noviembre de 2024 - VIII Año

LAS NEGRITAS DE ANTONIETA / En abril libros mil

Es primavera, brilla la escritura sobre la hierba.

Aquella mañana de primavera iba yo vestida con un traje de seda verde y la cartera de piel con plumillas y tintero camino de mi “tablinium”.

Todo tiene un aire antiguo, dislocado.

“Y la lluvia de abril se estrella cada vez con más delirante fuerza sobre los cristales y también sobre el aire vacío y sobre el hondo aire azul y sobre lo que está en ninguna parte y es interminable”.

Es un escenario Vila-Matas, a quien estudio apasionadamente esta primavera. Un amor se fue, otro viene.

En el Callejón de los Milagros, me encuentro de bruces con una figura familiar, siempre vestida de negro, es Enrique Gracia Trinidad, el poeta de la polis.

Siempre tiene mucho que decir de los asuntos de la poesía, de cómo marcha, de cómo se corrompe, de tirios y troyanos. Por siempre, el genio inefable de este poeta veterano, diestro en batallas y con el “colmillo” dispuesto. (También Enrique Vila-Matas saca el colmillo: “El canon literario español está dictado por las mafias”).

Saludo a Gracia Trinidad con la cortesía y respeto que merece. Cuando se escriban las crónicas de la ciudad de Madrid estará en ellas, por derecho propio.

Cortés, me regala su escrito inédito sobre la poesía y más, para que lo haga público. Con otra reverencia nos despedimos.

Tal vez sea un sueño, o tal vez la secuencia alojada en mi cerebro de aquel film inefable, Sueños de Tokio.

Enrique Gracia Trinidad y Antonieta en el Café Comercial de Madrid

Hoy Enrique Gracia Trinidad es mi invitado al Palco Magno. Allá van para el ágora de la polis, sus palabras y un poema:

Cada vez que surge el tema de la poesía y me piden que opine me dan unas ganas inmensas de echar a correr. «Ya te vas a meter en un lío otra vez —me digo— a ver qué vas a soltar en esta ocasión».

Y es que a pesar de llevar en esto muchos años —cincuenta y dos años desde mi primer libro, aquel que tuvo la suerte de recibir un accésit del premio Adonáis, casi sin enterarme yo del todo a qué me había presentado, por medio de una buena amiga—. A pesar de tanto tiempo, me temo que sigo teniendo más dudas que certezas por mucho que parezca rotundo en mis afirmaciones.

En todo caso, siempre me apeteció seguir las directrices del maestro Quevedo en la epístola a su némesis Gaspar de Guzmán, Conde Duque de Olivares:

No he de callar por más que con el dedo,
ya tocando la boca o ya la frente
silencio avises o amenaces miedo. 

Si digo que en el sistema educativo español la poesía es una gran olvidada, está mal enseñada y se introducen en la cabeza de los estudiantes estereotipos cojitrancos, me miran mal profesores y creadores de planes de estudio. Y da igual porque ellos y yo sabemos que salvo algunos profesores que se preocupan de hacerlo bien —conozco varios magníficos— la mayoría pasa de lo poético por desconocimiento propio, ya que a ellos también les enseñaron mal. De los legisladores ni hablo porque sólo van a sus intereses partidistas o ideológicos y con ellos ni a tomar café.

Si hablo de poesía arriesgada, los que la quieren pura —así la llaman ellos— se me ponen de uñas. Y mira que hay grandes poetas entre los considerados puros, pero precisamente son sus impurezas las que los convierten en tales; sobre todo cuando siguiendo reglas son capaces de romper y crecer por otro lado.

Si digo de poesía comprometida, saltan los que no saben más que ponerse de perfil y hablar de alcores y glicinas, como dice mi amigo, el gran poeta Emilio Porta. Esos que piensan que la poesía está por encima de cuanto nos pasa y que al poeta no le corresponden denuncias y compromisos suelen ser empalagosos canallas del verso y poco más. 

Si se me ocurre mencionar que las emociones, por intensas que sean no configuran por sí solas un poema, me desprecian esos poetastros empeñados en escribir «lo que les sale», sus sentimientos, dicen, sin preocuparse de nada más. Ellos, tocados por no sé qué mano de musa tontorrona, creen que trabajar la poesía es indigno y que lo que ellos piensan ya sale como polvo de oro a los papeles, aunque suele ser oropel del más cutre y relamido.

Me miran mal los canonistas, si comento que cuando establecen cánones literarios desde cátedras, tarimas elevadas y academias de la cosa, son más que nada cantamañanas aprovechados que debieran saber más de lo que saben, leer más de lo que leen y luego callar la boca y no engañar a nadie con sus propios autoengaños, las más de las veces interesados. ¡Anda que no se han pisoteado los cánones unos a otros a lo largo de la historia para terminar muchos de ellos en agua de borrajas!

Enrique Gracia Trinidad

Si cuento de la corrupción en poesía, a través de editoriales, grupos de presión, poderes varios y algunos premios, los que me miran mal, aparte de los culpables —siempre por encima del bien y del mal: del bien porque no son buenos y del mal porque cabalgan sobre él— son los que andan de silenciosos o aduladores porque en el fondo quisieran entrar en esas corruptelas para medrar. Si cito nombres concretos hay quien se pone muy nervioso no vaya a ser que los corruptos le detecten a mi lado y no le den alguna tajadita. 

Y sobre todo cuando insisto en que la poesía es un género literario y no un don especial bajado del cielo, otorgado por Apolo, Bragi, Huehuecóyotl, Orfeo, Erato, Talía o Calíope, quisieran despellejarme esos que ponen los ojos en blanco con llamarse poetas como si eso fuese —insisto— un don especial, una condición más allá de lo humano, un escalón muy por encima de la tarea de otros escritores. Las bascas entonces se me ponen bravas.

Los amantes de las formas más clásicas levantan la ceja conservadora si les hablo del verso blanco, el libre, los ritmos distintos, la investigación en formas y lenguaje. Los empeñados en no medir, no puntuar, huir de ritmos, la poesía a caja y otros recursos formales también levantan su ceja depilada en modernez, si les recuerdo la décima de Hartzenbusch, aquella de los dos caracoles a los que la rana terminaba aconsejando «antes de echar a correr, / mirad si podéis andar».

En fin, que no voy a hablar de poesía para no ofender tanta sensibilidad exquisita de puristas adocenados, tanta sabia erudición de académicos exclusivistas y tanto ingenio barato de «me gusta» en redes y de todo a cien.

DE LEJOS

Soy griego y soy romano, también cartaginés.
Llevo en mis manos piel de sefarditas
de árabes omeyas en Al-Ándalus.
Seguramente un resto de Tartessos
respira en mis pulmones
y sin duda hay iberos en mi forma de andar.
Cuando río descubro en mis mejillas
el aliento del frío de bárbaros del norte.
Sé que hay África en mí, aunque está lejos.

Que viajé con Ulises es probable,
que acompañé a Almanzor y a Gengis Khan
y a las tropas de Claudio por Bretaña,
aunque también estuve con Boudica.
Escapé de Cartago y de Jerusalén,
del teatro de Pérgamo, de Cannas y Platea.
Salí del más lejano oriente con el Sol,
lo seguí hasta el ocaso y una noche tras otra
volví a encontrarlo siempre a mis espaldas
Si perdí mi piel negra fue porque muchos siglos
la fueron diluyendo
y lo mismo pasó con otras pieles
que una vez tuve en Samarkanda,

en la isla de Hokkaido, en Rapa Nui,
o en la cueva Loltún de Yucatán.

Cuando nací en Madrid mi alma ya era vieja,
multicolor, difusa y peregrina.
Todo el tiempo reposa en mi garganta,
todas las sangres duermen en mi sangre
y todas me conocen
y yo las reconozco.

 (Enrique Gracia Trinidad, poema escrito en la curva de la Avenida de los Toreros, Madrid, junio, 2020)

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