noviembre de 2024 - VIII Año

‘Noir’ sobre blanco. Una mirada sobre ‘Laura’, novela de Vera Caspary

 Vi por primera vez Laura, el filme de Otto Preminger de 1944 en los años 80, cuando me dediqué a grabar cintas VHS de la televisión. Me hice así con una buena colección de clásicos de cine negro. Desde aquella primera vez me pareció una película deslumbrante y, a la vez, enigmática. Que la cinta estuviera protagonizada por la bellísima Gene Tierny fue un aliciente y supuso, por qué no decirlo, mi enamoramiento eterno de aquella actriz, calificada en su tiempo como la mujer más bella del mundo.

Toda adaptación cinematográfica de una novela se permite ciertas estrategias inherentes al propio medio. Por propia definición técnica el lenguaje del cine no es el literario una película cuyo guion está basado en una novela ha de modificar, cortar y transfigurar la semántica original. Adaptar, en definitiva. Y es que, como veremos más adelante, realizar una versión fiel de esta novela no es sencillo (no lo fue), quizá sólo lo habrían hecho directores de la nouvelle vague o del noir francés.

La película comienza con una voz en off que nos introduce en la historia. Es la voz de Waldo Lydecker que, a modo del narrador de un relato, se dirige al espectador como a un auditorio congregado alrededor de una hoguera. Lydecker se convierte así en nuestro anfitrión al contarnos la historia del crimen y la investigación subsecuente mientras nos va presentando a los protagonistas. Esa reminiscencia literaria atrae el interés del espectador y le posiciona en el punto de vista del narrador.

En la historia hay un crimen, sí, pero el elemento que opera como enigma de la película es la atracción del detective McPherson hacia la protagonista, Laura Hunt. Esto no sería relevante si el objeto de tal atracción fuera una mujer a la cual conoce en el transcurso de la historia. Lo sobrecogedor es que el detective se enamora de una muerta, de la persona asesinada y nos traslada (tanto al espectador como al mismo McPherson) a un ámbito morboso pariente del trastorno sicológico.

Así, la creciente obsesión de McPherson por la joven asesinada se convierte en un relato paralelo a la investigación del caso. Entretanto el detective realiza sus pesquisas policiales e interroga a los allegados de Laura, asistimos al proceso (obsesivo, enfermizo) del enamoramiento. Y es aquí donde tenemos la clave que separa la película de la novela en la que está basada. Ya les dije que las herramientas del cine no coinciden absolutamente con las de la literatura. Esta incluye a aquella como forma artística total, al ser el lenguaje escrito la forma más precisa de entender la realidad. En el cine son las imágenes en movimiento lo que crea la estructura narrativa. Las imágenes, su secuencia y por supuesto los diálogos. Pero hay un aspecto del lenguaje cinematográfico que no iguala la capacidad expositiva total que sí posee el lenguaje literario.

El caso es que en la película se manifiesta el hecho fundamental (la atracción del detective por Laura) mediante la imagen. Un retrato de Laura es el objeto referente. El cuadro está en el salón de la casa de Laura, donde se desarrolla gran parte de la acción. La imagen de Laura Hunt está en ese cuadro que el detective contempla en soledad cuando va al apartamento (escena del crimen) para, supuestamente, efectuar sus averiguaciones. El proceso de enamoramiento se hace también explícito en los diálogos entre McPherson y Waldo Lydecker, en el que este detecta y reprocha al detective su evidente atracción por Laura. No olvidemos que Waldo se ha presentado como mentor y mejor amigo de Laura y se crea un conflicto entre ambos admiradores de la joven asesinada. Pues bien, es el cuadro, la representación visual de Laura, lo que ejerce de fetiche para informar al espectador del vínculo amoroso unívoco del detective y la mujer asesinada.

Desde los años 80 he visto Laura una docena de veces, y cada vez me parecía más enigmática esa atracción del personaje de McPherson hacia Laura. A mitad del filme, el detective deambula por el apartamento mirando en varias ocasiones el cuadro; ha entrado en el dormitorio de la joven y revuelto sus cosas; ha abierto sus cajones y contemplado la ropa íntima de Laura. Huele sus perfumes, revisa su mesa, ojea un cuaderno y regresa al sillón bajo el cuadro con una copa en la mano. McPherson se duerme abatido por el cansancio de sus pesquisas, por la tribulación amorosa y por el efecto del alcohol. La escena siguiente nos muestra la llegada de Laura a su apartamento y el encuentro que al principio aparece bajo la ambigüedad de un verosímil sueño del detective con el policía. Desde ese momento, la historia es fluida y al espectador nada le hace sospechar de otro enigma que la incógnita de quién y cómo ha asesinado a una joven que ahora no es Laura.

He de confesar que nunca me había interesado por la obra en la que el filme de Preminger estaba inspirada. En los créditos se mencionaba como «based on the novel by Vera Caspary», publicada en 1942 pero siempre supuse que tal novela sería una de esas obras menores que había servido de base para un brillante guion y una excelente película. Sin embargo, tras ver la cinta una vez más (hace un par de años si no recuerdo mal) decidí buscar la novela de Caspary. Encargué una edición de Alianza Editorial de 2016, traducida por Pilar de Vicente Servio. En la portada se ve a Gene Tierney frente a Dana Andrews en blanco y negro que representa la escena en que Mark McPherson interroga a Laura en el despacho de aquel bajo un foco deslumbrador. Que las ediciones del libro posteriores a la película lleven una portada con imágenes del filme demuestra que la novela quedó superada y relegada por lo visual.

Pues bien, mientras leía la novela descubrí que se trataba de un artefacto literario de primer orden. Lo que Caspary había escrito era una apología de lo textual, un homenaje a la capacidad de lo literario para explicar la realidad. La novela es un compendio de voces narrativas, de los efectos de la escritura y la lectura en la aprehensión de lo real. La revelación me hace pensar que todo el género negro se presta a construcciones más allá de su propio ámbito. Resulta que en la novela no es sólo Waldo Lydecker quien narra la historia, sino que también McPherson y Laura construyen su relato mediante sus escritos y sus lecturas.

La novela está dividida en cinco partes y cada una es el lado de un prisma de la realidad. Hay tres narradores, Waldo, McPherson y Laura. La primera parte es el relato del escritor y nos narra (recordemos aquella voz en off del filme) el asesinato de Laura y nos presenta su relación con la joven. Además, Lydecker enfatiza el aspecto necrofílico de la atracción del detective y su evidente rechazo hacia este. En la segunda parte el punto de vista se desplaza a McPherson, que narra la aparición de Laura y el proceso personal de su enamoramiento por la joven renacida de la muerte. La tercera parte es la transcripción taquigráfica de la declaración de Shelby Carpenter, el novio de Laura, en la que están presentes el teniente McPherson, el propio Shelby y el abogado de este, Mr. Salsbury. En la cuarta parte es Laura quien hace la narración hasta minutos antes de la escena final, que forma la quinta parte en la que de nuevo McPherson retoma la narración para describirnos el desenlace.

Y es esta brillante estructura literaria, este prodigio de construcción narrativa, lo que, por razones técnicas obvias, queda desfigurado en la versión cinematográfica. Este hecho no obsta para que el resultado artístico del filme sea impecable. Se trata, como dije al principio, de dos géneros artísticos diferentes con sus propios recursos estilísticos. Es lógico que el director y sus guionistas vieran la necesidad de crear un punto de referencia visual (icónico) con el fin de guiar al espectador en el relato del enamoramiento del detective.

Es lógico imaginar que los guionistas decidieran sustituir el entramado literario ─tres narradores que escriben textos─ por una construcción visual y dialogada. La historia del rodaje cuenta que tal cambio fue sugerido por el productor Zanuck a los guionistas, Hoffenstein y Reinhardt. Y sospecho que para enfatizar el elemento visual decidieron contratar a una actriz «bella» como Gene Tierny. La belleza explícita de Tierny sirve de vínculo entre el espectador y el sentimiento de McPherson. ¡Cómo no va a enamorarse uno de Gene Tierny! Se enamora el detective y se enamora el espectador (no sólo el espectador masculino, cualquier mujer entendería tal atracción). Curiosamente en la novela Laura no es una mujer especialmente «bella». Y es esta sustitución de lo textual por lo visual lo que me chirriaba de la película cuantas veces la veía.

Siempre me pareció excesiva la obsesión de McPherson por la joven asesinada. No olvidemos que el teniente demuestra su pasión antes de que Laura regrese de entre los muertos. Así se explicita en la escena en que Waldo le reprocha su interés por adquirir el cuadro de Laura una vez que todos sus enseres se ponen a la venta tras su fallecimiento. ¡Qué obsesión la de este hombre por una mujer a la que «sólo» ha visto en un cuadro!, me decía cada vez que veía la película. Sí, la chica es una belleza, pero… El caso es que todo cobra sentido tras leer la novela. Ese «vacío», ese punto ciego está explicado por el elemento textual eliminado en la película. Veremos porqué.

Y es que McPherson, en aquellas escenas en las que «husmea» el apartamento de Laura, no sólo contempla el cuadro (de hecho, en la novela el cuadro es un elemento secundario), sino que lee sus diarios. Es decir, además de curiosear y acariciar las prendas íntimas de la joven, el detective se introduce en lo más profundo de una persona, en sus escritos privados, en sus confesiones personales, en la exposición de su personalidad, lee su diario. Y ese diario, para Laura, es muy relevante. Así lo confiesa al comienzo de su narración, «La semana pasada, cuando creía que iba a casarme, quemé mi niñez tras de mí. Y juré no volver a escribir un diario». Y es que McPherson entra en la intimidad de Laura a través de su “vida escrita”: lee su diario, curiosea sus cartas, sus facturas; escruta los libros de su biblioteca. Es decir, en esta novela la lectura es un modo de investigación. Y la escritura es un modo de expresión. Lydecker escribe (es periodista y escritor), McPherson escribe, «Ahora yo continuaré la historia», dice en la primera página de su “parte”. «Mi relato no tendrá el sofisticado toque profesional que, como diría él, distingue la prosa de Waldo Lydecker». De este modo explícito, McPherson comienza su narración y se convierte en escritor, toma el relevo de Lydecker. Y desvela de algún modo que se enamora de Laura tras conocerla «en» sus escritos.

Y, por fin, Laura también escribe. Su narración nos introduce en un relato más íntimo y descarnado. Para Laura la escritura es también una necesidad. Desde niña había llevado un diario. Al comienzo de su relato confiesa su necesidad de expresar su intimidad en él, «Nunca he sabido llevar un diario al uso, reducir mi vida a una línea por día, ni conceder al desayuno del día 16 la misma importancia que al enamoramiento del 17». Y más adelante confirma su apego por lo escrito, «antes de empezar a pensar con la cabeza sobre cualquier acontecimiento, tengo que verlo como algo sólido, en papel». Se revela en esta declaración la categoría lectora de la joven. La realidad vista a través de las palabras. Tanto es así que más adelante Laura admite que una vez intentó escribir una novela, «era mala y nunca la terminé; pero la escritura espesa el polvo». Y aquí no se trata sólo de poner por escrito los sucesos que les acontecen a los protagonistas narradores, es algo más, es una intención de estilo, de “escribir como se debe”.

En un momento de la narración, Laura se va por el lado lírico, hablando de pétalos rojos que se dispersan a sus pies. Y, entonces, se para y corrige ese estilo. «Esta no es forma de escribir la historia. Debería hacerlo de manera simple y coherente, enumerando los hechos uno a uno y poniendo orden en el caos de mi mente». Con este gesto la joven se distancia del estilo de Waldo, lírico y sofisticado, y se acerca al estilo seco, sobrio y popular de McPherson. Podríamos ver aquí la intención ─ ¿de Caspary?, ¿del personaje Laura? ─ por producir un deslizamiento de la alta cultura representada por Waldo a la cultura popular que representa el policía (paso de la novela clásica de misterio al hardboiled). Este deslizamiento resultaría anecdótico si no llegara unido con otro deslizamiento más profundo. Porque, ¿no es asimismo un desplazamiento la degradación personal y social de Laura al dejarse caer en brazos del tosco e insensible policía? Laura se abandona a una devaluación personal. Waldo nos ha presentado a una Laura sofisticada, inteligente, madura, creativa, dueña de su vida. Y como tal la vemos tras su regreso de la muerte. Pero no tardamos en asistir a una degradación de aquella Laura ideal (diríamos que “creada” por el elitista Lydecker) para contemplar a una Laura abandonada a lo sensual, atraída por lo barriobajero y embrutecido del mundo de McPherson. Por su puesto, en la película esta «degradación» de Laura no se ve por ningún lado.

En las últimas páginas de su propio relato, Laura se abre a las pasiones, se abandona a la lascivia, se convierte en otra mujer o, por qué no, se muestra verdadera. Lo que leemos lo ha escrito Laura, es su confesión. Hace literatura. Hay una escena clave en este proceso de degradación. Aparecen Laura, McPherson y Lydecker. El escritor trata de “salvar” a su amiga de entregarse al teniente, pero ante el empeño de Laura, desiste: «Os felicito por vuestra autodestrucción, hijos míos ─dijo Waldo, colocándose las gafas sobre la nariz» ─ «Waldo ─dije, dando un paso tímido hacia él. El brazo de Mark se tensó y me agarró. Me sujetó y olvidé al viejo amigo que esperaba junto a la puerta, con el sombrero en la mano. Me olvidé de todo; incluida la vergüenza, y me derretí, con la mente nublada; me liberé de todos mis miedos y angustias y me dejé caer en sus brazos, como una fulana».

A partir de esta escena asistimos a la máxima degradación de Laura. Ella misma se califica y parece hacerlo ─mediante la escritura, para mostrarlo al mundo─ con placer morboso. Las palabras utilizadas nos parecen insólitas en boca de la joven sofisticada que conocíamos. Desde luego no son palabras imaginables en boca de la actriz Gene Tierney. Todo esto no aparece en la película, por supuesto. Por eso la novela llega mucho más allá de contarnos una historia policíaca. La novela cuenta la historia de la conversión de una mujer. Y es la propia Laura quien nos lo cuenta, la que desea contarlo: «Sigo sentada al borde de la cama, a medio vestir. […] Tengo las manos tan frías que apenas puedo sostener el lápiz. Pero debo escribir; tengo que seguir poniéndolo todo por escrito para despejar la confusión de mi mente y pensar con claridad». Ese deseo de contar, esa necesidad de contarse es la de todo buen escritor. Escribir como único modo de ser en el mundo. Laura se ha quedado sola tras la salida de Mark, escribe en la noche, está dispuesta a todo, se abandona. Las últimas líneas de su relato resultan soberbias: «Está sonando el timbre. Puede que haya vuelto para arrestarme. Me encontrará como a una furcia, con mi combinación rosa con un tirante caído sobre el hombro y el pelo suelto. Como una muñeca, como una tipa, como una mujer de las que los hombres utilizan y luego dejan de lado».

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