Una de las últimas gestas de la epopeya española en América fue la Real Expedición de la Vacuna, acometida en 1803, siendo rey Carlos IV, infeliz, pero generoso.
La población, por efecto de la variola, que producía la viruela, moría en una proporción del 30% de los infectados, que suponía 400.000 fallecidos al año y unos 40 millones en el siglo. Incluso murió una hija nacida en el matrimonio del propio rey.
Eduard Jenner, un virólogo inglés, o Lady Montagu, su mujer, quizá más perspicaz que él, observando lo que ocurría a las personas que estaban en contacto con vacas, logró sintetizar una vacuna, de ahí su nombre, que fue aplicada con éxito en España, entre 1772 y 1780.
Un médico militar, Francisco Javier Balmis Berenguer propuso una labor ingente para diseminar la vacuna por todo el imperio español. Entonces, el valido de los reyes era Godoy que aprobó el proyecto. La Monarquía prestó la corbeta María Pita y sufrago los gastos de viaje de 22 niños expósitos, que habían de ser los portadores del virus: éste se inoculaba a una pareja de niños y se volvía a extraer de las pústulas que hubieran generado para inocularlo a una segunda pareja. Era como una carrera de relevos.
Además de estos héroes anónimos, la expedición estaba compuesta por el propio Balmis, otro médico José Salvany Lleopart, el toledano Manuel Julián García Grajales e Isabel Zendal, rectora de la casa de expósitos de La Coruña, que se encargó de los niños. A estos se les equipó con un avituallamiento de viaje y las órdenes para que estuvieran bien tratados y alimentados y se le enseñara un oficio, una vez llegaran a América. Ninguno volvió a la península, ni tampoco lo hizo Isabel Zendal que falleció en Puebla.
Tras el desembarco, los facultativos se dedicaron a enseñar el manejo de la vacuna a otros sanitarios de allá. Balmis cruzó Nueva España, seleccionó otros 27 niños y se embarcó hacia Filipinas para llevar hasta allí la vacuna. Salvany viajó hacia el Sur, al Virreinato de Nuevo Perú, aunque estaba enfermo de tuberculosis y falleció en Cochabamba, cuando a la tuberculosis se añadieron la malaria y la difteria.
Cuando Jenner tuvo noticia de la gesta que había dado la vuelta al mundo y vacunado a unas 250.000 personas y otras 300.000 en Cuba exclamó: ‘No me imagino que en los anales de la historia haya un ejemplo de filantropía tan noble y extenso como este”,
Este hito heroico y, efectivamente filantrópico, no era el primero de la epopeya española en Hispanoamérica, ni fue el último.
Entre 1789 y 1794 había tenido lugar la expedición de Malaspina – Bustamante, que autorizó Carlos III, dos meses antes de morir. Malaspina era súbdito español de origen napolitano, que diseñó las corbetas para el objetivo que se proponía y compuso un excelente equipo de profesionales para el desarrollo del proyecto.
Antonio Valdés, ministro de Marina a la sazón, puso a disposición de los expedicionarios dos corbetas, Atrevida y Descubierta, que partieron de Cádiz en julio de 1789, desde Canarias llegaron a Montevideo, luego Buenos Aires, doblaron por el cabo de Hornos y recorrieron toda la costa americana del Pacífico.
En Acapulco por orden real, sobrevino un nuevo objetivo: tenían que encontrar el paso noroeste, por Alaska, que uniera los dos océanos por el Norte. No lo encontraron. Sin embargo fueron haciendo cartografías, recogieron un herbolario gigantesco, que se guarda en el Jardín Botánico de Madrid y en el Museo de Ciencias Naturales, describieron etnias, animales e hicieron cartografías de minerales que hoy nutren los fondos de los museos de la Marina y de América. Igualmente, obtuvieron 70 nuevas cartas náuticas, que constan en el Real Observatorio de la Armada.
La expedición siguió por el Pacífico, alcanzando las islas Marianas, Filipinas, Nueva Zelanda y Australia acumulando un auténtico tesoro de conocimientos científicos, mapas y descripciones de las estructuras sociales y políticas de los territorios visitados.
Volvieron a través del Índico, doblando el cabo de Buena Esperanza, acosados por los franceses, celosos del cúmulo de conocimientos allegados y dispuestos a piratearlos.
Al rendir viaje, en 1794, Malaspina redactó un extenso informe donde hacía recomendaciones sobre la política a seguir con los virreinatos españoles, ampliando su autonomía de gestión.
Desgraciadamente, Godoy interpretó mal las recomendaciones de gobierno que apuntaba el informe, acusó a Malespina de revolucionario y, en premio a su singladura…, lo encerró en el castillo de San Antón de La Coruña y clausuró el acervo científico, que fue descubierto en 1885, casi un siglo más tarde. Hoy, todavía se estudia con interés.
Malaspina no era don Quijote, sino un humilde científico cargado de sabiduría que se fue a hacer trabajo de campo durante cinco años, pertrechado de herramientas de estudio y al frente de un equipo de investigadores muy selectos. Hizo muy bien su trabajo. Sin embargo, se topó con el Caballero de los Espejos, un patán pacense, que había venido a la Corte a buscarse la vida y de simple guardia de corps escaló al lecho real, operando como garañón para dar hijos al matrimonio de los reyes.
Si las ideas de Malaspina hubieran sido recogidas por un estadista de fuste, Godoy en lugar de aspirar a ser rey del Algarve portugués, hubiera sido el creador de la “Commonwealth” española, un adelantado de su tiempo; pero, se quedó en lo que era, un ganapán de boudoir.
El final aciago de la gesta de Malaspina no oscurece el éxito obtenido por la Ilustración española de finales del siglo XVIII. Es una página de excelencia, la muestra más sublime del quehacer español en pro del saber, que representa un hito grandioso de lo que España fue a hacer con su Imperio.
El incauto y cándido Carlos IV, de cuya capacidad intelectual dudó su propio padre, no se agotó con el maltrato aplicado por Godoy a Malaspina. Aún dio otra muestra de su escasa sagacidad autorizando la expedición de Alexander Humboldt, amigo de Thomas Jefferson, presidente de Estados Unidos y ambos nada amigos de España. La Monarquía no había sacado provecho alguno de la expedición de Malaspina y su equipo de científicos nacionales, cuando cuatro años después da carta de naturaleza a otra de un equipo anglo-prusiano… Cosas del papanatismo peninsular. Eugenio d´Ors lo formuló magistralmente: mientras Inglaterra es una isla en busca de un continente, España es una península dispuesta a ser isla y a que la engañen los continentales, añadiría yo.
So pretexto de hacer historia natural, Humboldt iba acompañado del joven Darwin, a la sazón un naturalista de 22 años, en jarras para formular la teoría de la evolución. Pero, taimado él, estaba dispuesto a escribir a Jefferson, soplándole todas las anomalías que esperaba observar.
Humboldt, en 1799, se echó a la mar con su bergantín Beagle, dispuesto a descubrir el Orinoco, Cuba, Colombia, Perú y Ecuador. Es decir, Nueva Granada, Ya de vuelta, y antes de llegarse a Washington para entrevistarse con Jefferson, recorrió el Camino Real de Tierra Adentro en sus dos ramales de Acapulco a Ciudad de México y de aquí a Veracruz. Recorrió también Nueva España porque, por su papel de espía de Jefferson, le interesaba mucho conocer los territorios limítrofes que luego se apropió USA. Los informes que fue enviando a Jefferson no coincidían con los prejuicios de éste, fundados en la leyenda negra.
Las ciudades asombraron a Humboldt, ya que, siguiendo instrucciones de Carlos I, estaban trazadas a cordel y siguiendo el modelo romano: cardo y decumanus, en cuyo cruce se localizaba la plaza de Armas, donde se instalaban la catedral, el palacio virreinal, la Audiencia Real, el Cabildo y la Casa de la Moneda. Las calles corrían paralelas al cardo o al decumanus, generando un sistema urbano perfectamente geométrico en superficie, como si fuesen bastidas. Por el subterráneo corrían las cloacas, que aún no se “estilaban” en Europa, ni en Norteamérica…
El nivel de vida de campesinos y mineros era superior al que tenían en el Norte de Europa, la patria chica de Humboldt, y la lealtad a la Corona reflejaba, a su juicio, una gran cohesión social.
También se fijó en la existencia de las universidades, con sus bibliotecas, laboratorios y colegios universitarios. A ellas asistían blancos, mestizos e indígenas, sin segregación racial de ningún género. Así pues, nada le cuadraba al expedicionario.
Otra personalidad importante en este mundo investigador fue la del médico y sacerdote José Celestino Mutis (Cádiz, 1732-Santa Fe de Bogotá, 1808) quien, tras dos negativas, consiguió que Carlos III le autorizara una expedición de investigación por los territorios de Nueva Granada, que duró 30 años y cuyos resultados científicos, como ocurrió con Malaspina, apenas fueron explotados, aunque sí suscitaron la admiración y el elogio de Humboldt. Por cierto que, cuando llegó allí la expedición de la vacuna, Mutis ya estaba experimentando con éxito un procedimiento de vacunación similar.
Son jalones que deben ser conocidos y divulgados para alimentar el orgullo de sentirse español, por una obra magnífica de filantropía, que entonces se llamaba caridad. Aunque no fuera una obra perfecta, ni haya sido ponderada con justicia, ahí están los testimonios que acreditan la realidad de las hazañas.