmena / las palabras / hacen miel de diccionario.

La poesía de Elena Fernández Yárritu sigue siendo hermética, reflexiva y con frecuencia irónica como corresponde. Sin embargo, late menos desesperada y menos árida, sus reflexiones sobre el abismo y sobre el tiempo no son tan descarnadas como en el postrer Valente. De cuando en cuando, transitan por ella imágenes de vida: el pájaro, la uva, el manantial, el hormiguero, las azadas que cavan la dehesa, la mano del mendigo, un mirlo, una zarza ardiendo… A menudo adopta el tono, imaginista y caligráfico, del haiku. Y en dos o tres ocasiones recuerda -al menos a mí me lo recuerda- los Aerolitos de Carlos Edmundo de Ory.

Y esa me parece una de las grandes fortalezas del libro, una combinación afortunada. Pues Elena es capaz de escribir: Del ángel que hiberna / en el glaciar azul / de lo olvidado / liberad / me / No puedo llorar de tanto frío, poema de un hermoso minimalismo que remite al mejor Gamoneda, y tres páginas más allá: Mar / alfabeto en desorden /metáfora azul del esplendor celeste. / En el festón de las olas / mil gaviotas / fragmentan el poema, que de haber sido algo más largo hubieran firmado Rubén o cualquiera de los modernistas posteriores.

La otra fortaleza del libro, y esto por supuesto depende del gusto de cada cual, es la estudiada y bien distribuida dosis de juegos verbales, onomatopéyicos y tipográficos que prolonga una tradición que arranca, que yo sepa, con Apollinaire y sus caligramas, y se prolonga entre nosotros de la mano de Nicanor Parra y sus Anti-poemas.

Para quien habita el borde del abismo, romper la sintaxis y hasta la palabra constituye, sin duda, un breve y eficaz deshago. Y, tal vez, una declaración más profunda: la de quien sabe que, al final, se olvidarán los contenidos y las imágenes y quedará, si es que queda, poco más que un signo aislado, algún gesto.

No obstante, que la dosis sea tan medida me hace suponer que Elena sigue más del lado de acá que del de allá; es decir, que para ella, la vida merece, pese a todo, ser vivida, y ese Dios al final de la luz, al final del túnel, el Dios del agujero negro que nos presenta en otro de sus poemas, habrá todavía de esperar un poco más para tragarnos.

Por lo dicho hasta aquí, deducirán que Límites me parece un libro exigente. Como todo buen libro puede ser leído de muchas maneras, pero probablemente lo disfrutarán más quienes más y más variada poesía hayan leído. Al igual que los buenos vinos, exige un paladar educado para gustarlo.

De hecho, bastantes de sus poemas son más aptos para leerse en soledad que en público no ya porque no rimen sino también y más importante, porque romper el ritmo, la musicalidad del lenguaje, forma parte de una propuesta cuyo postulado esencial consiste en situar al lector en el límite del no significado, frente a la palabra-objeto y sus múltiples e inesperados designios. Al no ser siempre evidentes en primera lectura, reclaman un segundo o incluso un tercer tiempo.

Lo cual por cierto no es algo nuevo. Un poeta tan alejado de la estética del silencio como Walt Whitman declaró en cierta ocasión: La música profunda de todo gran poema solo está para escucharla y sorberla en silencio, y se resiste a todo análisis. Whitman, como Emily Dickinson y tantos otros grandes poetas sabía que indagar sobre el lenguaje, sus posibilidades y sus límites, es indagar sobre nosotros mismos.

Termino incluyendo un poema que me parece una buena muestra de ltodo o dicho: “Mariposa extravagante / polilla de estrechas alas / donde anida el desencanto. / Cuando no queden palabras / silencio gris / santo sanador / ora por nosotros.

En su recomendable libro Los Orígenes de la creatividad humana, que he leído mientras preparaba este artículo, Edward Wilson incluye un capítulo titulado Innovación donde se pregunta: ¿Qué es exactamente la literatura creativa, por qué medios el lenguaje es reproducido como arte? ¿Y cómo habremos de juzgarlo como tal?

Su respuesta es sintética y precisa como corresponde a un biólogo evolucionista: Por su innovación de estilo y de metáfora, por su sorpresa estética, por el placer duradero que proporciona (2). La poesía de Elena Fernández Yárritu tiene mucho de todo eso. Límites nos propone un hermoso desafío. Ojalá encuentra muchos lectores capaces de disfrutarlo.

Notas:
1.- Mª Victoria Reyzabal. José Ángel Valente: la palabra, el silencio y todos sus ecos. Zurgay, págs. 20-27
2.- Edward O. Wilson. Los orígenes de la creatividad humana. Crítica, Barcelona, 2018, pág. 43

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