En 1503, el 29 de octubre, en La Española, se abre el primer hospital, siguiendo las instrucciones de los reyes Isabel y Fernando, emitidas en marzo de ese mismo año. Es comprensible que, al comienzo, las construcciones fueran muy elementales, a base de madera, bejucos, paja y adobe. Posteriormente, esos materiales se fueron sustituyendo por piedra y ladrillos para soportar los terremotos e inclemencias del tiempo, con mayor eficacia.
En ese momento, junto al sanitario, el concepto de hospital abarcaba también el de hospedería, según la tradición medieval del Camino de Santiago: sanidad y albergue iban a la par, como correspondía a una institución caritativa, muestra de solidaridad cristiana, que daba cobijo al desvalido, comida al pobre, cuidados al enfermo y protección a cualquier persona desamparada. Efectivamente, era una obra de misericordia, con toda la carga religiosa que queramos comprender. En Hispanoamérica, era momento para implantar nuevos valores morales que, allí y entonces, resultaban muy renovadores, incluso revolucionarios desde el punto de vista humano, aunque hoy se nos antojen naif y, desde luego, trasnochados, al ser sustituidos por derechos.
Desde 1512, las autoridades virreinales se ocuparon de garantizar gratis la salud de la población, fueran indios, mestizos, criollos o españoles, dado que, en esa fecha, comenzaron a florecer hospitales por doquier: 37 en Nueva España, desde 1512 a 1583, y 59 en Nueva Castilla, desde 1533 a 1792. La Corona se implicó, por las leyes de 7 de octubre 1541, reinando Carlos I, y de 13 de julio de 1573, ya con Felipe II, que ordenan el establecimiento de hospitales para pobres, siempre que se fundara una ciudad nueva.
El patronazgo de estas instituciones era real, eclesiástico, o laico. Ejemplo de hospital laico fue el creado por Hernán Cortés, en Ciudad de México, que se sufragaba por las rentas que él legó en su testamento y donaciones particulares. Por su condición “laica”, este hospital logró sortear la demolición decretada por las Leyes de la Reforma contra todas las edificaciones e instituciones eclesiásticas, tras la guerra de los cristeros…, en el primer tercio del siglo XX.
Sobre el nivel de excelencia de este hospital laico, es preciso recordar que, en 1578, nace aquí la Facultad de Medicina de la Real y Pontificia Universidad de México; que en él se hizo la primera disección anatómica didáctica, el 8 de octubre de 1646, a ciento cincuenta y cuatro años del descubrimiento y la primera cirugía, a corazón abierto, usando hipotermia, en 1956. Desde que se extinguieron los herederos de Cortés, en 1932, el hospital se mantiene mediante un patronazgo privado, y sigue sin recibir aportaciones del Estado, demostrando que la Seguridad Social de los funcionarios, tan propensos al absentismo, no es imprescindible, cuando hay voluntad de proteger un bien, como la salud, aunque las circunstancias sean poco propicias.
Hospital Real de Naturales:
A iniciativa de Pedro de Gante, humilde franciscano y tío natural de Carlos I, el príncipe Felipe, a la sazón Regente de Castilla, lo creó el 18 de marzo de 1553, bajo el patrocinio del Rey, o su representante, el Virrey. Su administración era civil y religiosa. Nació con 400 camas, aunque llegó a disponer de 600 y tenía botica, temascal, despensa, ropero, dos salas para mujeres, dos para hombres, otra para enfermos contagiosos, otra más para convalecientes y vivienda para todo el personal sanitario.
Técnicamente, este hospital es ejemplo del mestizaje cultural que se produjo, al combinar la medicina tradicional de origen árabe que transportó Castilla y la medicina herbaria precolombina. El mestizaje no fue sólo étnico. La sinergia de los conocimientos de aquí y de allá enriqueció el acervo del saber. Los bachilleres, licenciados y doctores europeos descubrieron las propiedades medicinales de plantas inexistentes en Europa. Así, se utilizó damiana, o té mexicano, como antidepresivo; barbas de maíz, para remedio urinario y renal; huitlacoche, un hongo del maíz, para acelerar el parto; el ñame silvestre como antiinflamatorio para tratar artritis y reuma; hojas y corteza de aguacate para eliminar lombrices. Para no cansar al lector, baste decir que hay que añadir, sangre de grado, semillas de kasalaka, selaginela y una larga retahíla de principios activos y excipientes que enriquecieron la farmacopea europea del siglo XVI.
El sincretismo cultural es patente en el uso del temascal, una especie de iglú, cubierto de pieles de animales, en cuyo interior se ponían piedras volcánicas incandescentes, sobre las que se situaban cuencos de agua, con hierbas salutíferas como sincuya, la flor del copal, la del manzanillo de la sabana, etc.. De esta forma, se conseguía la sudoración para eliminar toxinas y la inhalación de vahos para aliviar males de las vías respiratorias; la penumbra y el silencio permitían la meditación trascendental. Era pues, un ingenio holístico, de tratamiento integral psico-físico. El enfermo, mientras limpiaba su cuerpo, podía también desbrozar su mente.
Por su parte, los universitarios europeos realizaban de forma sistemática autopsias para conocer las consecuencias de cada enfermedad; realizaban registros estadísticos, bien precisos y detallados de cada proceso clínico, el tratamiento administrado y sus resultados.
Todas las prestaciones, incluida la hospedería, eran gratuitas y la atención trilingüe: náhualt, hñahñu y castellano.
El éxito del hospital llegó a conocimiento de Carlos I, que envió a su médico personal, el Dr. Francisco Hernández, a estudiar los tratamientos terapéuticos que se practicaban allí. Este viaje es un hito en la historia del descubrimiento, ya que significa que el Nuevo Mundo se convierte en fuente de saber para la vieja Europa. El sincretismo mestizo demostraba que la integración de saberes, la tolerancia para experimentar con lo desconocido y la confianza en la experiencia, el saber empírico, de los nativos resultaban aliados muy fecundos, en pos de la eficacia.
El 21 de febrero de 1822, un decreto del hispanófobo Agustín de Iturbide clausuró este hospital, sin dar más opción alternativa a los nativos mexicanos, que morir en la calle y desatendidos. Destruir la herencia hispana era preferible a la salud de sus compatriotas.
En el virreinato de Nueva Castilla, el hospital de Santa Ana era parecido, también dedicado a los indios nativos, con 188 camas para hombres y 88 para mujeres.
Es digno de mención el pequeño Hospital de la Caridad de Guayaquil, fundado en 1542, que contaba con sólo seis camas, porque estaba sufragado por la Hermandad de Pilotos y Maestres Navegantes del Mar del Sur. Las cuotas, necesariamente modestas, daban salud y vida, y son un ejemplo de solidaridad, en todo tiempo, porque el pasado es sustancia del presente.
Hubo hospitales especializados, como el del Amor de Dios, creado en 1539, por fray Juan de Zumárraga, obispo de México, con la anuencia de Carlos I, que estaba dedicado exclusivamente a sifilíticos. Se sostenía con la novena parte del diezmo de la Iglesia y, por disposición real, con las rentas del pueblo de Ocuituco. Tenía 150 camas y estuvo abierto hasta julio de 1788.
El primer manicomio de América data de 1567, a 75 años del descubrimiento.
Las incursiones de Sir Francis Drake y su compatriota y también corsario Bartolome Sharp no supieron respetar estas instituciones filantrópicas, y más de una hubo de ser reconstruida tras la derrota y fuga de los piratas ingleses. La inquina inglesa contra España y su obra ha sido crónica, constante y deshumanizada.
Sobre la inmensa obra hispana en pro de la salud pública, brilla refulgente el esplendor de la heroica expedición de la viruela, que dio la vuelta al mundo en el transcurso de dos años, bajo la dirección del Dr. Balmis, vacunando gratuitamente (Inglaterra cobraba, aunque ponía dosis caducadas…) a quienes se dejaban. En estas mismas páginas (20/5/2024), ya publiqué una columna monográfica, bajo el título “La investigación en Hispanoamérica”, desglosando las peripecias de aquella epopeya gigantesca. Por tanto, no me voy a repetir, porque el lector puede encontrar el texto con facilidad. Entonces, hubo una voluntad, la del pobre Carlos IV, necesitado de redimir su imagen; un agente azaroso, la variola mortífera, que diezmaba a la población; y una tradición, una cultura de promoción de la salud, que venía acompañando la acción política española, desde Isabel y Fernando.
Es decir, que aquella obra cumbre proviene de estos antecedentes que recordamos hoy, que son los ríos afluentes, como el Paraná y el Uruguay del Mar del Plata, en la obra de excelencia de la sanidad en Hispanoamérica que presenta España, con la máxima humildad —la humildad es la verdad—, dejó dicho Santa Teresa, y sin necesidad de orgullo. Primero Castilla y luego España, cumplieron con su deber de protección y dejaron un modelo de ejercicio del poder directo, el que hace obra, y del oblicuo, el que se superpone a las ideologías y a las leyendas, las precede y subsiste en el tiempo futuro.