A. J. A. (Alphonse James Albert) Symons, caballero aficionado a los placeres de la mesa, editor exquisito y bibliófilo impenitente, cuenta, en su obra En busca del Barón Corvo, lo que le ocurrió tras leer un libro que le había prestado un amigo: «Sentí esa agitación interior que a todos nos permite reconocer una experiencia nueva que nos transforma. Tan pronto acabé la historia, volví a leerla de cabo a rabo y vi que mi primera impresión salió mejorada». Todo el que ama la literatura ha sentido alguna vez ese estremecimiento; muchas, si ha tenido suerte.
El libro que Symons recibió en préstamo y que tan honda impresión le causó era una novela titulada Adriano VII. Relata la historia de un inglés convertido al catolicismo, George Arthur Rose, quien, tras un primer intento fracasado de convertirse en sacerdote, inicia una meteórica carrera eclesiástica que lo lleva a convertirse en el nuevo papa, con el nombre de Adriano VII. La novela seduce a Symons no solo por su argumento sorprendente, sino por su estilo, igualmente inusual: cultismos y frases en latín mezclados con los giros más vulgares, una sintaxis alambicada, y hasta la invención de neologismos propios, inspirados en palabras griegas o latinas. Siente que ha leído la novela de un autor de verdadero talento y necesita —nos pasa a todos cuando hacemos un descubrimiento de este tipo— saber más acerca de su autor.
Corría el año 1925 cuando Symons quedó fascinado con esta novela. Adriano VII se había publicado dos décadas antes, en 1904. Su autor era un tal Frederick Rolfe: Symons pudo descubrir que había fallecido en Venecia, en 1913, en la más absoluta de las miserias.
El hambre del lector se junta con la ambición insaciable del bibliófilo: Symons quiere localizar y leer todo lo que ese autor que tanto admira haya escrito. El amigo que le prestó el libro le proporciona unas cartas escritas por Rolfe desde Venecia, donde vivió sus últimos años. Symons experimenta una nueva sacudida: en las cartas, el autor de Adriano VII se muestra como un cínico y un depravado. A Symons le parece increíble que la novela y las cartas sean obra de una misma persona. Pero el estilo es idéntico: inconfundible, inimitable. Symons se siente cada vez más intrigado. ¿Quién era este misterioso Frederick Rolfe, este enigmático escritor que se hacía llamar «Barón Corvo»?
La palabra inglesa quest no tiene un equivalente exacto en español. Es una búsqueda, desde luego, pero no cualquier tipo de búsqueda. Es el viaje iniciático que se emprende para hallar un objeto extraordinario, como el Vellocino de Oro o el Santo Grial. Es el viaje del héroe del que nos habla Joseph Campbell, una aventura como la que emprendieron Jasón o Perceval. En la literatura contemporánea, además, tenemos otros tipos de quest: aquellos en que lo que se persigue son las huellas de un escritor. La crítica ha dado en llamarlo «metaficción biográfica». Novelas que se han construido sobre esta premisa hay unas cuantas, como, por ejemplo, Soldados de Salamina, de Javier Cercas, o Los detectives salvajes, de Roberto Bolaño. La fórmula puede dar mejor o peor resultado, pero desde luego propicia un interesante juego de espejos entre perseguidor y perseguido. Una novela que me parece espléndida en esta línea es Posesión, de A. S. Byatt.
Toda lectura, a fin de cuentas, tiene también algo de viaje iniciático: salimos en busca de algo, aunque no sepamos muy bien de qué. Acaso por eso me gusta tanto este tipo de ficciones.
Perdón por el excurso. Volvemos a Symons y al elusivo Barón Corvo. Para emprender su búsqueda del Barón Corvo, Symons no tiene necesidad de desplazarse físicamente: él viaja a través de una profusión de cartas, recortes de periódicos, manuscritos inéditos, y se entrevista, en persona o por correspondencia, con todos aquellos que puedan aportarle alguna luz sobre la misteriosa vida del autor con quien está obsesionado.
Lo que va descubriendo le permite siluetear poco a poco los contornos de esa sombra. Confirma lo que pensaba acerca del raro talento de Rolfe, pero a la vez este se le muestra como un individuo mezquino, aquejado de manía persecutoria, un pedigüeño insaciable e ingrato. Symons critica, con mucha dureza en ocasiones, la conducta de su ídolo; y, al mismo tiempo, no puede sustraerse a su embrujo. No puede evitar reconocerse en la pasión desmedida y autodestructiva de Rolfe por la belleza y en la hiperbólica (y envidiable) fe en sí mismo de que hace gala aun en las peores circunstancias.
La vida de Rolfe es la historia de una frustración. Fue seminarista en Roma, pero, por circunstancias que quedan poco claras, se le negó el acceso al sacerdocio (compensa en la ficción este fracaso escribiendo Adriano VII, donde su alter ego George Arthur Rose no solo consigue ser sacerdote, sino que llega a papa). Por haber visto malograda su vocación, Rolfe alberga un odio visceral contra todos los católicos, a pesar de serlo él mismo: «Soy un católico que ni siquiera se habla con los demás católicos, pues la fe es para mí un consuelo, pero los fieles me resultan intolerables». Por supuesto que esa sola herida no explica la complejidad del personaje. El interés de este libro singular que es En busca del Barón Corvo radica en cómo Symons nos va paulatinamente desvelando a este personaje contradictorio, miserable y genial a partes iguales. Su interés no se sacia al conocer las muchas miserias de su biografiado; más bien se acrecienta. El amor —porque de amor estamos hablando, a fin de cuentas— no disminuye por el hecho de saber que nuestro amado tiene defectos, igual que nosotros.
Durante mucho tiempo, Symons se entrega por completo al barón Corvo. Únicamente da su empresa por terminada cuando ha logrado que se publique toda la obra de su autor, nueve años después de la conmoción que sintió leyendo Adriano VII. Se despide del personaje que lo ha obsesionado durante tanto tiempo con estas palabras: «Nada quedaba por descubrir; la búsqueda había terminado. ¡Salve, espíritu extraño y atormentado; cualquiera que sea el infierno o el cielo que haya sido designado para tu eterno descanso!». La satisfacción del (autoimpuesto) deber cumplido, por supuesto, pero también el alivio por haber concluido el exorcismo. O tal vez solo la esperanza de que el espíritu del desdichado barón Corvo se aleje por fin de su vida.
Lo más curioso de esta historia es que En busca del barón Corvo es un libro mucho más interesante que la —en mi opinión— bastante aburrida novela de Rolfe.
Pero no importa. Qué otra cosa hacemos, al leer o al escribir, sino perseguir escurridizas sombras. Qué otra cosa es la literatura sino la necesidad de buscarse y reconocerse en el otro, la posibilidad, maravillosa, de escuchar con los ojos a los muertos, como decía Quevedo, otra sombra. Lo que importa es el azar misterioso del encuentro. Lo escribió Bruno Schulz, en uno de sus espléndidos y desconcertantes relatos de El sanatorio de la clepsidra: «¿Acaso, bajo la mesa que nos separa, no permanecemos todos secretamente cogidos de la mano?».
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Las citas de A. J. A. Symons proceden de En busca del Barón Corvo. Un experimento biográfico (Libros del Asteroide, 2005; prólogo de Juan Manuel Bonet; traducción de Jordi Beltrán Ferrer).
La cita de Bruno Schulz procede de Opera omnia. Relatos (Maldoror, 2014; traducción de Jorge Segovia y Violeta Beck).