noviembre de 2024 - VIII Año

‘Paraíso claustral’ de Carlos Aganzo

Paraíso claustral
Carlos Aganzo
Vaso Roto Ediciones, Colección Poesía, nº 186;
Madrid, 2023.
72 páginas.

Escribí en su momento que la creación del poeta y periodista Carlos Aganzo (Madrid, 1963), fundamentalmente a partir de Caídos ángeles (2008) y Las voces encendidas (2010, XX Premio de Poesía “Jaime Gil de Biedma”), “toma conciencia del derrumbe ético sufrido (…) por la sociedad contemporánea”. Al respecto, la tetralogía que fue conformándose desde la aparición de las citadas Voces encendidas, y a la que luego se sumaron Las flautas de los bárbaros (2012) y En la región de Nod (2014, XVII Premio de Poesía “Ciudad de Salamanca”), tuvo en el volumen titulado Jardín con biblioteca (2020) un cierre gozosamente lógico: el del reencuentro –anhelado reencuentro- con nuestras raíces greco-latinas, con las enseñanzas de los clásicos, en mitad de la intemperie desolada. No obstante –y el nuevo libro que suscita las presentes líneas, Paraíso claustral, con creces vendría ahora a probarlo-, el sujeto poético ha necesitado ir más allá del jardín con biblioteca, o de la biblioteca con jardín de Cicerón, mirando hacia un oculto jardín de Extremo Oriente, aunque sin perder de vista la celda de luz de un monje adscrito a la orden del Císter.

En las páginas de Paraíso claustral encontramos, pues, los muy medidos términos de una redoblada apuesta por lo que podríamos denominar “lo esencial”, o dicho de otro modo en esta época nuestra de masivas destrucciones y disparates sin fin, por la esencialidad preñada del más alto sentido, capaz de establecer –según leemos en el texto de contracubierta del volumen- un “diálogo atemporal entre el jardín oculto al que se retiró el poeta chino del siglo IX Sikong Tu y la celda luminosa con la que el monje Bernardo de Claraval representó su gran desafío espiritual tres siglos más tarde”. El propio Carlos Aganzo, para cerrar las líneas preliminares de su nuevo libro, propone este párrafo sumamente esclarecedor: “Con inmensa admiración artística hacia las enseñanzas de las categorías poéticas de Sikong Tu, pero también con anhelo de los paraísos claustrales de Bernardo de Claraval, están escritos estos poemas. La mitad de ellos en un jardín ubérrimo. La otra mitad, en un mirador luminoso sobre los campos desnudos. Dos caras, acaso, de una misma inquietud del hombre en su relación con el mundo”. Esclarecedoras palabras que, también, nos hablan de un implícito proceso de convergencia entre las tradiciones de Oriente y Occidente, lo cual tiene su reflejo en la mera morfología de la obra. Porque, más allá de la clarísima y exactísima división del poemario en dos libros simétricos –“Jardín confinado” y “La celda luminosa”, sus títulos- de veinticuatro composiciones cada uno (hallándose cada composición precedida por citas de Sikong Tu en los veinticuatro primeros casos, y de Bernardo de Claraval en los otros veinticuatro, para mayor simetría), lo cierto es que el tipo de poema resultante, de principio a fin, se encuentra a caballo entre un mundo y otro: de Las veinticuatro categorías de la poesía, de Sikong Tu, el autor toma, efectivamente, la estructura de veinticuatro poemas de doce versos cada uno, pero los versos de Carlos Aganzo no serán tetrasílabos sino endecasílabos, abandonando asimismo la rima de los dos últimos. En suma, todo un alarde de sincretismo cultural; todo un hallazgo de confluencias en el espacio y en el tiempo.

Ni que decir tiene que la descrita concisión de la propuesta, en lo que a la forma atañe, contribuye a hacer de Paraíso claustral el libro quizá más desnudo y bellamente enigmático de su autor. “Al respirar es fácil confundir / tu latido y el pulso de las cosas”, leemos casi al inicio del volumen, y ese anhelo, virtualmente cumplido, de alianza recobrada entre el ser humano y su entorno le abre la senda tanto a las delicias de una percepción insólita, y sin duda en estado de gracia –“Visible es lo invisible si lo alumbra / la bujía interior del corazón (…) // El ruiseñor calló, ciegos veremos / qué nos dicen mañana las alondras”- como al provecho de una fluencia universal donde la intervención del hombre no aboca a trastornos irremediables –“Pisar las margaritas, comprobar / que sus tallos de nuevo se enderezan. // Que se borra tu huella. No escribir. / Dejar mejor que fluya la elegancia”-. De esta manera, “lo que quede al final será la pulpa. / Las palabras que den sentido al mundo”. Se afirma así el destino del poeta, y más aún en este mundo nuestro, tan manifiestamente declinante: “(…) Si el orbe se desploma, / que sea tu corazón quien lo sostenga. // Que tu voz, al nombrarlo, lo construya / de nuevo con palabras iniciales”.

Y sin embargo, y se diría casi que a despecho de todo lo logrado por la vía de la depuración, resulta ineludible afrontar una final disyuntiva: la del enigma crucial ante el abismo. “Si buscas ser feliz quédate al límite / del abismo, contempla su vacío. // Otra cosa es si quieres ser un dios. / Si quieres ser un dios, salta con ellas”. Así pues, el acceso a la sabiduría última, a la postrera revelación desde el despojamiento, ¿supondría la renuncia a una felicidad tan arduamente conquistada? (Sin olvidar por el camino una de las fundamentales enseñanzas del siempre recordado Sikong Tu: “Lo deliberado es el fracaso, simplemente.”) El segundo de los libros de Paraíso claustral no hace sino ahondar en semejantes sutilezas por medio de una búsqueda admirable, y a lo largo de la cual Carlos Aganzo, poniendo cada verso bajo la fértil sombra del amor, abraza paradojas de extraordinaria hondura. Pues si el silencio es condición del abandono, “el que busca el silencio, ¿por qué siente / estas ganas grandiosas de cantar?”.

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