Las cartillas agrarias fueron concebidas en los momentos finales de la Ilustración española como verdaderos libros de texto para la difusión de la moderna ciencia agronómica entre los labradores. Su gran inspirador fue Jovellanos.
Entre los medios para superar los estorbos que impedían el desarrollo de la agricultura en España, recogidos en su famoso Informe sobre la Ley Agraria, y que dependían de los agentes que se dedicaba a esta actividad económica, Gaspar Melchor de Jovellanos presentaba, en primer lugar, la necesidad de instruir a los propietarios y los labradores. La enseñanza de los propietarios se impartiría en institutos diseminados por ciudades y villas. En estos centros se enseñarían matemáticas y, sobre todo, ciencias físicas por su aplicación práctica. Para los labradores tampoco debían establecerse escuelas o cátedras específicas de agricultura. El autor creía que era ridícula la idea de que a los campesinos se les pudiese sujetar a la disciplina de cualquier estudio. En este sentido, parecía coincidir con las conservadoras opiniones del botánico más importante del momento, Casimiro Gómez de Ortega, que creía que era inútil instruir a los labradores, pero, a diferencia de éste, la necesidad de actuar y el ánimo más progresivo del asturiano le impidieron ser tan pesimista, por lo que pensó que algo se podría hacer y, de esa manera apareció la idea de las cartillas agrarias.
Jovellanos defendía la necesidad de dar a conocer a los campesinos los resultados prácticos de la ciencia agronómica, y de ese modo, poder desterrar las costumbres perniciosas que la legión de viajeros y estudiosos ilustrados mostraron en sus escritos. En primer lugar, había que comenzar por sentar las bases de la educación básica, desterrando el general analfabetismo y enseñando las reglas básicas del cálculo. Esta idea, en realidad, era muy ambiciosa dados los medios con que se contaba en el Antiguo Régimen, por mucho que, a primera vista nos parezca propia de la ‘tibieza’ ilustrada, ya que este objetivo no se ha cubierto en España hasta fechas relativamente muy recientes. Una vez conseguida la generalización de una enseñanza primaria, los descubrimientos de las ciencias, sin el aparato o jerga científica sofisticada, serían asimilados por los labradores:
‘Bastará que los sabios, abandonando las vanas investigaciones, que sólo pueden producir una sabiduría presuntuosa y estéril, se conviertan del todo a descubrir verdades útiles, y a simplificarlas y acomodarlas a la comprensión de los hombres iletrados, y a desterrar en todas partes aquellas absurdas opiniones que tanto retardan la perfección de las artes necesarias, y señaladamente la del cultivo.’
El medio más sencillo de difusión de los conocimientos se descubre, para nuestro protagonista, en las cartillas técnicas, escritas en lenguaje sencillo para los labradores. En estas cartillas rústicas se explicarían los métodos para preparar la tierra y las semillas, sembrar, coger, escardar, trillar y aventar los granos, así como los propios para conservar los frutos y convertirlos en caldos o harinas. También habría que incluir en las cartillas las descripciones de instrumentos y aperos, así como reglas sobre su empleo. Finalmente, convenía dedicar una parte a aspectos generales sobre recursos, mejoras y adelantamientos en agricultura, y así, de manera muy esquemática, podrían llegar a los campesinos los rudimentos de la moderna revolución agrícola que en Europa Occidental se estaba produciendo.
Las cartillas no se enseñarían en las escuelas de primeras letras. No se podría, tampoco, obligar a la lectura de las cartillas, y que los labradores aplicasen mecánicamente su contenido. La persuasión y el ejemplo serían las guías del método pedagógico propuesto por Jovellanos. Para ello pediría el concurso de los propietarios y de los párrocos, como potenciales fieles instrumentos, de la política de difusión de las luces. No olvidemos las ideas de este autor sobre las tareas que debían tener asignados los estamentos privilegiados si deseaban continuar gozando de privilegios. Jovellanos no contemplaba la herencia como una justificación de la posición privilegiada de la nobleza. Ésta debía formarse para emprender la reforma económica y social de España, especialmente aprendiendo las nuevas ciencias, como la economía política, la gran panacea de la Ilustración. El asturiano pretendía cambios en la organización social, pero tampoco era completamente revolucionario: intuyó la sociedad futura de clases, pero es conocida su ambigüedad en relación con el mayorazgo, el cual, como otras disposiciones que regulaban la estructura de la propiedad en el Antiguo Régimen, era considerado por el autor como una cortapisa en el mercado de la tierra y, por tanto, del desarrollo económico dentro de su defensa de liberalismo económico, para luego, realmente, no pedir más que su limitación, pero no su abolición, ya que lo consideró necesario como medio para poder sustentar a la nobleza.
Las ideas de Jovellanos sobre las características que debía tener una cartilla agraria tuvieron una gran influencia. En este sentido, en un concurso sobre cartillas de la época del Sexenio Absolutista en la Real Sociedad Económica Matritense, Agustín Pascual dictaminó que el mérito de una cartilla no residía en la publicación de novedades agronómicas sino en la exposición de principios con un estilo sencillo, breve y claro.
Dos cartillas importantes del reinado de Fernando VII fueron, en primer lugar, la que José Espinosa de los Monteros editó en 1822 y que, según el propio autor, debía mucho a sus lecturas de la obra clásica de Alonso de Herrera y de los contemporáneos Antonio Sandalio de Arias y Boutelou, y, en segundo lugar, el Catecismo de Agricultura de Esteban Pastor, publicado en Londres en el año 1825. Estos dos textos son importantes porque fueron redactados por autores de una nueva generación liberal que proponían, además de los cambios propios de la revolución agrícola, es decir, los puramente técnicos, también importantes cambios estructurales, propios de la revolución agraria. De todas las maneras, tampoco parecen textos adecuados para instruir a labradores según el canon de cartillas agrarias establecido por Jovellanos porque eran demasiado eruditas.
También se pueden señalar algunas cartillas que tratan de asuntos más específicos y técnicos. El botánico catalán Juan Francisco Bahí escribió un texto para enseñar a combatir el hollín del olivo, la Sociedad Económica de León sacó una breve cartilla sobre el cultivo del lino, Manuel de Roda, con el apoyo editorial de la Sociedad de Murcia, nos ha legado una cartilla sobre el cultivo del nopal y la cría de la cochinilla; y, por fin, podemos citar la cartilla para hacer vino y vinagre de Fermín Salas. Pero todos estos textos no fueron tan relevantes como la Cartilla de Alejandro Oliván que ganó el premio de cartillas agrarias del año 1849, pero este texto y el concurso pertenecen a otra etapa en la historia de la enseñanza agraria, correspondiente al reinado de Isabel II, y el triunfo del Estado liberal.
Mención aparte merecen las Lecciones de Agricultura, explicadas en la cátedra del Real Jardín Botánico de Madrid el año 1815 de Antonio Sandalio de Arias, publicadas en 1816, con edición ampliada e ilustrada de 1818. Al parecer, la bibliografía que empleó incluía obras de Duhamel, Carballo, Filippo Ré y la Cartilla de agricultura que presentó a un concurso de cartillas que había convocado la Real Sociedad Económica Matritense antes de la Guerra de la Independencia y que, aunque no ganó el premio, fue merecedora de un informe favorable.
La obra se publicó en dos tomos. En el primero se insertan dieciocho lecciones sobre fisiología vegetal, enfermedades de las plantas, semillas, reproducción vegetal, especies vegetales y sus divisiones, aperos, rotación de cultivos, meteorología, climatología, estudio de las tierras y su fertilización y labores agrarias. En el segundo tomo se tratan hasta treinta y dos lecciones: siembra de cereales y leguminosas, cultivo, siega, trilla, limpia, cosecha, recolección y conservación de los frutos, prados naturales y artificiales, cultivo de hortalizas y de plantas de adorno así como de flores, arboricultura con dedicación al jardín inglés, cultivo de la vid, vendimia y fabricación del vino, igual tratamiento del olivo y del aceite, así como de plantas industriales como el cáñamo y el lino, así como su preparación para el hilado, cultivo y aprovechamiento de otras plantas útiles, insectos útiles, ganadería y catálogo de pastos, cerramiento de terrenos, medición, nivelación y desagüe de terrenos. En fin, un recorrido ciertamente extenso.
Arias pretendió que su obra fuese adquirida por los Ayuntamientos e hizo una solicitud al Gobierno en este sentido. Las autoridades encargaron un informe a la Real Sociedad Económica Matritense. El autor tendría un alto grado de preparación científica y teórica, pero, además, también contaba con conocimientos prácticos, adquiridos cuando trabajó de jardinero mayor en el Monasterio de la Encarnación y Huerto de la Priora, y porque, al parecer, de pequeño se crio en el campo y en las labores agrícolas, gracias a su padre, militar retirado y dedicado a la labranza. Siguiendo con el informe, cualquier labrador y propietario podría instruirse con las Lecciones. Así pues, para Simón de Rojas Clemente, José Cabeza y Moral y José Mariano Vallejo esta obra, que, en principio era una recopilación de las clases impartidas en el Botánico madrileño, podría ser útil para los agricultores.
Al final, gracias a este informe, y al innegable valor pionero de la obra de Arias, el Gobierno dio una Real Orden publicada en la Gaceta de 24 de diciembre de 1816 para que los Ayuntamientos adquiriesen un ejemplar de la obra, y cualquier vecino pudiese consultar un ejemplar. Por supuesto, no podemos constatar cuántos labradores la consultaron y pudieron aplicar los conocimientos de Arias, porque se trata de una obra muy amplia y, en realidad, rebasa lo que, en principio, Jovellanos había defendido sobre lo que debía ser una cartilla agraria. También se ordenó que, mientras los profesores de agricultura de las Cátedras que, unos años después conseguiría impulsar la propia Sociedad Económica Matritense, no escribiesen un manual de enseñanza, debían emplear las Lecciones en las aulas. La obra influyó en otras, como en las Lecciones de Agricultura para el Seminario de la Vega de Rivadeo, publicadas en 1818 por Ramón Fernández Reguero.
En el terreno de las iniciativas administrativas conviene señalar dos actuaciones, una de signo liberal y otra desde el absolutismo. Las Cortes de Cádiz asignaron en el Decreto de 8 de junio de 1813 a las Sociedades Económicas, entre otras labores, la tarea de redactar cartillas agrarias:
‘…no ejercerán especie alguna de autoridad y se reducirán sus funciones a la formación de cartillas rústicas acomodadas a la inteligencia de los labradores y las circunstancias de los países…’
Por otro lado, contamos con la Real orden de 16 de junio de 1833 por la que, entre otras cuestiones relativas a un programa de enseñanza agraria, establecía la conveniencia de que en las escuelas de primeras letras se estudiase una cartilla rural. Ambas disposiciones quedaron en nada, aunque bien es cierto que algunos particulares, como hemos visto, redactaron cartillas en el reinado de Fernando VII, pero siempre como iniciativas propias.