Para Maurizio Ferraris, con la publicación de El Nacimiento de la Tragedia (1872), de Nietzsche, se inició una línea de pensamiento que, cien años después, conduciría a formular las tesis postmodernas sobre la decadencia de los “grandes relatos” del Iluminismo, del Idealismo y del Marxismo. Se trataba con ello de establecer la crítica más radical de la modernidad ilustrada, de sus bases y fundamentos y de toda su teorización, pero ni fueron novedosos ni conformaron alternativa alguna.
Ese texto de Nietzsche se publicó poco más de cien años antes que La condición postmoderna (1979) de Lyotard (1924-1998), quien con su equiparación de “saber” y “poder”, recogió lo fundamental de la crítica nietzscheana sobre el “saber”, tal y como lo definió la Ilustración. La equiparación “saber=poder” se contrapuso al hecho de que tanto para los ilustrados, como para los idealistas alemanes y para el socialismo, el saber constituía un factor esencial para la emancipación y la transformación política y social. Nietzsche, y los posmodernos tras él, rechazaron que el saber pudiera ser un medio para la emancipación, al concluir que el “saber” es otro mecanismo más del “poder”.
Las tesis atribuidas a la modernidad por Nietzsche proceden del idealismo Ilustrado, lo que llevó a su impugnación por la crítica nietzscheana y postmoderna, aunque Nietzsche y los posmodernos se inspiraron mucho en eso mismo que criticaban. Frente al ideal del sabio ilustrado (sapere aude, atrévete a saber, de Kant), Nietzsche contrapuso el ideal del filósofo trágico, para romper toda posible relación entre saber y liberación y progreso. Y al idealismo lo deslegitimó en su Genealogía de la moral, al denunciar que el saber es el interés y rivalidad entre los sabios. En Nietzsche, la crítica al socialismo es secundaria, pero los posmodernos sí fueron muy sensibles a la crisis del marxismo, patente ya en 1970.
Respecto a esos “grandes relatos”, Nietzsche retomó la pregunta de los románticos de inicios del siglo XIX: ¿cómo es que han pasado dos mil años, y nadie ha sido capaz de inventar siquiera un nuevo Dios? El mundo coloreado, ruidoso y sobre todo engañoso que rodea al hombre actual, es heredero del sueño romántico del renacer de los mitos, de la propuesta de que la razón debe ser reemplazada por el ensueño. Propuesta, frente a las revoluciones políticas y sociales, de cambiarlo todo y de dar vida a una “revolución del corazón y del espíritu”, cuyo resultado fue el surgimiento de “mitologías” que han pesado en el pensamiento de los últimos dos siglos.
Más que racionalista, como a menudo se la considera, la Ilustración fue, desde finales del siglo XVIII (pre-romanticismo) más bien mitológica y anti-iluminista. El éxito del postmodernismo se basó en el desarrollo de mitos y, sobre todo, de anti-mitos. Es el hombre teórico que busca la verdad quien ha de ser aniquilado, pero, conforme la dialéctica de lo postmoderno, será aniquilado en nombre de la verdad: por amor a la verdad, se la niega para reivindicar el mito. Es el origen de la falacia del “saber=poder”. Si se mira el núcleo filosófico de los postmodernos, se encuentra una paradoja básica: la demanda de emancipación, apoyada en las fuerzas de la razón, del saber y de la verdad, opuestas al mito, al milagro y a la tradición, llegó con los posmodernos a un punto de radicalización extrema y se volvió contra sí misma.
Se critica la verdad, pero no por un deseo de mistificación, sino por el motivo contrario: por amor a una verdad que quiere desenmascararlo todo, incluida la misma verdad, restableciendo mitos. Tras haber empleado el logos para criticar los mitos, y haber utilizado el saber para “desenmascarar” la fe religiosa, las fuerzas deconstructivas de la razón se terminaron volviendo también contra el logos y contra el saber, y hasta contra la misma razón, iniciando el pesado y largo trabajo de establecer que el saber no es otra cosa que la acción de voluntades de poder dispuestas a imponerse unas a otras.
La tesis de Nietzsche y de los posmodernos de que “no hay hechos, sólo interpretaciones”, se basó en la descalificación de los fundamentos teóricos ilustrados. Pero, para descalificarlos, era necesario negar el saber. Así, el conocimiento de la realidad fue transformado en una sucesión de interpretaciones, que no precisan corresponder a hechos reales. Por eso el modelo nietzscheano y posmoderno será el del “pensador artista” que, detrás de la máscara, busca otras máscaras, y no el del “sabio-docto” que, detrás del velo, busca la verdad. De otra parte, si todo son interpretaciones, lo fundamental ya no es la realidad, sino el intérprete. Nietzscheanos y posmodernos se sitúan así, de lleno, en el mismo plano subjetivista del racionalismo idealista, iniciado por Descartes y desarrollado por Kant.
Resultado de todo ello fue la falacia posmoderna del “saber=poder”: toda forma de saber debe ser mirada con sospecha, pues es expresión de una forma de poder. De ahí, la contradicción posmoderna: si saber es poder, la instancia que debe producir liberación, esto es el saber, es al mismo tiempo la instancia que produce subordinación y dominio. Y así, en un enésimo salto mortal teórico, la emancipación radical nietzscheana y posmoderna sólo puede lograrse con el retorno a mitos y fábulas, es decir, el retorno al “no-saber”. La emancipación queda dando vueltas en el vacío. Por presunto apego a la verdad y a la realidad, se ha terminado por renunciar a ambas. He ahí el sentido real de la “crisis de los grandes relatos” y de la deslegitimación del saber de los posmodernos.
La teorización posmoderna ha tenido consecuencias prácticas. Iniciada con afirmaciones deconstructivas que ponían en duda la posibilidad de acceder a lo real sin mediaciones culturales, se relativizó el valor de todo saber, incluso el científico, siguiendo un hilo conductor que desde Nietzsche y Heidegger conduce a Feyerabend y a Foucault. Dejando aparte el caso de Heidegger, en quien el elemento conservador y tradicionalista es prevalente, la deconstrucción de las ciencias y la afirmación del relativismo de todo esquema conceptual formarían parte de un propósito pretendidamente liberador, que quizá estuvo en la base del postmodernismo, aunque sus resultados hayan sido diametralmente a esos objetivos emancipadores.
La crítica posmoderna a las ciencias condujo a posiciones conservadoras, incluso reaccionarias. Se aplicaba una dialéctica para la lucha de la verdad contra sí misma. Posición insostenible teóricamente y que dice pretender la defensa de la verdad, pero sólo consigue una miserable “posverdad” opinable. Regresión inevitable de la dialéctica postmoderna: el nihilismo y la deconstrucción desmantelan toda certeza. Primero, la certeza religiosa, luego la filosófica y, finalmente también la científica. No fue una verdadera crítica a la modernidad, pues la posmodernidad sólo prosiguió, exasperándola, la senda desviada y finalmente perdida del idealismo racionalista y subjetivista, creado por Descartes y fundamentado por Kant.
¿Nietzsche y los posmodernos dentro del ámbito del idealismo de Descartes y Kant?
Para Ferraris, la explicación de ese aparente sinsentido se encuentra en el viraje dado por la filosofía moderna, entre Descartes y Kant, en lo que el italiano denomina la Falacia Trascendental, consistente en la confusión entre “ser” y “saber”. Descartes sentenció que, dado que los sentidos a veces engañan, la prudencia exige sospechar y desconfiar sistemáticamente de ellos. Descartes sostuvo que la certeza no ha de buscarse fuera, en un mundo de engaños sensibles, sino dentro, en el espíritu, sede de las ideas claras y distintas, con certeza absoluta. Cogito ergo sum (pensar es ser), es decir, saber es ser y ser es saber.
En esa elección cartesiana sorprende el abandono de la actitud natural. Normalmente los sentidos son fiables y si se duda de ellos es en circunstancias especiales, por ejemplo, cuando se exige una certeza del 100%, es decir, cuando se somete la naturaleza a un experimento crucial, para que responda sí o no de modo inequívoco. Solicitud de certeza extrema que, transferida a la experiencia, se resuelve en el disparate: se pierde la certeza natural y no se logra reemplazarla con certezas científicas confiables, pues las ciencias, por su naturaleza, son progresivas y nunca definitivas. La certeza cartesiana solo puede existir si se posee un conocimiento previo, cierto e indudable de los objetos conocidos pues, en otro caso, no es posible estar totalmente seguro de nada.
En ese punto apareció lo que Ferraris denomina el “momento kantiano”: si el conocimiento se inicia con la experiencia, pero esta última es incierta, es preciso fundar la experiencia en certezas absolutas, más sólidas que el endeble cogito ergo sum cartesiano. Kant propuso las estructuras a priori que estabilizarían la aleatoriedad de la experiencia. Son las formas a priori de la sensibilidad externa (espacio y tiempo) y las del entendimiento (las categorías kantianas). Es decir, que los objetos son construcciones mentales creadas por el sujeto y no realidades externas.
Los objetos no son pues, para Kant, partes de la realidad objetiva, exterior al sujeto, sino interpretaciones del espíritu humano para conocer y dominar la realidad que le rodea: la voluntad de saber no es sino voluntad de poder, añadirá Nietzsche. La realidad externa, para Descartes y Kant, era al menos un motivo de inquietud, que Nietzsche y los posmodernos despejaron con la negación de cualquier posible realidad objetiva externa: no hay “realidad”, todo son interpretaciones expresivas de la voluntad de poder de los “intérpretes”.
El dilatado recorrido seguido por Nietzsche y los posmodernos para separase de la modernidad, a la que tanto criticaron y que querían deconstruir, no sirvió para formular una propuesta de renovación y sustitución de la filosofía, cuestionada como saber desde Descartes.
La trayectoria de la filosofía posmoderna no constituyó la crítica definitiva de la modernidad y, menos aún, la apertura de una nueva época filosófica. Fue solo un largo rodeo para volver al mismo punto en que Descartes y Kant fundamentaron un subjetivismo que, en los tiempos más recientes, los posmodernos radicalizaron hasta su extremo.
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