Vuelvo a Lisboa. O, mejor, regreso a la ausencia de Lisboa. Porque todo volver supone darle la vuelta al tiempo para mirar su dorso y topar con la ausencia de lo que alguna vez fueran sensaciones y pensamientos, gestos y palabras idas y pronunciadas por gente que ha desaparecido también, como el que yo era en aquella circunstancia precisa. Nunca es posible regresar de nuevo a las miradas ni a los pasos que recorrieron las calles y las plazas semejantes pero jamás idénticas; ni siquiera las piedras resisten el caminar continuo de los días. Volver no es más que renovar la ausencia. Somos seres ausentes, construidos por las permanentes ausencias: la del pasado, la más contrastada; la del futuro, impenetrable todavía; y la del presente, este instante emparedado entre ausencias, átomo de ausencia a su vez.
Vuelvo a Lisboa. Respiro la humedad que me alcanza desde la barra del Tajo. Contemplo cómo se empina hasta el castillo el apretado y vetusto caserío de Alfama. Recobro, al pasar, la textura de las voces lisboetas, mientras observo los nuevos edificios que van desfigurando el noble porte decadente de la Avenida da Liberdade. Y me sorprende una vez más el insólito atavío de los taxis: cabina de celeste verde sobre el riguroso negro del carrozado. Pero mi curiosidad carece de inocencia. Lo cierto es que soy un ausente en busca de otro ausente y no ignoro que, cuando deje atrás Restauradores, embocaré el recodo que se abre al rectángulo de Rossío, la plaza atestada de vivos y de ausentes donde acudo para revisitar una ausencia tan cierta como puedan serlo esta ciudad y este yo mío momentáneo o este efímero instante del cielo y de la plaza, que se desvanece para siempre mientras cruzo Rossío y alcanzo la vecina Plaza da Figueira, donde se inicia el trazado lineal y estrecho de la Rua dos Doradoures.
Desde la esquina, sin adentrarme en la calle, examino en perspectiva los pisos altos de las antiguas fachadas, tal como el ausente que retomo ahora pudiese haber hecho, cuando esbozaba el Libro del desasosiego, buscándole acomodo a su alter ego Bernardo Soares. “Me veo en el cuarto piso alto de la calle de los Doradores, me siento con sueño; miro, sobre el papel medio escrito, la vida vana sin belleza y el cigarro barato […] sobre el secante viejo. ¡Aquí yo, en este cuarto piso, interpelando a la vida! haciendo prosa […]”. Por una vez, la auténtica voz de Fernando Pessoa se escucha tras la máscara del personaje literario: “Me he vuelto una figura de libro, una vida leída. Lo que siento es (sin que yo quiera) sentido para escribir que se ha sentido. Lo que pienso está luego en palabras, mezclado con imágenes que lo deshacen, abierto en ritmos que son otra cosa cualquiera. De tanto recomponerme, me he destruido. De tanto pensarme, soy ya mis pensamientos pero no yo». Pessoa diciéndose a sí mismo sobre el escenario del drama en gente que es su vida íntima, solo otro personaje más entre los muchos que le habitan. “He creado en mí varias personalidades. Creo personalidades constantemente. [,,,] Soy la escena viva por la que pasan varios actores representando varias piezas». Pessoa multiplicado en pessoas, personas como Alberto Caeiro, Ricardo Reis, Álvaro de Campos, heterónimos, gente instalada bajo la piel de su creador, respirando, sintiendo, confundiéndose con él, pessoas todos y ninguno. Pessoa excedido en emociones y destruido en personas que reconstruyen a su vez la superabundancia de su propio ámbito poético.
Camino por Douradores hasta su límite con Conceicao, giro a la derecha, hasta Rua Augusta, y ahora hacia la izquierda, enfrentando la Arcada que conduce al Terreiro do Paco. Sin detenerme, repaso la fachada del café Martinho. Un tal Fernando Antonio Nogueira Pessoa, corresponsal en inglés y francés de casas comerciales, que trabajaba cerca de aquí, en una oficina del Campo das Cebolas, detrás del edificio de la Bolsa, era hace algún tiempo parroquiano habitual de este café. Un cliente que no se distinguía por nada en especial; si acaso, porque consumía abundante aguardiente de orujo, más eso no sorprende en el Martinho. Por lo demás, era fácil confundirlo con cualquier otro: traje invariablemente oscuro, camisa blanca, corbata o pajarita discretas, sombrero flexible de fieltro, rostro de óvalo leve y rasgos casi anodinos, lentes redondos, voz y gestos discretos, la cartera de cuero para los documentos asida en la mano o bajo el brazo. Uno más de los numerosos empleados que trabajan en las oficinas de la Baixa y que suelen acudir a diario al café Martinho.
Atravieso la Arcada y penetro en la Plaza del Comercio, cuadrilátero porticado y abierto frontalmente al río, con estatua ecuestre en el centro, situado en la margen derecha del estuario del Tajo. “Paso horas, a veces, en el Terreiro do Paço, a la orilla del río, meditando en vano. […] Sufro, principalmente, del mal de poder sufrir. Me falta algo que no deseo y sufro porque eso no es propiamente sufrir. […] El muelle, la tarde, el olor del mar, entran todos, y entran juntos, en la composición de mí angustia. Las flautas de los pastores imposibles no son más suaves que el no haber aquí flautas, y eso me las recuerda». Retomo el pensamiento de Pessoa, aun sabiéndolo inútil. Intento hacerme creer que este que soy yo sobre los escalones mojados del muelle de Colunas, soy aquel otro ausente que contempla la Otra Banda del río, hacia Cacilhas: “Cuando se siente de más, el Tajo es el Atlántico sin número, y Cacilhas, otro continente, o hasta otro universo”. Pero yo solo consigo divisar otra costanera mucho más cercana, la estatua previsible del Cristo gigante, un cielo de nubes descendido sobre las colinas, la poderosa arquitectura del puente que nunca se alzó cuando Pessoa, y que podría haber inspirado al primer Álvaro de Campos nuevas odas triunfales: “¡… oh puentes, […] / en mi mente encandecida y turbulenta / os poseo como a una mujer bella, / os poseo por completo como a una mujer bella a la que no se ama, / a la que encontramos por casualidad y nos parece ser muy atractiva!”.
Desando las losas de la plaza para salir por la Rua do Ouro, la rectilínea calle fronteriza entre la Baixa y el Barrio Alto, que apunta hacia Rossío. Calle del Oro, oficialmente Áurea. Pero, para mí particular callejero sentimental, calle de la Tabaquería. Quiero pensar que el Álvaro de Campos de la segunda época, el metafísico del vacío, vivía precisamente enfrente del estanco que tiene puerta y escaparate decorado en la parte media de la calle. “Estoy dividido hoy entre la lealtad que debo / a la Tabaquería del otro lado de la calle, como cosa real por fuera, / y a la sensación de que todo es sueño, como cosa real por dentro. / […] Seré siempre solo el que tenía cualidades; / seré siempre el que esperó a que le abriesen la puerta al pie de una pared sin puerta / y cantó la canción del Infinito en un gallinero, / y oyó la voz de Dios en un pozo tapado. / ¿Creer en mí? No, ni en nada. / […] Pero un hombre entró en la Tabaquería (¿para comprar tabaco?), / y la realidad plausible cae de repente sobre mí. / […] El hombre salió de la Tabaquería (¿metiendo el cambio en el bolsillo de los pantalones?). / Ah, lo conozco: es Esteves, sin metafísica. / (El Dueño de la Tabaquería llegó a la puerta). / Como por un instinto divino Esteves se volvió y me vio. / Me dijo adiós, le grité ¡Adiós, Esteves!, y el universo / se reconstruyó sin ideal ni esperanza, y el Dueño de la Tabaquería sonrió.”.
Quedan atrás unos y otros, ciertos ya para siempre en la verdad definitiva del poema, mientras, debajo de un cielo que anochece y que va despertando las farolas, atajo por Santa Justa hacia la cuesta de la Rua do Carmo para subir al Barrio Alto, ese que ve pasar el río desde el mirador de Santa Catarina, retorciéndose en calles y plazuelas intrincadas. Doblo por Rua Garret y al poco estoy en el Largo do Chiado, plaza con tres iglesias y resumen del barrio, adonde aquel Pessoa, tantos y uno, se dejaba llegar frecuentemente para acomodarse en los veladores de “A Brasileira», ese café “Gijón” o “Deux Magots» a la lisboeta, entre literatos y artistas varios que Pessoa escucha y analiza con la penetración implacable del tedio y del orujo: “Siempre que pueden se sientan enfrente del espejo. Hablan con nosotros y se cortejan con los otros a sí mismos. […] Vivían la intoxicación de la vanidad y del ocio, y morían blandamente, entre cojines de palabras, en un arrugamiento de escorpiones de esputo. […] Pobres diablos siempre con hambre: o con hambre de almuerzo, o con hambre de celebridad, o con hambre de los postres de la vida».
Ambiente tópico de café literario. Lugar trivial para inmovilizar a Pessoa en bronce, reclamo de turistas, él, perdido en interiores. “… Quiero estar solo. / ¡Ya dije que estoy sólo! / ¡Ah, qué inoportuno querer que yo tenga compañía!”. Más ahí sigue en efigie, con el brazo izquierdo acodado en una mesa de la terraza de “A Brasileira», habitante metálico de una esquina del Chiado, con la perplejidad de ser estatua y no saberlo. “Desde la terraza del café miro trémulamente hacia la vida. Poco veo de ella –el bullicio– en esta concentración suya en esta plazuela nítida y mía. Un marasmo como un comienzo de borrachera me elucida el alma de las cosas. Transcurre fuera de mí en los pasos de los que pasan la vida evidente y unánime. En este momento, los sentidos se me han paralizado y todo me parece otra cosa: mis sensaciones un error confuso y lúcido, abro las alas y no me muevo, como un cóndor ficticio». Atrapado en el lazo tardío de la celebridad, icono expuesto a la piedad politeísta de los adoradores de las famas. De estatua presente, la realidad de la ausencia se desdibuja en una realidad sin persona, sin Pessoa, oscurecida en desalmado bronce.
Bordeando la Iglesia de los Mártires, llego a la vecina plaza de San Carlos, ocupada en uno de sus laterales por el teatro de igual nombre. Plaza, donde el 13 de junio de 1888, tras la fachada clásica de una de las casas que miran al teatro, nacía un varón, Fernando, que allí residiría algunos años en el recuerdo confundido y fascinante de todas las infancias. “En el tiempo en el que festejaban mi cumpleaños, / yo era feliz y nadie estaba muerto. / […] y la alegría de todos, y la mía, era tan cierta como cualquier religión. / En el tiempo en el que festejaban mi cumpleaños, / yo tenía la gran salud de no darme cuenta de nada, / de ser inteligente para la familia, / y de no tener las esperanzas que los otros tenían en mí. / […] ¡Qué rabia no haber traído el pasado robado en el bolsillo!”.
Vuelvo sobre mis pasos, que se desplazan sobre las losas maltrechas de las aceras húmedas, entre añosas fachadas deslustradas y raídas, bajo las luminarias de las viejas farolas, transeúnte de ausencias, sin bolsillos, hacia el futuro ausente. El trazado de calles que desciende hacia Rossío y el que sube hasta el Chiado simula, tras la máscara de Heráclito, ser el mismo, pero no lo consigue. Todo, aunque reciente, se vuelve distinto, la sensación se hace otra, el pensamiento, cualquiera, nunca es idéntico, porque la realidad ha mudado imperceptiblemente de rostro y de ropaje. Y ahora, en este ahora preciso, Pessoa, sin remediarlo, regresa a mí como la ausencia rediviva del muerto definitivo que es. “El lugar donde estuve se queda sin estar él allí, la calle por donde andaba se queda sin ser el visto allí, la casa donde vivía es habitada por no-él”. Y es cierto. Los lugares, las calles, la casa cotidiana, no lo tienen. Como tampoco lo tiene ya el cementerio dos Prazeres, a pesar de tan alentador nombre para darse a la muerte. Ni lo tiene tampoco ahora el Monasterio de los Jerónimos, su posterior y definitivo enterramiento junto a las otras glorias de la patria portuguesa. Allí yacen sus restos materiales, pero no el espacio-tiempo de la irreversible ausencia donde Pessoa es siempre y para siempre.
De regreso hacia Restauradores voy rememorando la escueta y opaca biografía que posee aquel Pessoa muerto en 1935, a los cuarenta y siete años, de un cólico hepático, y evoco sus pequeños y recalcitrantes fracasos. Los intentos de instalar una empresa de tipografía, establecerse como astrólogo, ser bibliotecario o ingresar en el mundo oficial de las Letras, concluyen siempre en la resignada indiferencia del que asume la fatalidad de ser enteramente su abigarrada realidad interior. “Si nada puedo contra / el ser que me dieron, / al menos deme su desdén el hado: / la paz y no el destino», canta el pagano y epicúreo Ricardo Reis, su heterónimo. Mientras el Pessoa instalado en la ausencia de esta, ahora, Lisboa anochecida -«… no quiero el presente, quiero la realidad; / quiero las cosas que existen, no el tiempo que las mide»-, sobrepasando el desencanto de la biografía muerta, sigue conviviendo con las sombras y las luces de su ciudad como ninguno de sus contemporáneos en calles y vocación pudieron tan siquiera soñar.
“¿Qué me importa que el papel moneda de mi alma no sea nunca convertible en oro, si no hay oro nunca en la alquimia ficticia de la vida? Después de todos nosotros viene el diluvio, pero es solo después de todos nosotros. Mejores, y más felices, los que, reconociendo la ficción de todo, hacen la novela antes que les sea hecha y, como Maquiavelo, visten los trajes de la corte para escribir bien en secreto”. Arte: modo racionalmente emotivo de justificar el impulso irreprimible y fugaz que supone y significa existir. Pessoa poeta: rayo consciente de ser rayo, que se quiere rayo cumplido en la tormenta de la que ningún dios guarda memoria. “Desde la alta ventana de mi casa / con un pañuelo blanco digo adiós / a mis versos que parten hacia la humanidad. // Y no estoy alegre ni triste. / Ese es el destino de los versos. / Los escribí y debo mostrárselos a todos / porque no puedo hacer lo contrario”.