Las sirenas de abajo
Aurora Luque
Acantilado (Madrid, 2023)
Se advierten, en distintos poemas, que la educación griega ha dejado huella directa y sencilla en la forma de ver-exponer-pensar la realidad próxima; una de las expresiones del decir poético: “Las calles con ventanas/ abiertas y tapiadas a la vez. / El huerto que parece/ marchito en pleno abril. / El periódico y nadie que critique/ lo banal y lo torpe. / Sin duplicar la taza. / El pijama doblado/ y la ropa quietísima…” En este caso es la soledad de su madre la que la poeta considera como modo de homenaje y afecto y vinculo hacia su figura. Y en ello lo que cuenta es la palabra elegida con mesura y símbolo, con escueta significación y realidad viva, expresiva.
Es así que los elementos constitutivos son efectivos en el lenguaje, precisos en el decir y, a la vez que evocadores, incitadores a una forma de apreciar. Herencia de la cultura que cultiva el bien del espejo. Y del paisaje cotidiano, podríamos decir, como paisaje trascendente. Lo humano y la naturaleza como convivientes naturales y, en alguna manera, armonizados.
Más allá de tal consideración se trataría de entrar en el núcleo significativo, en el sentido y la forma de los poemas que componen una antología —desigual, como no podría ser de otro modo— pero que, haciendo caso al decir propio, a mi entender guarda relación de interés en la medida en que asoma el bien heredado de esa educación en la cultura aprendida, asimilada y amada de la poesía griega como referente de expresiva sencillez. Aquí no hay alusión a mitos o a ninfas, a dioses más o menos próximos, sino que se acomoda a un paisaje propio, femenino.
Es de recordar en todo momento, el libro que esta misma editorial publicó de la autora a propósito del valor simbólico del mar en la poesía griega. Allí es como si todos los elementos hubieran de responder a un principio de armonía y musicalidad muy indicativos, muy didácticos.
En esta consideración, y aunque el poema vaya de algún modo amparado en un verso de Leopardi, resaltaría el poema donde la poeta alude a la palabra como moneda del misterio: “Junto a la lluvia, / esa otra lluvia, tenue, de silencio / que acompasa a los seres / -los seres asombrosos de la infancia / que crecen con la tierra y luego son / casas de aromas tiernos o verdes poemarios. / Y tan próxima a ellos / como a mí misma, dejo/ que el silencio y el agua me nutran fuertemente”. Aquí, creo, estarían presentes esos elementos distintivos de la poesía heredada y que la autora pretende ofrecer como respuesta propia a tal bien. En este caso por partida doble: Leopardi y la lírica griega como estimación genérica.
Más allá de ello, con todo, y dadas las muestras de germen permanente en la lírica antigua que tanto ama, cabría a la vez aludir al poema Lotofagia, antecedido por ese fragmento del canto IX de la Odisea: “Tardamos tanto a veces / en entender un verso releído. / Homero puso tantas palabras en la orilla” Homero puso tantas palabras… y ahora, en el discurso propio, se trata de acomodar el decir al sentir propio, al sentir sentido.
Sin entrar en la detenida consideración de la pródiga obra de la autora, para mí lo que resulta señalable e interesante aquí es el resaltar cómo una tradición lírica que se conoce y respeta puede prolongarse, en mayor o menor medida, en la obra propia de quien emula el origen y se vincula, en el decir pripio, a la palabra como núcleo de misterio, a ese ‘e sovrumani silenzi…’ tal como ha escrito Leopardi. Él es el que dicta, o ha de dictar, la concordia, la significación.