No sé quién fue Rosa Guardiola, Baronesa de Andilla, ni estoy al tanto de las bondades pictóricas de Federico de Madrazo, pero creo firmemente en el milagro del arte, que hace que alguien se conmueva hasta las trancas ciento sesenta y ocho años después de que la modelo y el pintor se concedieran el tiempo suficiente para que ninguno de los dos fuera engullido por las fauces del olvido. Unas de las virtudes más admirables de la belleza es la elocuencia de su discurso: incurre en atrevimientos, se apresta a soliviantar a quien no pareciera que estuviese dispuesto a dejarse conmover por su influjo. Lo que viene después del asombro es la debilidad: uno se entenebrece, se hace pequeñito, no da con las palabras que vuelquen el desprendimiento de la sensibilidad, su absoluto reino en la tierra. A Rosa le abriría las puertas de casa, la invitaría a que se explayara en qué hizo para que alguien pudiera verla como la vio. Porque la mirada es a veces tornadiza y contradice la voluntad del que la convoca para entender mejor la realidad. No sé tampoco qué será eso de la realidad. En ocasiones, me acomodo en su simulacro, en ese territorio fértil en el que un pájaro en vuelo dice más del aire que toda la intendencia de la ciencia. De hecho, descreo de la rendición cartesiana de lo real, prefiero sancionarla, personarme en la adquisición de su parte escamoteada, servida sibilina o subrepticiamente, ofrecida con mimo y oficio infinitos por quien supo dar con el espíritu de la modelo. Se entra en un cuadro como quien cae a un pozo del que apenas se sabe su hondura. No importa lo que uno haya visto antes del descendimiento, ni lo que no verá tras adentrarse en lo profundo. Porque el arte es de honduras, de todo lo que tiembla en el alma cuando algo inesperado la roza, la lame, le busca el sexo anhelante y lo apura con la lengua antigua de la belleza. Tal vez la Baronesa de Andilla únicamente existiese en el posado moroso del que el pintor extrajo la inabarcable verdad de una vida. Que todo condujese a que guardase silencio y permitiera que alguien la mirara como nunca nadie la había mirado antes. También nosotros ejercemos ese recado: el de ocuparnos en la visión pura, el de cancelar el tráfago de la rutina y saber que durante unos instantes fuimos convocados al goce sencillo de lo eterno. No hay nadie más en la tierra ahora mismo. Rosa, Federico, Emilio únicamente.
EL ECO Y SU SOMBRA / “Rosa, Federico, Emilo”
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