noviembre de 2024 - VIII Año

‘Cómo vencer al ruido’, de Jesús Aparicio González

Cómo vencer al ruido
Jesús Aparicio González
Ars Poética. Colección Carpe Diem, 2023
86 págs.

 

Nos llega el último poemario publicado por el poeta briocense Jesús Aparicio González con un título sugerente, casi beligerante: Cómo vencer al ruido. Por si fuera poco, el volumen se abre oportunamente con dos citas de Juan Ramón que no pueden estar más en consonancia con él: “Ruido que derrumbas mis castillos de ensueño, / maldito tú, enemigo del silencio”. Y también: “Sí, silencio. Tan solo silencio. Que se callen, / que dejen a mi espíritu nadar en lo insondable…”

Cierto es que para el poeta de Moguer —hiperestésico y aprensivo de libro— el ruido era una manifestación inasumible del mundo de la modernidad que le tocó vivir: agresión insoportable que con su insistencia le irritaba sobremanera. Hasta el simple zumbido de un insecto —recuérdese el célebre e impertinente grillo de su vecino de la calle Lagasca de Madrid—trastocaba su metódico proceso de trabajo. Hipersensible, maniático y metódico, forraba con corcho meticulosamente todas las habitaciones de su casa, hacía retiros en monasterios e incluso llegó a mudarse con frecuencia de domicilio. Pero la voz poética de Aparicio no nos previene solo de las inclemencias del ruido material: Si avanzamos en el libro nos encontraremos con dos citas a sendos poemas que completan las pistas de la lectura. La primera es de la mística Hildegarda de Bingen: “Nadie debería tocar la cítara / de modo que sus cuerdas se dañen.” Y la segunda —como exacta réplica a las dos previas de Juan Ramón— se refiere al Libro de la Sabiduría (9, 13-18) para el poema Meditación. El autor no nos ofrece el texto completo de la cita por lo que me permito —en atención a desmemoriados y curiosos— recordarlo aquí: “Nadie habría conocido tus designios, oh Dios, si Tú no le hubieras dado la sabiduría y enviado tu santo Espíritu desde el cielo. Solo así se ha podido, habitando en la tierra, seguir el buen camino; los hombres han aprendido así lo que te agrada. Esa sabiduría es la que los ha salvado”. De modo que con estas claves —negro sobre blanco— ya podemos alumbrar la idea de que el ruido que a Aparicio le inquieta no solo es el ruido físico que comprometía seriamente la fonofobia de nuestro premio Nobel. A Aparicio también le conturba el ruido de la torpeza y de la ignorancia. De esta síntesis —entre lo carnal y lo transcendente— al poeta le interesa un equilibrio armónico más allá, un estado de serenidad con afanes podríamos decir cuasi-místicos.

Por consiguiente, nuestro autor no está aquejado de ninguna neurosis galopante: reclama sin más una necesidad perentoria para buscarse a sí mismo —para alcanzar lo sublime— en un mundo abiertamente hostil, que ya no es —para nuestra y su desgracia— el de su sufrido mentor. Viene a reivindicar, pues, un refugio donde la palabra vuelva a elevarse a su dimensión primigenia, singularizándose entre el medio ambiente adverso que la rodea. Y eso que si nos atenemos sensu stricto al riguroso título de la obra parece que el poeta nos fuera a ofrecer una solución práctica ante el intrusismo de la algarabía cotidiana como si de un manual de autoayuda se tratara, dando por sentado que la contaminación acústica es un problema que requiere un remedio con carácter de urgencia. Nada más lejos de la realidad. O quizá sí. Veamos.

El autor hace uso de lo que él mismo llama “Poética del Cuidado”, expresión acuñada en uno de sus afortunados poemas que bajo tal rúbrica nos alecciona de este modo: “Y que el hombre (…) / haga de sus silencios/ escuela de secretos / y trono de humildad”. Así pues, nos aguardan sesenta y dos poemas reparadores que se complacen en lo moroso —y en lo primoroso— apelando al recogimiento, sesenta y dos “gritos” sordos que buscan el sosiego del lector para que los deguste con fruición, como un suculento manjar que solo puede disfrutarse a solas, deleitándose hasta la extenuación —en su exquisita sinfonía de sabores— como procuraba el refinado personaje Des Esseintes de À rebours, la novelita de Huysmans. Al igual que este, el poeta odia el pacato universo que le sobresalta con su utilitarismo a ultranza que —en el consumismo atroz o banal que le/nos abisma— no deja de molestar nuestra solaz mudez con su estridencia de folclore falso al albur de los vociferantes mercachifles de turno. Pero hay algo más, como decíamos …

Aparicio comparte en sus versos el mismo sentir de Paco Caro —que le dedicó en su blog Mientras la luz una carta entrañable—.  El de Piedrabuena, en uno de sus magníficos poemas, también denunciaba la futilidad de lo improcedente: “escribir un poema es revelar, / decir de lo que vimos / y no existe, / poner fin a los ruidos que no importan, / no hablar para los otros, / no hablar, sino / dejar que las palabras, las ciertas, te abandonen” (la cursiva es nuestra).

No sabemos —ni nos importa— si Jesús Aparicio padece misofonía o no, porque lo que viene a lamentar el Yo poético de Cómo vencer al ruido es el estado de cosas que padecemos a diario en nuestro desquiciado mundo actual, que a su vez altera nuestra homeostasis emocional: ensordecedor ruido mediático —a través de las redes y los mass media— y omnipresente música muzak en las grandes superficies, en los ascensores y en los aeropuertos (lo que Erik Satie llamaba musique d’ameublement y Luigi Russolo enaltecía en su Manifiesto futurista L’arte dei Rumori, a los que el también músico John Cage tuvo la audacia de oponer el silencio en su polémica pieza 4’33», donde los ejecutantes no tenían que tocar una sola nota. Asimismo, Cage reunió una serie de ensayos bajo el apacible título de Silencio).

Y es que para el poeta —y para la poesía— la ausencia de estruendo (exterior e interior) es esencial. Recordemos aquí el célebre oxímoron —¿oxímoron? — “la soledad sonora” de Fray Luis que añoraba el exilio del mundanal ruido para concentrarse en lo primordial, en lo humano, en el encuentro íntimo —de comunión o celebración— con nosotros mismos en lo Absoluto. Y es que en general el atribulado urbanita del siglo XXI no quiere mirarse al espejo: le produce una insoportable desazón quedarse a solas con su monda calavera. El miedo al aburrimiento y por consiguiente a hacerse preguntas incómodas le supera: de ahí el abuso de drogas legales (con previa prescripción facultativa: léase ansiolíticos o tranquilizantes —mercado farmacéutico pujante donde los haya—, o expedidos sin sonrojo alguno a la luz pública en comercios del ramo regentados por el Papá Estado, como el alcohol y el tabaco —negocios también prósperos, con permiso del anterior—) e ilegales (que congregan a masivas tribus urbanas en torno a los aquelarres y desparrames de fin de semana en macro-discotecas donde campan por sus fueros las adicciones a preparados sintéticos letales arropadas por un vertiginoso tsunami de alcohol de garrafón y decibelios de robóticos sonidos electrónicos). Por tanto, Cómo vencer al ruido es toda una declaración de intenciones, un desiderátum dirigido a todos aquellos que pretendan preservar su serenidad y recuperar la calma; y aún diría más —como solían apostillar los Hernández y Fernández de Tintin—, para aquellos que deseen salvaguardar su propia identidad frente a la invasión dominante.

De modo que el libro de Jesús Aparicio se puede ver como un poemario de orientación social en la medida en que no oculta su repugnancia ante lo que ve y oye, muy a su pesar. Quizá esta afirmación sorprenda a algunos lectores, pero insisto, los versos que nos vamos a encontrar refrendan lo que acabo de decir. Veamos: “En este insomnio hay dos oscuridades: / ¿A dónde ir, / qué silencios buscar?” del poema Mientras amanece. O bien: “Los hombres olvidaron / el auténtico don de la palabra; / protestan, gritan, en el tumulto hacen ruido para no escucharse” del poema Los hombres olvidaron. Hay más ejemplos. En Silenciario —título también elocuente— leemos: “Si los gorriones de la tierra / callaran un instante contemplando / esa asombrosa luz que les despierta, / un segundo después el mundo / sería otro”, donde el ruido siendo otro adquiere la misma categoría. En Proverbios: “En el silencio/ la paz tiene su escudo”.

Pero no perdamos el hilo, Aparicio además habla —como apuntábamos más arriba— de otros ruidos que no cursan con una reconocida longitud de onda letal: nuestros ruidos interiores, nuestras resistencias internas a escuchar la música personal, con lo que el poemario a su vez adquiere no solo una dimensión social (o política) sino —en cierto modo también— existencial. En el poema En silencio leemos: “Si el universo calla / raíces vírgenes / buscan su espacio”. Dado que —como sabemos desde Heisenberg— el sujeto /observador forma parte del sistema, el ruido de nosotros mismos rompe también el necesario equilibrio personal. La cuestión pasa a mayores para ser ya de índole espiritual, tal como dice Aparicio en uno de sus versos más lúcidos:” Ante el propio dolor / estamos solos”; lo que podría admitir otra lectura más metafórica, si cabe: frente al estrépito intimo nos sentimos inermes y desvalidos. La respuesta —siguiendo con la mencionada “Poética del Cuidado” (o del autocuidado) nos la ofrece el poema Caída libre: “La rama te araña / la roca te rompe / para mejor caer / aprende a soltarte”.

Asimismo, en todo este decurso lírico se abre paso la Memoria como baluarte último de lo vivido y del discurrir inclemente del tiempo, tópicos esenciales para definir una poética existencial. En el poema Principio y fin la hilazón se puede seguir en estos versos: “La última palabra / es llave hacia un silencio / en el que otros encuentren / semilla de esas voces / que guardarán memoria / de lo que fue tu música”. Naturalmente, no podía faltar el Panta rei heraclitiano en los versos del poemario. En Plazos leemos: “En un minuto / el agua de este río / olvidará los cantos / que ahora acaricia”. Aparicio asume con Javier Marías —Mañana en la batalla piensa en mí— que “el tiempo es resbaladizo como la nieve compacta y siempre permite decir yo no soy el que fui».

El poema que da título a todo el poemario —en el último tramo del libro, como si Aparicio quisiera posponer la proclama— parece complacerse de nuevo en ilustrar las notas preliminares de Juan Ramón con algunos consejos del autor que merece la pena reproducir en su texto completo: “Hacerse caracol, guardar antenas, / ocultarlas del viento que deshace / los pétalos heridos del deseo. / Fabricarse tapones con la cera / del ensimismamiento, que nos salva / de tambores fieros y disarmónicos. / Sentarse a ver partir, a contemplar / sin prisas ni temores que se pierden / las enemigas voces, sus cadenas. / Abrir oídos a quien llama dentro / y hacer nuestro castillo de silencios”. Ese último verso —que dialoga con los “castillos de ensueño” del poeta onubense — otorga al mundo propio rango de fortaleza, frente a la cacofonía imperante, en el sentido simbólico y místico que se le ha venido dando desde la Baja Edad Media, tanto en el ámbito literario como en el iconográfico, en la plasmación figurativa del castillo o de la torre. Por eso la palabra poética de Jesús Aparicio propende al ascetismo desde lo consuetudinario, desde la modestia de las cosas pequeñas (en un gesto abiertamente franciscano). Los motivos más comunes en su sencillez le sirven al poeta para aspirar a mundos elevados como demuestran estos versos: “Hasta una pequeña hormiga agradece / con su respiración y su silencio / el grano de verdad / que quedó de un naufragio”.

Por cierto, la cubierta del libro —quizá teníamos que haber empezado por aquí— nos ofrece una excelente fotografía de una escena que contemplamos a través de la retícula de las cristaleras de un amplio ventanal —aislando al lector del clamoroso bullicio de una cafetería—, que en su estética nos remite a los serenos planos cinematográficos de Ozu, cineasta de los silencios, que acostumbraba a filmar a sus personajes desde el otro lado de los paneles o shoji (puertas correderas) de bastidores de madera y papel traslúcido.

Otro precedente venerable que devuelve nuestro interés al poemario —lo importante, sin duda— y nos sirve ya de colofón. Paul Auster en la novela 4321 exigía silencio a su protagonista a través de un amigo que le presta el ya citado ensayo de Cage diciéndole: “Tienes que leer esto, Archie, o nunca aprenderás a pensar en nada excepto en lo que otras personas quieran que pienses”. ¡Pues eso!

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