El diccionario de la Real Academia define bisoño como “Nuevo e inexperto en cualquier arte u oficio”.
Cuando te tachan de bisoño tras más de 30 años de dedicación al oficio de la política, en realidad se trata de un eufemismo de torpe. Y si quien te lo lanza, además, es un compañero de partido, no hay duda: te están segando la hierba bajo los pies.
Lo cierto es que resulta difícil seguir la estrategia del aún líder del PP. Su conducta no puede ser más errática y contradictoria.
No puede identificarse un corpus ideológico, ni un proyecto de país, ni tan siquiera un perfil coherente de personaje o una línea estable de discurso… En las acciones y en las palabras de Feijóo solo hay un hilo conductor claro: quiere el poder. Todo lo demás es confusión.
Probablemente siempre pensó que no le hacía falta más. De hecho así ganó las elecciones en Galicia y se mantuvo durante décadas en el gobierno autonómico. Claro que la política nacional no le proporciona el valladar de clientelismo gregario y medios más o menos cómodos al que estaba acostumbrado.
En la política nacional no basta con detentar el poder o demandarlo como presunto depositario legítimo único. Hay que ganarlo con ideas y con capacidades para convencer y para pactar. Y a Fejóo, el bisoño, le faltan tanto unas como otras.
Repasemos algunas de sus contradicciones más notorias.
Se presenta como hombre centrado, pero se estrena al frente del PP validando los primeros pactos de gobierno en Europa con la ultraderecha radical.
Pretende vestirse de moderado, pero adopta el discurso hiperbólico y tremendista contra el Gobierno.
Presume de dialogante, pero no cesa de descalificar uno a uno a todos los posibles interlocutores para el diálogo, sean progresistas o nacionalistas, excepto a Vox, claro.
Defiende con toda solemnidad el principio de que gobierne el partido que obtiene más votos, pero quiebra ese principio rápidamente para que su partido acceda al poder en comunidades y ayuntamientos.
Descalifica al Gobierno de coalición como “frankenstein”, por sus acuerdos con fuerzas diversas, pero presume de alcanzar acuerdos simultáneos con la ultraderecha de Vox, los foralistas de UPN y los nacionalistas canarios, mientras los busca con nacionalistas vascos y catalanes.
Tacha a los partidos independentistas de fuerzas anti-Estado que buscan desmontar lo más sagrado de España, pero les incluye en su búsqueda de pactos para investirse Presidente del Gobierno, incluidos aquellos liderados por el “prófugo de la Justicia”.
Ofrece recuperar la estabilidad y el sosiego para la política española, pero compromete limitar la duración de la legislatura a solo dos años, la mitad de lo que establece la Constitución.
Quiere consolidar la Constitución y sus mandatos, pero se niega a cumplir con el mandato del artículo 122 de la Constitución para renovar el gobierno del Poder Judicial, caducado desde hace años.
Pide reuniones a los presidentes de las Comunidades Autónomas en su búsqueda de apoyos para la sesión de investidura, pero los presidentes autonómicos le indican que ellos no votan en el Congreso de los Diputados.
Fuerza una reunión con Sánchez para reclamarle apoyo a un gobierno que desmonte todo lo que Sánchez ha montado, y se sorprende de que Sánchez no se muestre partidario.
Lo más penoso: se niega a aceptar la voluntad popular expresada en las urnas del 23 de julio. Feijóo pidió a los españoles respaldo para derogar el gobierno progresista, y los españoles le dieron la espalda.
Y ojo, hay cierta lideresa por ahí experta en merendarse bisoños.