noviembre de 2024 - VIII Año

El Niño sacramentado

Imagen: Pixabay

La estructura topográfica berniana delimita tres estados del yo superpuestos: Padre, Adulto y Niño, cada uno de los cuales tiene posibilidad de operar por sí mismo, o de forma integrada, más o menos armónica. Cuando ocurre esto último, hay una mejor perspectiva de eficacia existencial; pero, cuando interviene un estado del yo de manera insolidaria, peculiar, haciendo valer sólo la congruencia interna del propio estado del yo (a veces, ni eso), lo más probable es que la persona claudique, yerre, o se haya metido en un berenjenal complicado.

El Padre es la ley, las normas, los valores, la quintaesencia de lo social incorporado por ósmosis de los modelos parentales que ha tenido la persona: sus padres, maestros y figuras de autoridad que la han tratado de algún modo significativo. Los mayores nos constituyen mucho más allá de los genes y quizás con mayor profundidad, durante el largo período de dependencia social, configurando así un tesoro de valores, ignoto en gran parte, y motivo de orgullo aparente.

La adquisición de destrezas, habilidades, un modo de pensar y las ideas que de él se derivan, la admisión de saberes cognitivos, técnicas prácticas, mañas y artimañas de cosecha propia y la acumulación de la experiencia, constituye el estado Adulto del yo: un campo de reflexión, donde se toman decisiones y desde donde se cree que se va haciendo la vida, con el afán de desarrollar un proyecto presentable, de progreso pretencioso y precioso; que todos somos gente de pro, con autoestima y aspiraciones de mejora.

El Niño es una reliquia viva, un palimpsesto que juega, aquello que fuimos de pequeños y nunca dejamos de ser, que se renueva todos los días, el que tropieza dos y cuantas veces haga falta en la misma piedra: la emoción, el instinto, la ilusión, el desenfado, el desparpajo, el egocentrismo, la real gana y la real desgana, el quiero y no quiero, el afán explorador, la curiosidad y el afán contestatario, la creatividad y la repetición compulsiva, la rebeldía, la soberana voluntad y el culto a sí mismo. Una brazada de energías por controlar, una locura divina que va tras las gollerías que ofrece la vida.

La dinámica de esta estructura abarca a los obispos, verdaderos o falsos, a las monjas, de Belorado o de otros sitios, y a cualquier hijo de vecino, de aquí y de allende los mares, de esta religión y de las otras, de la ideología de izquierdas y de la contumaz de derechas.

En Belorado, hay monjas que hicieron voto de pobreza, que es una liturgia del estado Padre del yo, incólume defensor de los valores evangélicos, de cuando el Hijo del Hombre no tenía dónde reposar su cabeza. Pero, su Niño no quiere ser pobre que es carencia, renuncia y rigor de penuria, una perspectiva sin sensualidad, poco lúdica y nada halagüeña. Por eso, se han propuesto (Adulto) trabajar, unas haciendo dulces tradicionales, otras criando perros para repoblar el planeta con pedigrí, otras haciendo competencia, aunque sea sin licencia (Adulto contaminado por el Niño), a los establecimientos hosteleros: la cuestión, ora et labora, es salir de pobres, adelgazar la escasez y agrandar el progreso. Tampoco han dudado en especular con los bienes patrimoniales, que no son suyos, sino fruto de extorsiones espirituales de antaño. Esto es una rebeldía frente al estatuto parental de la Iglesia. Nada a consentir.

La Iglesia, madre de todas las paradojas, les ha puesto límite y amenazado con la excomunión. De seguir manteniendo su postura, las monjas pueden ir directamente al infierno, junto al obispo, también excomulgado y su familiar, vestido con sotana, que hizo sus estudios de teología tras la barra de un bar. Todo carnavalesco.

Hace unas semanas, visité una iglesia de un pueblo de trabajadores, cuya Virgen de Gracia era un pecado de vanidad y soberbia en sí misma, tan mayúsculo que estaba protegida por cristales anti balas. La imagen se halla albergada bajo un templete neoclásico, también pretencioso y solemne, de mármoles de diferentes colores. La envuelve una mandorla de oro, que exalta el carácter cuasi divino de expendedora de todas las gracias. Sobre la cabeza, muestra una corona de oro exultante, cuajada de brillantes, zafiros y esmeraldas, que ni la del rey de Inglaterra; la pedrería preciosa abunda en las joyas de manos, zarcillos, collares y rosario. El Niño es otra exhibición igual, pero en pequeño. El resto del encuadre lo constituye  una peana de plata sobrepujada, así como candelabros, crucifijo y frontal del mismo metal. Esta Virgen tiene más de 365 vestidos ricamente bordados con oro, plata y piedras preciosas; sus alhajas pueden llenar un extenso museo. Tal culto de hiperdulía es un auténtico escándalo, muy católico, pero pernicioso psicológicamente y sin coherencia aparente. En aquella misma iglesia, la capilla de Jesús Sacramentado era un recóndito lugar, umbrío, sólo destacado por la lamparilla roja. ¡Unos tanto y otros tan poco…! Mucho marianismo y casi nada de cristianismo. Que una cosa es predicar y otra ser congruente.

La misma estampa, con las variaciones que convengan, se repite compulsivamente a lo largo y ancho de la devoción de todas las patronas: sean la Virgen del Valle o del Castañar, la de Lourdes, Fátima, o la de Guadalupe. Ésta última interpone entre sí y los feligreses una cinta transportadora para ir retirando las ofrendas que los pobres indios mejicanos le dedican. Otras son vírgenes de cofradías procesionales: Macarena, Triana o la Angustias coronada; también las hay de oratorios privados, sean conventuales o de familias pudientes. La paradoja está en que la Iglesia, bajo esos iconos, predica humildad, desprendimiento, esperanza y pobreza como valores ascéticos y virtudes para la convivencia. No tiene nada de extraño que las monjas de Belorado, que no quieren ser vírgenes necias, hayan caído en la tentación de imitar a sus otras vírgenes del altar por isomorfismo; al menos, en su faldriquera, conservando la apariencia del sayal monacal. Es como el mundo de los piratas: pobres de aspecto y ricachones en los cofres.

A ese modelo de ostentación, en el caso de Belorado, hay que agregar el canon del obispo, capellán exclusivo del convento,  con birrete, sobrepelliz, medias fucsia y cáligas, anillo pastoral, manteo, teja con borlas, etc., diciendo misa en latín, con rígida casulla latina de seda, de las bordadas con oro y plata y asistido por su familiar…Un culto distinguido para ellas solas, celebrado en su capilla privada, que las libera de tener que romper la clausura para acudir a la parroquia y oír la misa junto a la gente del pueblo… Es un Buen Pastor que habla con unción y utiliza el lenguaje esotérico de la Redención para apacentar a sus ovejas. Sin duda, se trata de un don de Dios, que así premia su desvelo en el trabajo y la oración.

El delirio es del estado Niño del yo, un estado avaricioso, ególatra, narcisista, que se resiste a compartir y ser solidario, por miedo a no tener suficiente para sí mismo. O bien, pretende ganar el cielo, comprando con bienes materiales la voluntad de las representaciones de la espiritualidad. Otra paradoja. O bien, el Niño disoluto compite para descollar sobre la devoción que muestran otros, sean éstos otra cofradía, otra familia de abolengo, otro convento de distinta orden, o los del pueblo de al lado. Competir, en lugar de hacer Caridad…Son anacolutos de la institución excomulgadora.

El Niño de la madre superiora y sus secuaces de Belorado, pese a ser ungido y  sacramentado por miles de comuniones, confesiones, ayunos, abstinencia de lujuria por décadas, días de cilicio sin cuenta, sayal  y alejamiento del mundanal ruido, ha seguido el modelo que propone el culto de hiperdulía y los permisos que otorgan las vírgenes estólidas de los altares. Por otro lado, se fían de las apariencias episcopales; necesitan creer que tienen un obispo para ellas solas y más cuando éste les halaga su propio egocentrismo. No quieren ni oír que están a punto de ganarse el infierno por toda la eternidad.

La ceguera de un Niño absoluto se cierne también sobre todos los casos de corrupción: se saltan las normas, no disciernen con sensatez y pretenden alzarse con el santo y la peana, medrar sin límites, aunque haya que arramblar con una universidad, comprar jueces, incautarse de atribuciones, suplantar voluntades, engañar al fisco, etc. Tanto a los corruptos como a las monjas de Belorado, les vale todo con tal de ser únicos, ricos, y más listos que Dios.

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Archivo Entreletras

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