octubre de 2024 - VIII Año

La décima musa

‘Sor Juana Inés de la Cruz’ (1732). Óleo de Fray Miguel de Herrera

El desarrollo de la mujer como ser humano, en nuestra cultura, ha sido una labor titánica, que mientras alentaba ansias de justicia, sueños y quimeras, al mismo tiempo exigía sacrificios inconmensurables e imponía desengaños desconcertantes y frustraciones tan agotadoras que, por momentos, han conducido al desaliento y la desesperanza.

Esa podría ser la síntesis biográfica de Juana Inés de  la Cruz, monja jerónima por conveniencia y no por vocación, que fue la mejor poetisa en lengua castellana de todo el siglo XVII, sin ninguna duda. De ahí, que esté considerada como la Décima musa.

Juana Inés nació, criolla y bastarda, en una hacienda de los dominicos, denominada La Celda —toda una premonición— situada en las faldas del volcán Popocatepetl, a unos 70 kilómetros de Ciudad de México, donde vivió y desarrolló su drama personal.

Era la segunda hija bastarda de su madre, que tuvo hasta cinco hijos, todos ellos naturales. El padre era un militar español, que estaba haciendo las Américas… Nació para ser rebelde. Los niños sumisos no cambian el mundo; lo devuelven, sin romperlo, ni mancharlo, tal como lo recibieron. En cambio, el rebelde no se conforma con las tradiciones, prejuicios, costumbres inveteradas y tópicos rancios; por eso, cuestiona los supuestos inamovibles, rompe límites y explora, siempre plus ultra, a ver qué hay de nuevo, qué sale a sorprendernos, o cómo nos sorprendemos con cuanto descubramos. Es el inconformismo sagrado.

Efectivamente, Juana Inés fue perseguida más por mujer con hambre de desarrollo que por hija natural, menos por monja que por atender y cultivar su vocación intelectual, su llamada verdadera. Una amante del saber, en aquellos pagos y tiempos, en los que la cultura, la teología y el conocimiento eran cosas de hombres, no podía ser consentida; pisaba jardines prohibidos a la mujer, cuya misión era la reproducción y el servicio, que prescribe el conquense fray Luis de León en su Perfecta casada. Fuera de ese canon, la mujer carecía de cometido, no podía tener aspiraciones alternativas, ni alma con sensibilidad, ni belleza en su entendimiento.

Por eso, desconcertada, exclama la autora:

“En perseguirme, Mundo, ¿qué interesas?
¿En qué te ofendo, cuando sólo intento
Poner belleza en mi entendimiento
Y no mi entendimiento en las bellezas?

¡Qué propuesta más inmensa, poner belleza en el entendimiento! Si este anhelo fuera general, el carpintero, el político, el médico, el agricultor y el escribidor, todos dejaríamos de ser  zafios, tendríamos sensibilidad en nuestro trabajo, pondríamos esmero en nuestras vidas y llenaríamos de compasión y solidaridad nuestra convivencia. Un entendimiento pletórico de belleza es un afán inconmensurable que, hoy, sigue estando por conquistar. La propuesta es original  de la cultura criolla hispana, desde el siglo XVII.

El abuelo materno de Juana Inés, oriundo de Sanlúcar de Barrameda, también inquieto y un luchador en aras de progresar, hizo de padre, mentor y modelo para su nieta hasta su muerte, que sobrevino cuando la niña tenía nueve años. A él le complacía la desenvoltura de su nieta que logró aprender a leer y escribir, con tres años y contra la voluntad de su madre, analfabeta y siempre sujeta a su destino de mujer burlada, cargada con cinco hijos de dos padres deferentes que la abandonaron, como era práctica habitual, aunque irresponsable.

Posiblemente, mediante un proceso de admiración y seducción mutua, el abuelo (tal vez ex seminarista) acompañó a su nieta como un baquiano que la trae y la lleva de Virgilio a Horacio, de Lucano a Séneca y Boecio, de Ovidio a Marcial. El abuelo traducía y la nieta se sumergía en un mundo fabuloso que le daba acogida. La niña no entendía en español a Góngora, Quevedo, Cervantes y Calderón, libros que también estaban en los estantes de la librería del abuelo y que ella devoró; pero, quería aprender latín para desmenuzar los otros textos. Así fue construyendo, con la insatisfacción y su amor al saber, un campo de aspiraciones que la sublimaban, convirtiéndola en una inadaptada a la alquería.

La madre, quizá  por quitar de en medio un incordio, ya que ella hubo de hacerse cargo de la administración de la hacienda, la llevó a Ciudad de México a casa de su hermana, para que la tía educara a la sobrina para casadera…No era ese el proyecto de Juan Inés que se echó de padrinos a sus dos primos. Uno estudiaba en la universidad y se encargó de sacar libros de la biblioteca para saciar la necesidad de su prima y hasta le buscó un profesor de latín, a quien le bastaron 20 lecciones para que la niña se defendiera leyendo y entendiendo el latín. El otro primo se encargó de llevar a su prima, a escondidas, a los corrales de comedias, donde la niña aprendió cómo se administraban los productos del oficio de escritor que tiene belleza en su entendimiento.

El aprovechamiento fue óptimo y la adolescente fue ganando su fama, su buena fama de mujer culta y sabia, hasta tal punto que los eclesiásticos, en vez de apearse de sus mitos, el de la costilla de Adán y otros, determinaron que la muchacha tenía poderes demoníacos… ¡Qué menos! Esto hubiera ocurrido igual en Sevilla, o en Toledo.

Tal vez para curarse en salud de tal anatema, y sobre todo, para no casarse, Juana Inés se metió monja, primero carmelita, donde no podía estudiar, y después jerónima, donde su “celda” era de dos pisos y admitía una esclava y otra criada, a su servicio.

(…) Que yo me iré de aquí
A buscar en una celda
Un rincón que me sepulte,
Donde llorar mis  tragedias”

El convento es un refugio, desde luego; pero, allí podía tener biblioteca, instrumentos musicales y artificios para la investigación científica. Semejante escenario le permitía estudiar, escribir versos, hacer teorías, incluso teológicas, para replicar a predicadores, escribir comedias y autos sacramentales. ¡Jerónimas tenían que ser!

En ese panorama idílico, se proponía ser feliz. No calibró ella que, en los conventos, había confesor, como el soberbio y vanidoso jesuita, Núñez Miranda que habría de ser celoso del saber y los éxitos de su penitente. Por encima de ella, quedaba la autoridad de la priora (le tocó una que creía que estudiar y saber eran cosas de herejes…). Más arriba estaba la del obispo y, aun más arriba, el arzobispo y, entrometida por todas partes, la Santa Inquisición. Una inmensa pléyade de censores superpuestos, como si se tratase de un juego de muñecas de anidación, matrioshkas rusas, de la censura.

En ese teatro, ser una persona autónoma, libre, que sabe lo que dice y piensa y habla para hacer saber con autoridad sólida e independiente, resulta un despropósito, una pretensión de alto riesgo, incluso para la vida propia.

De la Inquisición supo defenderse a priori, evitando provocarla y extremando la cautela con los distingos escolásticos teológicos. Pero, la soberbia de su confesor y la intolerancia episcopal hicieron mella en su quehacer, obligándola, a veces, a abandonarlo, como penitencia por sus pecados…Es cuando la Décima Musa se queja:

“¿En qué se funda, pues, ese enojo, en qué este desacreditarme, en qué ponerme en concepto de escandalosa con todos?”

Dentro de las iglesias, como paraliturgia catequética, se cantaban villancicos y se hacían autos, barrocos y moralizantes, de corte calderoniano. Paradójicamente, los mismos eclesiásticos que le temían y la perseguían, le encargaban textos y libretos para sus celebraciones solemnes. Peticiones a las que ella obedecía con humildad sacrificada. Obedecer nunca es fácil; pero obedecer a quién nos está castrando resulta heroico y, en este caso, un prodigio de inteligencia, cuando la persona es una rebelde impenitente.

Por otra parte, la monja era feminista avant la lettre, se preocupaba por la igualdad que debería existir entre mujeres y hombres y la justicia que debiera hacerse a la mujer, procurando su educación. Denuncia que los hombres se consideran superiores, porque hacen la Ley. Por eso, canta:

“Hombres necios que acusáis
A la mujer sin razón,
Sin ver que sois la ocasión
De lo mismo que culpáis”

Hay un cierto tufo andrógino, comprensible por demás, ya que se movía entre hombres unos hipócritas, otros irresponsables como su padre biológico, otros intolerantes como su confesor y otros soberbios como el arzobispo. Y más adelante se pregunta:

¿O cuál es más de culpar,
Aunque cualquiera mal haga:
La que peca por la paga,
O el que paga por pecar?”

No excusa a nadie, y pone en su sitio a todo el mundo, hombres y mujeres, y que cada santo aguante su vela.

No sólo la igualdad entre hombre y mujer, también se preocupa por la fragilidad humana ante la vanidad, la coherencia necesaria y el deber de amar el saber. Lo dejó escrito en tres autos sacramentales, de estilo calderoniano; su Carta atenagórica escrita para desmontar un sermón y la réplica con que contesta a la defensa que hacía el obispo de Puebla en pro del sermón. No se arredraba ante la autoridad. Sus comedias, generalmente de enredo, tienen trasfondo de ideas de Plotino y Nicolás de Cusa, como en Amor es más laberinto. Escribió 17 poemas religiosos y otros muchos líricos, jocosos y satíricos. Curiosamente, escribe tocotín, esto es cantos para la danza en los  que intercala pasajes en náhuatl, la lengua de los aztecas, que ella dominaba perfectamente y que se había conservado gracias al trabajo de los misioneros, que hicieron una gramática náhuatl, antes que el francés y el inglés tuvieran las suyas. El castellano tiene gramática desde 1492, por merced de Antonio Nebrija e Isabel I, que la financió.

Tal epifenómeno de la cultura hispana brilla entre 1649 y 1695, fecha en la que el tifus se la llevó. Son sólo 46 años de modelo de excelencia generado en un ambiente más que hostil, perverso.

Sin embargo, todo en la monja refleja hispanidad: cultura hispana de origen clásico, barroquismo culterano e inquietudes renacentistas. Es una española de espíritu teresiano, que nunca pisó tierra peninsular, pero tiene sangre, alma y hechuras españolas. Nada por lo que pedir perdón.

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