diciembre de 2024 - VIII Año

ALGARABÍAS / “El chaleco rojo”

La construcción de la Torre de Babel

La noche del estreno de Hernani ―el 25 de febrero de 1830― Victor Hugo tenía veintisiete años (cumpliría veintiocho al día siguiente), las ideas muy claras sobre la renovación del teatro y una legión de incondicionales dispuestos a batirse con quien fuese. En el prefacio de su Cromwell, obra demasiado larga y compleja para ser llevada a la escena, había llamado a prescindir del agobiante corsé de la preceptiva clásica, invocando a Lope de Vega, porque «el poeta sólo debe seguir los consejos de la naturaleza, de la verdad y de la inspiración, que es también una verdad y una naturaleza». Una declaración de intenciones que no era solo estética, sino también política. La representación de otra obra de Hugo, Marion de Lorme, había sido bloqueada a instancias del propio rey de Francia, Carlos X, por el poco halagüeño retrato que ofrecía de su antepasado Luis XIII. Tanto la monarquía como la academia se sentían amenazadas por esos jóvenes melenudos de tendencia republicana que se hacían llamar románticos.

Hernani es, hay que decirlo, otra de esas obras en que los franceses demuestran lo que sienten por España, una suerte de fascinación teñida de desprecio. La acción ocurre en Aragón a comienzos del reinado de Carlos I de España. El rey es el felón, y Hernani ―nada que ver, hasta donde yo sé, con el municipio guipuzcoano― el valiente proscrito que lo desafía. Esta obra, que ponía en solfa tanto la autoridad real como la preceptiva clásica, fue aceptada por el Théâtre Français, histórico baluarte del neoclasicismo y, lo que es más sorprendente, permitida por la censura monárquica.

Imagen: Albert Besnard. ‘El estreno de Hernani’. 1903. Casa de Victor Hugo, París.

Logrado el permiso para estrenar Hernani, era necesario defender la obra del más que seguro abucheo por parte de los habituales del teatro. Para ello se movilizó un pequeño ejército de jóvenes románticos, entre los que estaban Héctor Berlioz, Gérard de Nerval, Pétrus Borel y Théophile Gautier: una especie de guardia pretoriana para proteger la nueva estética de los ataques de sus enemigos. Los aplausos encendidos de los partidarios de Hugo lograron acallar las protestas de los refractarios y los intentos de boicotear la obra. El estreno fue un éxito y supuso la consagración de la estética romántica en el teatro francés.

Muchos años después, no ante el pelotón de fusilamiento sino redactando su Historia del romanticismo, Théophile Gautier habría de recordar la tumultuosa jornada, convertida en leyenda. Bastante más joven por entonces que su admirado Hugo (tenía solo dieciocho años), Gautier se distinguió por su espíritu belicoso y por el rojo desafiante de su chaleco, verdadera enseña de la nueva estética. Rojo, recuerda él, «como la muleta de un torero andaluz».

«Del chaleco rojo se sigue hablando después de cuarenta años, y se hablará en las edades futuras, tan profundamente ha entrado este estallido de color en el ojo del público. Si se menciona el nombre de Théophile Gautier a un filisteo, aunque no haya leído de nosotros ni un solo verso, nos conocerá sin duda por el chaleco rojo que llevamos en la primera representación de ‘Hernani’ y dirá satisfecho: «¡Sí, claro! El joven del chaleco rojo y el cabello largo». Esta es la memoria que dejaremos en el universo. Nuestros poemas, nuestros libros, nuestros artículos, nuestros viajes serán olvidados; pero se recordará nuestro chaleco rojo. Se seguirá viendo su destello cuando todo lo que nos atañe haya desaparecido en la noche, y nos distinguirá de los contemporáneos cuyas obras valían tanto como las nuestras pero llevaban chalecos oscuros. No nos disgusta, por otro lado, dejar esta idea de nosotros; es feroz y altanera, y, mediante cierto mal gusto propio de un pintor de brocha gorda, muestra un desprecio más bien simpático por la opinión y el ridículo».

La posteridad viene a ser, a veces, una cuestión de vestuario. En la imagen que adjunto sería arduo reconocer a otros asistentes; el joven Gautier, en cambio, a nadie le pasará inadvertido.

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Archivo Entreletras

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