noviembre de 2024 - VIII Año

ALGARABÍAS / “Cascorro”

Construcción de la Torre de Babel

En la madrileñísima Plaza de Cascorro, un héroe camina a pocos metros del suelo, indiferente a las multitudes que van o vienen del Rastro. Es un héroe de a pie. No se alza, majestuoso, a lomos de un caballo ni blande, desafiante, la espada. Es un héroe de tropa, que son los menos, reservadas como están la mayoría de las plazas heroicas para gente de alcurnia. De no estar sobre un pedestal, parecería uno más entre los transeúntes que surcan la concurrida plaza. Es un señor de aspecto corriente, con cuidada barbita decimonónica ―concesión, supongo, a la moda por parte del escultor, porque parece improbable tal atildamiento en la manigua―, que avanza, eso sí, con la mirada fija, concentrada, de quien va a cumplir con su deber. Viste el uniforme de rayadillo, más apto para el húmedo calor del trópico, que usaban las tropas españolas en Cuba y Filipinas. Fusil al hombro ―el reglamentario máuser, de fabricación alemana― y machete a la cintura, sostiene una antorcha con la mano derecha (¡encendida!) y aferra con la izquierda, apoyándola en el costado, una lata de petróleo de buen tamaño. Y un detalle muy importante y llamativo: la cuerda que lleva enrollada alrededor del cuerpo.

Gómez de la Serna, hablando de él en uno de sus libros imprescindibles, El Rastro, es implacable: «La vida de alrededor a la estatua se come su heroicidad, la vulgariza, la descompone, la desgracia. Es doloroso, es inútil y carece de nimbo lírico el gesto del héroe avanzando con su lata de petróleo bajo un brazo y la tea incendiaria en el otro. Es plebeyo, es bárbaro, es absurdo».

Es plebeyo, desde luego. Cuando este héroe no era aún héroe, cuando era carne viva y no estatua cagada por los pájaros, se llamaba Eloy Gonzalo García y no le importaba a nadie. Ni a su madre, que lo abandonó en el torno de una inclusa; ni a su madre adoptiva, que lo acogió a cambio de un estipendio y se deshizo del arrapiezo en cuanto dejó de ser rentable; ni a los patrones que lo explotaron, desde los once años, en diversos oficios mal pagados (jornalero, peón de albañil, carpintero, aprendiz de barbero); ni a sus superiores, cuando fue llamado a filas; ni a su novia, que le puso los cuernos con un oficial. Esta infidelidad le costó al celoso Eloy la ruina: sometido a un consejo de guerra por agredir a un superior, fue condenado a doce años de prisión e ingresado en un penal militar. Allí languidecía cuando vio una posibilidad de escape: la guerra había vuelto a estallar en Cuba, de nuevo los insurgentes reclamaban la independencia, y la clemente monarquía española decidió permitir el alistamiento de los presos que no tuvieran delitos de sangre. La carne de cañón siempre escasea. «Carne de cañón para las locuras del mundo, para las ambiciones ajenas», escribió Clarín en «¡Adiós, Cordera!».

Así que el joven Eloy pasó la mar: en Cuba lo recibió, a poco de incorporarse a su regimiento, un brote agudo de sarna que lo tuvo hospitalizado una temporada. Al reponerse fue destinado a Cascorro, una pequeña localidad fortificada, cerca de Camagüey, en el centro de la isla.

Lo que la leyenda relata es que la guarnición, mandada por el capitán Neila, que custodiaba el fuerte de Cascorro, se encontraba en el otoño de 1896 rodeada por una tropa de mambises ―revolucionarios cubanos― varias veces superior en número a los defensores. Que la situación era absolutamente insostenible ―trece días de asedio, escasez de munición y de víveres, enfermedades en la tropa―, pese a lo cual el capitán no aceptó rendirse a los rebeldes. Que se planeó una acción desesperada, que acarrearía casi con toda seguridad la muerte de quien la llevase a cabo. Que Eloy se presentó voluntario para esta acción suicida. Que pidió llevar la cuerda enrollada alrededor de la cintura para que su cuerpo fuera rescatado tras la misión. Que se arrastró bajo el fuego enemigo, provisto de tea y petróleo, y logró incendiar el bohío. Que tuvo éxito y su acción permitió mantener a raya a los mambises hasta que llegaron refuerzos, por lo que el episodio de Cascorro subió al marcador como una victoria de los españoles. Y que Eloy pasó a ser «el héroe de Cascorro»: se inicia el proceso por el cual se difumina la persona de carne y hueso que hay detrás y se funde, en bronce, el héroe, la estatua, el mito.

Andaba por entonces España falta de héroes. ¿Qué mejor que un hijo del pueblo, un inclusero, dispuesto a dar su vida por la Patria? ¿Qué mejor muestra del elevado nivel de patriotismo del pueblo español? Qué orgullo para sus conciudadanos. Antes de saberse su nombre, ya hay entusiasmo por su hazaña y por su abnegación. Esto decía la revista Blanco y Negro el 30 de enero de 1897, unos meses después de la acción: «Es, sin duda, el soldado que más popularidad ha alcanzado en la presente guerra. Compendian en él la heroicidad y la bravura de los defensores de Cascorro. Se había prestado voluntariamente a romper el cerco incendiando una casa ocupada por el enemigo y, como creyó segura su muerte, mandó que le atasen una cuerda para que, tirando de ella, sus compañeros impidiesen que el enemigo profanase su cadáver».

Eloy siguió sirviendo como soldado mientras en España crecía su leyenda. Recibió felicitaciones de las autoridades, condecoraciones y hasta beneficios económicos, entre ellos una pensión vitalicia de 7,50 pesetas mensuales. De todas formas, apenas pudo disfrutar de ninguna de estas recompensas, porque murió el 17 de junio de 1897, cuando no había pasado aún ni un año de la «batalla» de Cascorro. La causa de la muerte no fue nada heroica, pero sí muy reveladora de lo que fue en realidad aquella guerra: una infección intestinal producida por la mala alimentación que recibía la tropa. Aquí termina la historia del inclusero madrileño que fue a morir y a convertirse en héroe muy lejos de la Puerta del Sol. El inventario que se hace de sus bienes testifica que no hizo fortuna en Cuba: «una cartera de cuero con varios papeles; una cruz roja del Mérito Militar; un paquete de retratos (fotografías); tres pesos con ochenta centavos; un fusil Máuser n.º 196, y 150 cartuchos; una cartera, una canana y un machete».

En las versiones orales de la leyenda que a mí me contaban de niño, Eloy ―a quien todo el mundo llamaba, simplemente, Cascorro― entregaba su vida en la acción. No se mencionaba su supervivencia: los meses posteriores y la muerte por disentería en un hospital de campaña no añadían nada al relato de su heroísmo y tendían más bien a soslayarse. Ofrecen otro rostro, otra faceta menos exaltante, menos épica, más verdadera, de la que fue aquella guerra. De lo que son todas la guerras, en general, diríamos. Pero la Historia es esencialmente Patraña: el Poder rebusca en los sucesos y escoge el que más le conviene (o, de no hallarlo, lo inventa). Los huesos se pudren; el bronce, en cambio, es rotundo, incontrovertible, eterno, «verdadero».

Los restos de Eloy fueron repatriados en 1898. Por entonces, la catástrofe se había consumado: España, tras la intervención de Estados Unidos, había tenido que renunciar a su soberanía sobre Cuba, Puerto Rico y Filipinas. Era el desastre del 98, tan decisivo en la historia de nuestras letras que daría nombre a una generación literaria. Ante el pesimismo generalizado, el Poder se defendía levantando estatuas: la de Eloy, ya para todos conocido como Cascorro, estaba dispuesta para ser inaugurada el 2 de junio de 1902, pero se retrasó la ceremonia para hacerla coincidir con la de otras cuatro, en lo que fue un auténtico maratón de inauguraciones. El rey Alfonso XIII, que tenía por entonces dieciséis años, fue con la lengua fuera de un punto a otro de Madrid, de estatua en estatua. En la de Cascorro se detuvo quince minutos, apenas el tiempo necesario para recibir un ramo de flores de manos de «catorce señoritas», como recuerda la prensa de la época; descubrir la estatua, obra del escultor Aniceto Marinas (1866-1953); y vivir «una escena inolvidable de amor a la patria».

El cadáver de Eloy fue sepultado en el cementerio de la Almudena, en un mausoleo dedicado a los caídos en las guerras de Cuba y Filipinas.

Aún tuvo la historia del héroe un epílogo tragicómico: apareció una mujer que decía ser su hermana y reclamaba la pensión vitalicia que se le había concedido a Eloy. Se descubrió la patraña: una patraña con minúscula tratando en vano de competir con la gran Patraña de la Historia. La superchería fue pronto puesta en evidencia y la pretensión de la pobre mujer, rechazada.

El Poder persistió en su empeño de hacer de aquella estatua, de aquella historia, símbolo de patriotismo: al menos dos veces la historia de Cascorro fue llevada al cine: en 1929 por Emilio Bautista (El héroe de Cascorro) y en 1946 por Raúl Alfonso, que era cubano (Héroes del 95). La historia, sin embargo, se fue olvidando. La plaza, que estaba dedicada a Nicolás Salmerón, presidente de la Primera República, pasó a ser conocida, por la estatua, como plaza de Cascorro. El cambio oficioso de nombre terminó por hacerse oficial, y así se llama ahora.

Pocos transeúntes serán, me imagino, presa, al ver su imagen, de ardor patriótico y fervor guerrero (o viceversa). En bronce, Eloy Gonzalo García se ha convertido en un vecino de lo más pacífico, útil sobre todo como punto de referencia para quienes se desplazan cada domingo al Rastro de Madrid.

El Rastro no sería el Rastro sin Cascorro, aunque a pocos o a nadie les importe quién fue aquel soldado o en emblema de qué quiso el Poder transformarlo. De todos el destino es el olvido, pero algunos, para llegar a él, recorren meandros bastante más sinuosos. De la historia de Cascorro se podrían extraer varias moralejas, pero mejor no. Descansen en paz los huesos, o lo que quede de ellos ―probablemente nada―, y siga su efigie custodiando incansable las vueltas y revueltas de quienes van y vienen del Rastro. A no ser que un día se harte y termine por meterle fuego a todo, que motivos no le faltan.

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