octubre de 2024 - VIII Año

Cavilaciones superfluas sobre una viñeta de Enrique Gracia Trinidad. El siglo de las siglas

Viñeta de E.G.T.

Como ya anticipa el encabezamiento de este textículo, lo que sigue a continuación viene a cuento a propósito de un dibujo —con cartela y todo— de mi admirado poeta (de la letra y la tinta) don Enrique Gracia Trinidad. La viñeta la tiene el lector a su disposición aquí al lado, con lo que se le hará evidente lo innecesario de estas reflexiones extemporáneas que la acompañan. De modo que mis palabras sirven de estéril ilustración a la misma y no al revés, como suele suceder en estos casos.

Si asumimos que las musas existen —“haberlas, haylas”, dicen las meigas—, una de ellas, descarriada la pobre, erró el tiro y con ello ha empujado (en mala hora) al que esto escribe para que, desoyendo a la necesaria prudencia, se haya lanzado a la ruina del silencio al que le debiera impeler la natural cordura de los años. Pero ya se sabe: nadie aprende en chichonera ajena.

Bien, aceptado esto, ahora paso a cuestionarme el subtítulo que como pórtico abre el presente exabrupto. Y es que este que padecemos ya no es el prometido siglo de las siglas. No, hijo, no. Que va, ni mucho menos. Hemos dado un paso más y a estas alturas de la película añadimos a este pandemónium —delirante caos etimológico— de abreviaturas, sigloides y acrónimos, lo que aún es peor (al hilo de lo digital). Me refiero naturalmente a los hashtags, los memes y los endiablados “micromemos”. En fin, la carnavalada grotesca que hace caricatura del aforismo milenario, pero sin su enjundia patriarcal.

La torre de Babel, con su confusión de lenguas, nos debía de haber alertado —cual proverbial escarmiento— ante tamaño dislate. Pero si en aquel tiempo fue el dios bíblico el responsable, en aras de dar un ejemplar correctivo a los soberbios, ahora son estos los que nos aleccionan desde sus arrogantes púlpitos de quincalla y estulticia. La corrección y la corrupción van de la mano, queridos.

Nos han contado que en principio fue el logos. Pero uno en su insensata candidez advierte que, unos pocos nanosegundos antes, debió estar sobre la mesa un bol humeante de sopa de letras, donde estas, como suculentos tropezones, camparan a sus anchas sobrenadando y copulando en el caldo cósmico que la ratonera big band celestial hacía salir de las tripas de sus discordantes instrumentos de metal. Vamos, un incandescente galimatías de proporciones ciclópeas sin orden ni concierto. Basta recordar, para hacerse una idea (pero en miniatura de juguete), las charangas y las chirigotas de angelotes ebrios que pintaba en su genial enajenación el Greco a fin de coronar sus místicos Cristos de anorexia flamígera.

Pues bien, si la historia de la infamia nos viene a demostrar que la involución —pobre Darwin—ha hecho regresar al homo sapiens a su triste condición ancestral de paramecio, no es extraño que la sofisticada logorrea de los millenials pijoprogres nos retrotraiga al periclitado idioma precavernícola de la primigenia poción entrópica, que amenaza con desnortarnos. A riesgo de convertir los límites precisos de la misma ontología en una delicuescente antología del despropósito.

Así que, a partir de este momento, como aviso a navegantes del puchero antediluviano, ya no hay posible réplica: el autor de la admirable viñeta que nos ocupa pasará a llamarse en lo sucesivo y por decreto —mal que nos pese— no con el seudónimo de “gato”, con el que le gusta disfrazarse a don Enrique, sino con el más expeditivo e inane de E.G.T. O, mejor, E.G.T.P+. En fin…

Por Manitú, las palabras de la tribu son irrefutables. No quieres caldo, pues toma tres tazas. C’est la vie!

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