Cuando se cumplen cincuenta años de la muerte del poeta Pablo Neruda quiero atender a un poderoso libro suyo bastante olvidado: Plenos poderes (1962). La clasificación canónica de los poemarios que componen su ciclo de las Odas incluye Odas elementales (1954), Nuevas odas elementales (1956), Tercer libro de las odas (1957) y Navegaciones y regresos (1959). En este artículo hablaré de poemas del libro Plenos poderes por entender que guarda relación con los demás del ciclo de las Odas, de forma más patente respecto a Tercer libro de las Odas y Navegaciones y regresos, por cuanto supone una suerte de epílogo al ciclo si consideramos una parte no pequeña de sus textos, que atenderé desde un punto de vista eminentemente semántico y genérico.
Hagamos antes un breve análisis del ciclo de las Odas y de las razones para la consideración de Plenos poderes en él. Comienza con Odas elementales (1954) y Nuevas odas elementales (1956), ambos regidos, en general, por una poética parcialmente cercana a las directrices del realismo socialista. Así, por ejemplo, muchos alimentos se presentan como injustamente ausentes de las mesas pobres y resultan ensalzados, en cambio, otros menos prestigiosos, como la cebolla; las flores de que disfrutan los ricos, compradas en elegantes floristerías, distan mucho de las humildes que engalanan las casuchas de los desfavorecidos y los elementos atmosféricos, el viento, la lluvia, el frío, son recriminados por castigar a ese sector de la población y conminados a sumarse a la construcción de un nuevo orden de equidad y justicia para todos los seres humanos. Sin embargo, a diferencia de lo que sí ocurrirá en libros de Neruda de ese tiempo como Canto general (1950) y Las uvas y el viento (1954), no hallamos en Odas elementales ni en Nuevas odas elementales héroes de la lucha política o sindical, cantos al Partido Comunista ni a sus directrices políticas.
A partir de 1957 Neruda retoma una línea poética mucho más personal e incluso subjetiva que se plasma, dentro del ciclo dedicado a los objetos y otras realidades elementales, en Tercer libro de las odas y Navegaciones y regresos, y en cuanto a la recuperación de la memoria, el ludismo y un sentido del humor no exento a veces de ironía y autoparodia, en Estravagario (1958).
Parece oportuno incluir en el análisis de las características genéricas del ciclo de las Odas un dato estadístico revelador: de los 236 poemas que componen los cuatro primeros libros canónicos, quitando los 5 que funcionan como prólogos o epílogos, los 15 que no se titulan «oda» pertenecen todos a Navegaciones y regresos, libro donde la uniformidad genérica se vuelve menos prominente. De esos 15 de Navegaciones y regresos, no obstante, 4 se dedican a personas o lugares y se titulan «A Louis Aragon», «A Chile, de regreso», «A las aguas del norte europeo» y «A mi pueblo, en enero», siendo esta otra forma clásica de titular las odas que volverá a repetirse en Plenos poderes.
Por lo demás, más allá del título, ya en Tercer libro de las odas se detectan supresiones de ciertas características esenciales del género de las odas, tal como lo estaba practicando Neruda, sobre todo la personificación de los objetos, su humanización o animalización, que era uno de los recursos con que conseguía hacerlos más cercanos y universales, lo que contrapesaba la presencia lírica del yo nerudiano, en la línea deliberada de volverse invisible ante el lector practicada en los dos primeros libros de Odas.
En cuanto al uso del apóstrofe, su disminución es creciente y gradual, tanto en la cantidad como en la cualidad. Después de una exuberante presencia en los dos primeros libros del ciclo, donde además, con frecuencia, se dirigía a los mismos objetos, las personas o los elementos naturales cantados en las odas con verdadera vehemencia, incluso violencia y amenazas, en aras de domeñarlos y ponerlos al servicio del ser humano, en Tercer libro de las odas (1957) abunda aún, pues aparece en 41 de sus 67 poemas, en tanto que en Navegaciones y regresos (1959) se emplea en 28 de los 51 poemas y en Plenos poderes (1962) solo en 8 de los 36. El apóstrofe va perdiendo también relevancia dentro del poema donde se usa, a veces reduciéndose a uno o dos versos, a un «tú» aislado o en concordancia con un verbo, en tanto el tono se vuelve mucho más amable y delicado. El objeto de este apóstrofe deja de ser principalmente el objeto cantado y se dirige a veces a la amada, a otros elementos colaterales mencionados en el poema o al propio poeta, el cual tiene, junto con sus vivencias de los objetos, una importancia cada vez mayor.
Todas las consideraciones previas nos permiten trazar una continuidad descendente en el empleo de recursos propios del género de la oda que, en mi opinión, alcanza a Plenos poderes, libro que aquí considero en buena medida quinto y último libro de las odas, epílogo del ciclo, pues en él se contienen muchas odas de ese tiempo, quizás sobrantes de los anteriores libros y se concluye definitivamente ese proceso descendente.
Ahora bien, ¿qué poemas de este libro de Neruda entran en un grado u otro dentro de la categoría de odas, por participar de alguna de las características del género? Ellos son «La palabra», «Para todos», «A “La Sebastiana”», «Torre», «Al mismo puerto», «Serenata», «Alstromoeria», «Cardo», «Oda para planchar», «Para lavar a un niño», «A la tristeza (II)», «Al difunto pobre», «A don Asterio Alarcón / cronometrista de Valparaíso», «Oda a Acario Cotapos», «C.O.S.C.» y «A E.S.S.», es decir, dieciséis poemas, de los cuales solo dos incluyen la palabra oda en su título y doce titulan con otras formas alternativas pero propias del género, como «A…», «Para…», o el nombre de la persona o el objeto homenajeado de forma particular o colectiva. Estas odas se pueden clasificar según una ordenación temática como odas a las acciones y sentimientos humanos, a las construcciones domésticas o urbanas, a las plantas y odas a las personas, anónimas, conocidas o representantes de alguna profesión, a los que habría que añadir el poema «Deber del poeta» por entrar entre los prólogos característicos de Neruda a sus libros de odas y participar de algunos de sus rasgos genéricos.
Comentaré uno de ellos, «A don Asterio Alarcón / cronometrista de Valparaíso», que participa de algunas características formales de las odas nerudianas. Se trata asimismo de una importantísima oda para todo aquel que quiera saber lo que es el tiempo, la amistad, la definición, la innovación, la tradición, el endecasílabo y el heptasílabo, Valparaíso, un relojero, Neruda y la poesía.
De entre los olores de Valparaíso se citan algunos, «olor a sombra», «a estrella», que tienen que ver con la transferencia entre sentidos o sinestesia, un efecto muy seguido por Neruda porque refleja la porosidad existente entre fenómenos y percepciones, que a su vez refiere a la permeabilidad entre los objetos a que corresponden. Dice Neruda:
Olor a puerto loco
tiene Valparaíso,
olor a sombra, a estrella,
a escama de la luna
y a cola de pescado.
Sobreviene después un interesantísimo preámbulo-paseo del poeta hasta la tienda del relojero, en realidad un viaje en y al tiempo: en el tiempo de su memoria de una persona conocida (ya fallecida, quizás recientemente en el tiempo de escritura) y al tiempo detenido y fluyente a la vez: ¿quién no ha sentido en la tienda de un relojero, rodeado de los tic tacs múltiples y descoordinados de tantas mediciones, la quietud, el dominio, la regencia, la distancia de todo ello que supone la figura central del relojero, que lo sitúan fuera del tiempo y como orquestándolo involuntariamente? El «día duro envuelto en aire y ola» parece aludir a esa unidad temporal en desarrollo que es el día, con su carga de vivencia. Igualmente, la noche, que, sin embargo, dada su falta de luz y la reducción de acontecimientos sociales cotidianos, así como esa especie de detención temporal que parece sugerirnos el sueño, produce imágenes como «botellas / que encierran la noche verde».
Pero el meollo del poema, a mi entender y al de Neruda («y entonces llego al tema / de esta oda»), esa parte concreta de la experiencia humana que aquí se trata preferentemente, es el tiempo y algunos subtemas con él relacionados, gran asunto desde siempre y por siempre para Neruda. Gran observador del tiempo, también él «con un ojo hacia afuera», lo que no quita nada a esa asombrosa descripción profesional del relojero don Asterio. También como él, Neruda suele andar inmovilizado, en medio de la convulsa movilidad del mundo y más atento a otros movimientos nutricios, como el del mar. Una quietud que se relaciona mayormente con el presente eterno del tiempo, que es lo que se percibe de él cuando queremos observar no las consecuencias, no el desgaste, no la historia, sino el no tiempo, su paso constante, su duración indefinida, eterna:
mientras el relojero,
entre relojes,
detenido en el tiempo,
se suavizó como la nave pura
contra la eternidad de la corriente.
Se contraponen o, mejor dicho, convergen dos formas de acercarse al tiempo, como materia observable: los acontecimientos que ocurren en todo momento, sin solución de continuidad, y el tiempo en sí como eterno escenario de esos acontecimientos, ajeno a ellos o situado fuera de su alcance:
La calle hierve y sigue,
arde y golpea,
pero detrás del vidrio
el relojero,
el viejo ordenador de los relojes,
está inmovilizado
con un ojo hacia afuera,
un ojo extravagante
que adivina el enigma
Neruda viene a revisar, una y otra vez, esos conceptos y percepciones del tiempo en un movimiento espiral que permea la propia estructura del poema, encontrando cada vez nuevas imágenes en el entorno de Valparaíso para la actividad y para la observación desde fuera de la acción, lo que vuelve a equiparar a don Ascario y a Neruda. Así, la vida miserable en los cerros hirsutos:
allí grave miseria y negros ojos
bailan en la neblina
[…]
las sábanas zurcidas,
las viejas camisetas,
los largos calzoncillos
Son ámbitos discernibles, el del poeta observador y el de la realidad observada, aunque no inconexos:
El corazón recibe escalofríos
en las desgarradoras escaleras
El tiempo está presente en todas partes, en el «día duro envuelto en aire y sol», verso que representa de nuevo los dos aspectos del tiempo ya tratados. Además tenemos un eterno retorno en espiral, inevitablemente penetrado por la materia y la vida:
callejones que cantan hacia arriba
en espiral como las caracolas:
la tarde comercial es transparente,
el sol visita las mercaderías
como hacen cada mañana, tarde y día el sol, Neruda y el relojero:
don Asterio en su acuario
vigiló los cronómetros del mar
[…]
Durante cincuenta años,
o dieciocho mil días,
allí pasaba el río
de niños y varones y mujeres
hacia harapientos cerros o hacia el mar
Sin embargo, hay una diferencia, más allá de lo formal y personal, entre Neruda y don Asterio: el poeta se acerca al tiempo, incluso a sus mecanismos y entrañas, a través de su percepción misma de él o de la historia, los acontecimientos, el desgaste de la materia y las personas, en tanto que el relojero atiende a la tecnología, a las minúsculas mecánicas creadas por el ser humano para su medición. Lo interesante es que ahí mismo retorna el homenaje a la persona, característico de la oda:
Don Asterio Alarcón es el antiguo
héroe de los minutos
y el barco va en la ola
medido por sus manos
que agregaron
responsabilidad al minutero,
pulcritud al latido:
don Asterio en su acuario
vigiló los cronómetros del mar,
aceitó con paciencia
el corazón azul de la marina.
Una alabanza donde puede detectarse el beneplácito de Neruda hacia el progreso científico y material de la humanidad. Y a continuación, en contraste con esa diferencia, debida en general a los oficios distintos, aparece otra característica del relojero que, a poco que se rastree, es bien aplicable a Neruda en su vida y en sus regresos de esos tiempos:
serenó su madera,
y poco a poco el sabio
salió del artesano,
trabajando
con lupa y con aceite
limpió la envidia, descartó el temor,
cumplió su ocupación y su destino
Finalmente, como apunté al principio de este comentario y pese a la ambigüedad premeditada, el poema concluye aludiendo a la desaparición física de don Asterio, con quien el tiempo había hecho un pacto, que no es otro que esperar «su hora de reloj». Tras esta expresión, ambigua para la muerte de un relojero, parece relativizarse su cumplimiento con el rescate del olvido que suponen los versos de esta oda dedicados a su memoria y sobre todo el final: el poeta pasa por la trepidante calle y solo escucha
entre tantos relojes uno solo:
el fatigado, suave, susurrante
y antiguo movimiento
de un gran corazón puro:
el insigne y humilde
tic tac de don Asterio.
Como hemos visto, el poema, llamado expresamente «oda» por Neruda, participa de algunas características del género, especialmente ensalzar a una persona y su labor, en este caso la observación profesional del tiempo por el relojero y la minuciosidad en su trabajo, que Neruda vincula a las suyas propias. El exterior y el interior de la relojería configuran dos mundos, relacionados, respectivamente, con dos formas de abordar el tiempo: sumarse con las acciones a él y como observadores del mismo desde fuera. Asimismo, se detecta esa atención morosa y amorosa de Neruda hacia lo elemental, no solo en la labor del relojero y del poeta, sino en la mirada dirigida a los pobres y los objetos con los que viven, una característica constante y esencial del tratamiento del género de las odas que Neruda practicó.