“Lo que más me dolió, cuando me quitaron la concesión de los Goya, fue que borraran mi nombre de la página web de la Academia”.
El escultor ovetense José Luis Fernández Fernández, a sus ochenta años, sigue trabajando en su taller de Torrejón de Ardoz (Madrid) con una energía desbordante. Sin embargo, a pesar de contar con una larga trayectoria a sus espaldas —jalonada por un sinfín de exposiciones y premios— es conocido, sobre todo, por haber sido el artífice de la imagen más reconocible de los llamados coloquialmente “cabezones” de los Goya. Y eso que en rigor no fue su creador, mérito que corresponde al escultor malagueño Miguel Ortiz Berrocal. Este en 1987, a petición de los académicos que pusieron en marcha el galardón, diseñó la primera escultura, pero —ya en su cuarto año— optaron por la propuesta de Fernández. Estuvo haciendo las estatuillas durante 32 ediciones. año tras año. No obstante, en la edición del 25 de enero del 2020, la Academia cambiaría el modelo por tercera vez para encargárselo en esta ocasión a la Fundación Mariano Benlliure. ¡La polémica estaba servida!
José Luis Fernández empezó muy pronto en el taller familiar. Esto le acercó de forma natural a lo que fueron las escuelas de imaginería religiosa de la tradición escultórica medieval, renacentista y barroca que dialogaban con las diversas artesanías populares. Gracias a ello pudo realizar sus primeros trabajos de inspiración románica para la iglesia asturiana de Santa María de Narzana.
Su aprendizaje en la Escuela de Artes y Oficios de Oviedo le lleva al esculpido en piedra y a la escultura en bronce a la cera perdida.
Muy joven se traslada a Madrid donde se relaciona tanto con los grandes maestros —desde Juan de Ávalos a Enrique Pérez Comendador, pasando por José Planes— como con sus compañeros de generación (Eduardo Naranjo, Ramón Lapayese y Cristóbal Toral). Su asistencia al Círculo de Bellas Artes amplía su aprendizaje.
En el año 1972, acabará montando la fundición Esfinge y un taller, que hoy día son un referente en la escultura de nuestro país. La ampliación de las instalaciones le lleva a trasladarlas, en la década de los 90, a la localidad madrileña de Torrejón de Ardoz.
En esa misma época el Centro de Arte Moderno de su ciudad natal le monta una espléndida exposición antológica que lleva por título “Treinta años de escultura”.
Con un gran compromiso con la experimentación, Fernández ha trabajado con todo tipo de materiales si bien se decanta por la madera, la piedra, el metal y la resina. En todos ellos demuestra una gran maestría en su modelado y talla. Si como pensaba Picasso “la escultura es el arte de la inteligencia”, Fernández hace realidad el aserto.
Sus obras se pueden admirar en muchas iglesias y museos y aquellas de carácter público se encuentran repartidas por muchas de nuestras ciudades. Torrejón es una de ellas, donde la presencia de sus obras embellece la localidad.
En el año 2001, el comisario José María de Parreño lo seleccionó como uno de los artistas de los treinta y uno que incluyó en la magna muestra colectiva “Un bosque en obras, vanguardias en la escultura en madera”, que fue expuesta en la Sala de las Alhajas de la Fundación Caja Madrid de la capital y en el Museo Esteban Vicente de Segovia. La exposición supuso una contribución inédita a la historiografía artística y para Fernández fue un logro personal porque sus tallas se podían contemplar junto a las de Picasso o Ferrant.
Este año Fernández ha recibido la Manzana de Oro del Centro Asturiano de Madrid, máximo galardón que concede la entidad astur-madrileña a los asturianos consagrados.
Entreletras , gracias a la generosa colaboración de la poeta Carmen Ortigosa, ha tenido la oportunidad de conversar con el escultor en su taller-fundición de Torrejón.
Usted se inició desde muy joven en la escultura con la talla en madera. ¿Cómo fue evolucionando la elección de los materiales en su obra?
—Sí, empecé con la talla en madera porque yo tenía unos tíos míos, que eran grandes tallistas de muebles estilo de Luis XV. Eso me permitió acercarme al arte sacro, arte muy importante que fue transmitido por la Iglesia a través de los tiempos. Pero claro, fui evolucionando, y también tuve que trabajar la piedra y el bronce. Más tarde, cuando ya llevaba cierto tiempo en Madrid, al ver que la fundición era tan cara —y como yo podía hacerla— monté una propia con mi hermano Enrique. La fundición se fue haciendo conocida y por eso no solamente realizo en ella mi obra, sino la de otros escultores también.
¿Qué relación mantiene con la materia?
Bueno, la materia la elige el escultor según lo que va a diseñar. Por ejemplo, un modelado en mármol tiene que ser muy “escultórico”, por aquello que decía Miguel Ángel: Si una escultura se caía por un terraplén, al rodar no se debía romper si estaba bien conseguida: no perdía ni los brazos ni nada, o sea que estaba todo muy unido a la materia.
Usted dice con frecuencia que la escultura es un arte brutal como la naturaleza. Explíquenos eso.
Bueno, es brutal porque realmente cada escultura que haces es un esfuerzo, un esfuerzo que sabes cuando empieza, pero nunca cuando termina. Y hay que vencer muchísimas dificultades, por eso el escultor debe conocer todos los oficios. Tiene que ser ebanista, herrero, albañil y buen dibujante también: el principio siempre es el dibujo.
¿En qué medida cuando se esculpe la materia se está auto-esculpiéndose uno mismo?
Sí, está la creación, por una parte. La creación es lo que más cuesta, se va venciendo a base del oficio y del buen hacer de cada escultor, porque todas son dificultades para lograr la perfección.
Pero, ¿existe la perfección?
Existe relativamente. Mira, las esculturas que se están hoy día digitalizando son tan perfectas que podemos ver hasta la delgadez de la camisa, por ejemplo. Tienen una perfección que molesta, porque en la obra de arte tiene que verse la mano del artista.
Usted mantiene todavía un taller en Vallecas desde la época en la que vivía allí Benjamín Palencia. ¿Tuvo contacto con él o con sus discípulos?
No, yo en Vallecas, tuve contacto con el grupo El Paso, porque trabajé con Antonio Suárez, un pintor que estaba con ellos. Con los otros, aunque andaban por allí, no tuve ningún encuentro.
¿Y no ve huellas de la obra del escultor Alberto Sánchez en su propia obra?
Pues Alberto sí me ha gustado, pero no fue de los que a mí me inspiraron. Mira, allí tengo un pequeño un homenaje que le hice, pero no me ha influido, creo. No, yo me inspiré en el gran maestro Henry Moore. Y en Brancusi también.
Pero, ¿se considera un seguidor de esa tendencia?
No, no, no, en absoluto. El arte siempre está dominado por las corrientes de la época, y en aquel momento todos los escultores teníamos algunas influencias de esos grandes maestros. Es lógico.
Usted no se encuadra en ninguna escuela… Se ha venido a decir que su obra establece un nexo entre el Grupo El Paso (con escultores como Pablo Serrano y Martín Chirino) y la nueva figuración madrileña y el posmodernismo de los 80 (con artistas como Guillermo Pérez Villalta).
Sí, a mí me cogió la época de la Movida. Cronológicamente, mi trabajo se encuentra entre El Paso y este fenómeno. Luego ahí ya se acabó todo. Cada uno fue por su lado. Yo creo que tengo mi identidad. Porque lo ideal de la obra de arte es que cuando la mires sepas que esto es de fulanito. Considero que he conseguido eso. Sí, que se identifique mi propio estilo.
Además, me considero un escultor versátil. No me he quedado en una cosa, me encanta hacer cosas figurativas, acercándome a la naturaleza. Y, a la vez, he hecho series diversas como las Osamentas, las Germinaciones, los Péndulos o los Tótems, con un lenguaje más personal. No me he encasillado. Para mí repetir siempre el mismo estilo de la misma obra no tiene interés.
Viendo su obra se aprecia un diálogo entre lo figurativo y la abstracción.
Sí, hay una lucha ahí, una tensión, pero es buscada, responde a mis intereses… Porque nunca me he puesto a la moda, conscientemente. He hecho siempre lo que he sentido, y al hacer esto, el artista, sin quererlo, arrastra la cultura a su tiempo.
¿El escultor es un cronista de su época, como el poeta por ejemplo?
– Por supuesto que sí, también es un cronista. Pero el testimonio nuestro es distinto: es plástico, claro. Pero también expresamos nuestra filosofía a través de nuestro quehacer. Y sale sin querer. Aquella piedra que ves allí está muy sentida: son mis formas… Sea lo que sea: una cosa, un hueso, un pecho, no sé… está influenciada por los tiempos… La escultura tiene sentimiento, como la poesía.
¿Qué importancia le concede a la luz y al vacío en sus piezas?
El espacio, el hueco, la integración de formas es la que da la fuerza a la escultura. El hueco, el vacío es tan importante como el exterior. Sin embargo, esos escultores que han apostado por lo metafísico como Oteiza no me interesan. Me interesa más Chillida que es un escultor arquitectónico y, aunque en algunos casos es un poco frío, sí me gusta…
Al que aprecia, por lo que veo, es a Baltasar Lobo… (Tiene un cartel del escultor zamorano en una de las paredes).
Sí, es excelente… Tiene un museo en Zamora. Triunfó en París, y luego ya cuando regresó le hicieron el museo en su ciudad natal…
A usted se lo tendrán que hacer en Asturias…
¡No, a mí me lo tendrían que hacer aquí! En Torrejón…
Pero su célebre Pensadora está en Oviedo, enfrente del Teatro Campoamor. ¿Hay una ironía con El Pensador de Rodin?
¡No! Qué va. Simplemente pensé… Me gustó mucho hacerla. Es de la época de la serie de mis Mujeres protegidas.
Durante 32 años ha estado haciendo las estatuillas de los Goya…
Sí, sí, sí. Y además he salido todos esos años en televisión, en todas las ceremonias, y con mi familia, con mi mujer y mi hermano, y haciendo vídeos… Los Goya me los dieron porque los de Berrocal tenían el fallo de que pesaban quince kilos, y cuando se lo entregaron a la señora Rafaela Aparicio, esta se cayó al suelo con el bronce. Berrocal hizo una escultura que tenía una moneda del rey que al apretarla se abría el cráneo y salía una máquina de cine. Vamos, una horterada que era inmanejable. Así que se dirigieron a mí que conseguí, con diferentes técnicas, aligerar la pesada carga hasta menos de los dos kilos de peso y con una apariencia adecuada para la gala. Pero se hizo a concurso, y lo gané yo. No fue a dedo, ¿eh?
¿Cómo le comunicaron que le cancelaban la exclusiva?
– A mí solamente me llamaron por teléfono. “Oye, que no vas a hacer el Goya más porque lo va a hacer otro”. Fue un golpe duro, pero lo que más me dolió fue la cosa moral de que quitaran mi nombre de la página web de la Academia al día siguiente. Porque en la página sí que estaba Berrocal, y también Benlliure (que murió hace 150 años, cuando casi no existía el cine). La fundación Benlliure y los nietos y bisnietos del artista han estado siempre diciendo que lo mío era una copia del busto que hizo él. Tengo documentos que aseguran que no era una copia en absoluto. Porque el mismo derecho que tuvo Benlliure para interpretar los autorretratos de Goya y los retratos de Vicente o los de sus discípulos lo tuve yo. Sólo coincidíamos en el ropaje de época y nada más. Eso no es un pastiche, como han dicho. Yo lo hacía con mucha ilusión. Además, ya todo el mundo sabía que lo hacía yo. Y cómo lo hacía… Aquí, en este taller, se han hecho un montón de reportajes sobre los premios, y ha venido mucha gente del cine. ¡Ahora ya nadie se acuerda!
¿Qué opina del mundo de la escultura hoy día?
Este oficio se está acabando, tal como lo hemos conocido. Ahora te mandan un prototipo de plástico diseñado por ordenador, pero ya no se manchan las manos. ¿Qué quieres que te diga?
Y con la Inteligencia artificial más de lo mismo. No tiene el alma que pone un trabajador manual, porque un escultor es un trabajador manual.
¿Qué le queda por hacer, José Luis?
¡Muchísimas cosas! Hombre, lo que más me preocupa es colocar mi obra en algún sitio. He hecho mucho arte urbano, pero me gustaría que mi obra perdurara en un espacio propio. Es el sueño de todos los artistas.