Cuando la científica norteamericana Jennifer Doudna acudió en 2015 a Oviedo para recoger el premio Princesa de Asturias por su contribución a la edición genómica, ya nos anunció que en poco tiempo esta tecnología daría un salto desde la investigación básica a la clínica, como así ha sido. Solo hay que recordar la modificación del genoma de dos embriones que el académico chino He Jiankui llevó a cabo hace unos meses, sorprendiendo al mundo y haciendo tambalear una vez más los principios éticos de la investigación con seres humanos.
En los últimos ocho años el rápido avance en las tecnologías ha hecho de la modificación genética una práctica sencilla, poco costosa y relativamente segura, siendo una alternativa de cara al futuro para erradicar muchas enfermedades que no tienen cura en la actualidad. En consecuencia, allí donde el mercado ha visto rendimiento a corto y medio plazo, se han incrementado los fondos destinados a su aplicación en seres humanos, pasando de la investigación básica a la clínica en muy pocos años.
Desde el principio ha existido un consenso para su utilización en enfermedades graves, como determinados tipos de tumores, patologías degenerativas cromosómicas y otras sin alternativas terapéuticas válidas, siempre y cuando no se traspasase la línea de la modificación de embriones, lo que supondría alterar las características genéticas de la descendencia.
Con el paso de los años las técnicas se han ido perfeccionando, incrementando su seguridad y efectividad, lo que ha dado lugar a que importantes organismos dedicados a la bioética como el Nuffield Council, adopten una postura más flexible, donde se preconiza la importancia de avanzar progresivamente en las autorizaciones para investigar en edición genómica, siguiendo los principios de precaución y proporcionalidad.
Desde este punto de vista, los argumentos para rechazar el experimento de He Jiankui nos vienen dados por dos premisas. La primera es que la modificación del ADN de los embriones se ha realizado para prevenir la aparición del sida, una enfermedad que en la actualidad es prevenible y tratable. La segunda, aún más cuestionada, es que al aplicar la edición genómica sobre embriones se introducirían cambios en el genoma de los descendientes.
Desgraciadamente, este tipo de noticias van generando entre los ciudadanos un sentimiento de desconfianza hacia la ciencia que, por una parte, ofrece la posibilidad de una vida perfecta y sin sufrimientos, y por otro lado se descubren estafas como la protagonizada por el doctor He, carente de la más mínima honestidad científica.
Para la ética de la investigación, la integridad científica es el eje sobre el que pivotan los principios de beneficencia, autonomía, no maleficencia y justicia, siendo esta exigible a todo buen científico. Pero en el fondo del debate está la edición genómica, frente a la que no caben posturas radicales dirigidas a la prohibición ni al uso indiscriminado, transgrediendo los principios que deben regir la investigación científica. Sin duda, su aplicación en los seres humanos puede aportar grandes beneficios, pero debe realizarse en unas condiciones controladas, de forma que cualquier atisbo de su utilización para fines diferentes a los autorizados, como el mejoramiento del ser humano o la introducción de cambios genéticos en la descendencia, debe ser rechazado y perseguido.
Es necesario ponderar los riesgos y beneficios de la aplicación de estas técnicas en los seres humanos y actuar con prudencia porque, desde la óptica de una ética deontológica, no todo lo técnicamente posible debe ser aceptado. Y en esto nos jugamos el respeto a la dignidad de las personas en el presente y el futuro.
Una vez más hay que apelar a la responsabilidad de los hombres y mujeres de ciencia para que desarrollen la investigación en el marco de los principios éticos y las buenas prácticas, de forma que el progreso y el acceso a las nuevas tecnologías sean posible sin incurrir en los errores del pasado.
En el uso de las técnicas para la modificación genética debemos de actuar teniendo como guía los principios de precaución y de proporcionalidad, anticipando un proceso de deliberación para acordar hasta dónde se está permitido llegar en cada momento, valorando los beneficios y riesgos que de ellas se derivan. Y aunque esta es una tarea de todos, se hace preciso el compromiso de los científicos con la buena ciencia, de la que van a depender muchas cuestiones fundamentales en el futuro de los seres humanos.