El ruido de una época
Ariana Harwicz
Gatopardo, 2023
De algunos libros no se debería hablar. No debiéramos añadir más de lo que ellos mismos nos dicen. Sin embargo, como afirmó Walter Benjamin «si una obra es criticable, es una obra de arte; en otro caso no lo es». Entonces de El ruido de una época —considerada como obra de arte y por tanto criticable— podemos hablar, aunque no deberíamos. Y es que ante algunos libros lo apropiado sería callarse pues el texto —y su autor, aquí autora— lo dice todo.
Confiesa este reseñista su impulso de apenas recomendar la lectura del libro de Harwicz y callar. Sin embargo, existe un modo de hablar de un libro, pero guardar silencio ante él. Tal contradicción la avala, de nuevo, Walter Benjamin cuando diferenció dos posibles miradas ante una obra: la mirada del químico y la mirada del alquimista. Para el primero lo importante son la madera y las cenizas; para el segundo sólo la llama de la obra conserva un enigma, el de lo vivo. Benjamin quería al crítico como alquimista con el propósito de encontrar en la obra su «contenido de verdad». Pues bien, el libro de Harwicz es una hoguera en la que las llamas son cada una de sus páginas entre las cuales el lector introduce sus manos y siente el fuego emancipador.
Dejemos, pues, hablar a las llamas de El ruido de una época. Ellas se expresan por sí solas.
«Si algún sentido tiene este libro —dice la autora en la Nota previa—, es el de afirmar la necesidad de la paradoja». «Es celebrar la contradicción». «En la resistencia a pensar de una sola manera». «Pensar la época (y cualquier cosa) es que esté bajo sospecha y contradicción».
Y en la página 168:
«El ruido de una época define el relato que hacen los muertos a los vivos y los muertos a los muertos, de tumba a tumba, de libro a libro».
«El ruido define la sensibilidad, el estilo, el nivel de los gritos, los alaridos y soliloquios y los delirios durante el sueño».
«El ruido de una época define las declaraciones de pasión, sus variaciones, como un poema cien veces releído. El ruido y el silencio, ese reto a duelo».
El ruido y el silencio; las llamas y las cenizas (Benjamin).
Las llamas de la paradoja:
«Escribir sin ofender a nadie es un oxímoron. Montaigne es el mejor adversario de Pascal. Aron el de Sartre. Escribir es una controversia subterránea». «Si se elimina la ambigüedad en un artista, se lo destruye».
«Escribir una novela es escribir la historia de una vergüenza. Por eso es siempre tan paradójico escribir, porque se escribe la vergüenza, pero se necesita perder el pudor».
«Para pertenecer a su época, una novela tiene, sobre todo, que no ser de su época».
«Reducir las contradicciones de los personajes no es solo imposible, sino antiliterario. Igual, la literatura está llena de antiliteratura, claro está.»
Las llamas de la escritura:
«Escribir es sustraerse a la vida. Pero para escribir hay que vivir».
«No escribir sino buscar el deseo de la escritura, la búsqueda de ese deseo ya es un procedimiento literario».
«Cuando escribo no soy escritora, no sé qué soy, pero escritora no». Lo cual me recuerda aquello que dice mucho Vila-Matas, «que escribir es dejar de ser escritor».
«Al escribir hay que empezar de cero, resucitar las palabras, darles una RCP».
«La gran diferencia entre un escritor y un trabajador de la escritura (o un escritor profesional) es que el escritor profesional controla su obra. Se pone al servicio de la demanda. […] En cambio, el escritor no profesional no puede controlar su corazón, tiene que hacer el libro que tiene que hacer, hasta sus últimas consecuencias. Tiene que escribir lo que tiene que escribir».
«¿Por qué el escritor debería acoplarse a la mentalidad de su tiempo? Las mejores obras han sido transversales, oblicuas: se adelantaron al pensamiento de su época, o retrocedieron».
«El arte es una visión, y las visiones son siempre proféticas».
«Creo que hoy se imponen dos estilos irreconciliables: los que asumen la independencia de la literatura y los que escriben apuntando con el arma de la ideología».
Las llamas de la identidad (y la cancelación)
«Esa reducción del ser humano a su condición genital, biológica, de identidad de género, sexual o a su color de piel, es propia del fascismo».
«El arte que no responde a las consignas ideológicas es judicializado y acusado de xenófobo, islamofóbico, transfóbico».
«No separar la obra de la vida de su autor es una catástrofe para cualquier creador». «En este contexto, yo anunciaría el fin del arte. Si Dios murió, también puede morir el arte, tranquilamente».
Todo lo anterior es sólo una muestra de lo que nos ofrece Harwicz en su libro y, para tranquilidad del lector interesado, no agota la potencialidad de la escritura de una autora que habla sin autocensura y como ella misma dice, citando a Imre Kertész, «Cuando empiezo a escribir, el mundo se convierte en mi enemigo».
Ya ven que el reseñista, al fin, no se resiste a “hablar” del libro. Aunque nada mejor pueda ser añadido, aunque nada quede por decir tras la lectura de El ruido de una época, sí es lícito invocar a aquellos lectores ansiosos de leer una escritura genuina y polémica, una escritura no sometida al signo de la época donde el sonido es el de la vulgaridad, de la palabra superficial, un sonido difuso y vago. Lo importante —y es la propuesta de Harwicz— es escuchar el ruido de esa época, el ruido de la literatura.