noviembre de 2024 - VIII Año

‘Rizoma’, de Efi Cubero

Rizoma
Efi Cubero
Prólogo del profesor Javier del Prado Biedma
Mahalta, 2023
388 págs.

 El dulce fruto, la amarga almendra. Itinerario poético de Efi Cubero

El germen de la poesía es la extrañeza, también el de la vida que la recaba para construir su templo de palabras. Da el numen acopio de ellas, pero a veces conviene un tamiz en su escrutinio, un alambique que las purgue y sublime. La inteligencia que reclamaba Juan Ramón Jiménez para traer el nombre exacto de las cosas se concilia con la extrema sensibilidad del poeta para que la criba fulja. Efi Cubero comienza su alquimia bendita con el título de esta antología de su trabajo: Rizoma. Con ella acuña lo etéreo y lo telúrico, los primores del aire y la entereza de la tierra. Tiene en la raíz y en el aire la palabra toda su elocuencia. Así los versos, que brotan de lo misterioso y alzan su voz hacia lo humano, que es misterio también. Así esta inclasificable (amado significado para ella) conversación de las palabras con las palabras.

En el aire el mismo aire se convida de aire, se aprecia entero, sutil, pujando y danzando, discurriendo en sus adentros los motivos del vuelo. Toda la poesía es pájaro desdiciéndose, remediando la solicitud de la glauca extensión del suelo, anhelando el azul infinito de lo que no se conoce, la sustancia del pensamiento al que se le ajustaron alas y se le concedió el recado de las nubes. Leer a Efi Cubero es ternura, es llama, es la viva condición de todo lo que es del corazón y al corazón encomienda su paso por este mundo. Somos “esa botella sin mensaje / abandonada (en el mar) para olvidarlo” (Mensaje). Es el sol el que vence a la niebla, escribe hoy en su muro de Facebook: “El día se abre como una flor sin tiempo”.

Rizoma no es un libro fácil y, sin embargo, no hay nada a lo que aluda expresado con dificultad: todo es de una sutilidad a la que se encomienda cobijar la brusca irrupción de lo visible y de lo invisible, de cuanto se ofrece tangible y de cuanto se enmascara y aparta, reclamando atenciones más hondas. Es una poesía de hondura severa y, al tiempo, se resuelve limpia en su discurso: “Por la herida del agua / las espinas florecen / con rosales de sangre”, lorquianamente dicho (Por la herida del agua). El espíritu, en un arrebato de atrevimiento, se reconoce cuerpo: “La sombra es transparencia, / un desierto, una clave”. (Duda). Hay que leer Rizoma con el ánimo del que hace una travesía y mira el mar como si el mar también la mirara. La poesía de Efi Cubero se acaba sintiendo como una conversación. Se cree escucharla, casi como si, más que recitar, te confiara las palabras, las dijera con arrobo de madre. Es de quien lee de quien ella habla. Hay un anhelo de universalidad, de otredad íntima, de algún tipo de misterio en el que todo alude al mismo misterio y, sin comprenderlo, tenemos de él cuanto necesitamos para avanzar en los días, para trasegar en ellos, para no sentirnos en el desamparo de la incertidumbre.

La caligrafía es la herrumbre, también la turgencia de la carne antes de que la violente el olvido. «Todo era infinito»: “Tú y yo multiplicando las estrellas” (Texto).

(Código) Ser sólo una escritura: qué hondura lo sencillo, lo que cuatro letras irradian, “cierta clave de sol para una fuga”.

Ocurre con frecuencia que no se aprecia la ceniza cuando bulle el fuego, pero él la contiene al modo en que el viento guarda en su seno al aire. Así la poesía es “ascua quemante sobre las pavesas” (Hoguera), “ser llama. / Ser temblor que la consume, / ser leña que crepita y / el humo que se eleva sobre el propio deseo”. “Y volver a nacer de la ceniza”, a saberse aire cuando el viento paradójicamente lo oculta.

Una poética es un corazón que arde sin fatiga. Un corazón es un fuego que dialoga con el aire. El aire es una palabra que nadie ha pronunciado nunca. “La auténtica lección: / vigilar las hogueras, aventar la ceniza” (Seguir)

“El mundo se inaugura cada día” (Linderos) Escribir es constatar ese milagro. El amor será la semilla que expanda todas las palabras. Hasta las de la ausencia. Todo para atravesar la piedra o para horadar el agua. “Y en soledad, frescura de tus fondos, / volver a ser renuevo. / Y emerger”. Este lector se ha sentido solo y emergido. Cualquiera que se deja pulsar (somos instrumentos, algunas melodías irrumpen si se nos toca con la intención de la belleza) sentirá que ese decantamiento de lo numinoso, esa floración de lo lírico.

“Escapa hacia la luz la luz, la llama” (Llama) Todo en Rizoma se resuelve en vida. Es uno de los poemarios más felices que he leído recientemente. Todo lo humano fulge. El deseo. La voluntad de perdurar en los otros. La reverberación de nuestro espíritu cuando otro lo acaricia. Como un juego de sutilidades. Como un temblor que nos hace recordar a quienes no están. “La luz de ti me alumbra y no la alcanzo, / sigues aquí diciéndome que existes». (Fotografías). El que se ha ido, ella no deja de contar con él, es el mismo sol “que alumbra y arde”, aunque “ya era ceniza que abrazaba” (Sol).

Rizoma es poesía sacramental: es el barro primero y es la palabra que nombra al barro cuando no lo vemos y, sin embargo, lo sentimos en los pies al andar, en el alma al sentir. Es un barro sin descifrar. Tangible y etéreo. Es el desasosiego y es la templanza.

Que Rizoma sea una antología (a la que ha añadido piezas nuevas) hace que se lea también como una novela. A la manera de la Rayuela de Cortázar, se puede leer de seguido o tantear las páginas, dejarse llevar por el azar y recaer en unos poemas o en otros. Hay una historia a la que le faltan la presentación, el nudo y el desenlace. Se entrevé un decir narrativo, se descubren itinerarios, se asiste a la representación de una vida. No es otra cosa la literatura: es ardentía (preciosa palabra que usa en Taúride, uno de mis poemas favoritos), ese ardor en lo inefable, ese inclasificable (otra palabra querida y ya para siempre asociada a Efi) anhelo de verdad, jardín en el que “sobre el dolor y el grito han crecido amapolas” (Amapolas). Puede hasta no concederse esa condición de relato, pero lo que permanece en la memoria cuando el libro se ha concluido (qué mentira ésa, no acaba nunca) es la vida propia, la de pronto ofrecida, la que habla del origen, del barro, del tiempo ocupado en la sustancia más íntima de las cosas, las cosidas unas a otras hasta festejar la invención de un abrigo o de un refugio.

(Enfoque) “La piedra es un desnudo / de azahar florecido / mientras el cielo asume / su condición de espejo”. Se yergue el poema como una piedra que el mismo cielo reclamase. Luego regresa a su firmeza antigua sin residencia. Labra su destino huidizo, pero basta coger una en la mano y apreciar su nobleza antigua, su suspendido temblor sagrado. Así el poema, así su verdad también noble y antigua. “Como si no existiera / la ceniza” (Cielos). De hecho, no existe. El peso del mundo se cifra en la piedra desnuda, en el azahar florecido, en el poema (en tantos de ellos) izado como una oriflama a la que mecen todos los vientos.

Coda festiva

(Y qué hermosa edición la de Mahalta, qué compromiso con los poetas, con la poesía).

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