En los últimos años se han ido haciendo realidad los pesimistas vaticinios del francés Alain Minc, hechos en 1993, acerca de los riesgos para Europa de volver a caer en nueva “Edad Oscura”. Para él, la situación tras el fin del imperio soviético no era tan esperanzadora como para la mayoría. En 1990 desapareció un orden, pero el futuro ofrecía incertidumbres. Y al orden anterior a 1990 no le ha sucedido un nuevo orden, sino un creciente desorden, progresivamente caótico, extendido a las relaciones internacionales y dentro de cada país. El resultado es una realidad imprecisa y aleatoria, como la actual: hoy hay una guerra europea (Ucrania) y las supersticiones ideológicas más extravagantes se propagan por Europa y América, Australia…
¿Se ha vuelto el mundo del revés? Pese a su fragilidad, el pensamiento posmoderno (también “débil” o de la “posverdad”) llegó a enseñorearse de todo, aunque hoy se bate en retirada en filosofía, donde apareció. Con él surgieron propuestas de “superación” (en realidad destrucción) de las sociedades libres. Propuestas patrocinadas por universidades antaño prestigiosas y con el apoyo de grandes multinacionales de todos los sectores, como las del Foro de Davos.
Da la impresión de que el viejo comunismo, derrotado en 1990, ha reaparecido con el mundo al revés del cambio climático, de las ideologías de género, del LGTBIQ+, del ultrafeminismo, del movimiento “woke” … Pero no es un retorno del comunismo marxista, aunque algo de eso haya. Es el sempiterno influjo rousseauniano en la Modernidad -inspirador también del comunismo ateo-, que alienta siempre en nuestra cultura como una de las grandes ambigüedades de la Ilustración. Tras el estupor y sorpresa iniciales, se empiezan a oír voces de preocupación y hasta de alarma, en todas partes: comienzan a ser patentes los extravíos a que están conduciendo las derivas de muchos movimientos radicales actuales. Porque, a la vista está: los “nuevos” ecologismos, feminismos, LGTBIQ+, animalismos y anticapitalismos en general, imponen una acción política, o más bien anti-política, para “superar” (destruir) las sociedades libres (leer Antisistemas por sistema).
Las sociedades libres están fundadas en una triple separación: 1) la del poder temporal (Estado) y el espiritual (iglesias); 2) la del individuo y la comunidad; y 3) la separación entre las creencias y los saberes, especialmente las ciencias. Las humanidades y las ciencias son muy importantes en las sociedades libres, pero la investigación científica es esencial en ellas: es la traducción epistémica de la libertad de conciencia y de expresión individual, uno de los pilares del orden liberal-democrático. El «espíritu crítico», tan característico de las sociedades libres, resulta igualmente valioso frente a los poderes políticos y sociales, como frente a un problema científico o técnico a resolver.
Ahí reside una de las grandes fortalezas de las sociedades abiertas: haber construido regímenes de libertad estables que son, a la vez, compatibles con el mantenimiento de relaciones sociales permanentes. Regímenes de libertad perfectibles, pero cuya destrucción (“superación”) no traerá ninguna liberación, sino lo contrario. Sin embargo, en la actualidad y ante la estupefacción más general, se asiste al desarrollo y aplicación, por todas partes, de muchas de las más descabaladas propuestas de las ideologías anti-sistema surgidas a finales del siglo XX. Propuestas para difuminar y limitar los sistemas de libertad, con las pequeñas transgresiones y rebeliones prêt à porter, de aires adolescentes, que impulsan sus activistas.
En el último tercio del siglo XX, el pensamiento posmoderno, cuyo más destacado representante fue el francés M. Foucault, con su intransigente denuncia contra todos los saberes y contra la misma realidad, hizo el trabajo de demolición intelectual imprescindible para la proliferación de estas “nuevas” ideologías “antisistema”, nutridas de subjetivismo y de voluntarismo. Se aprecia en el animalismo, en el LGTBIQ+, o en el feminismo radical, la “corrección política”, los “woke”, etc. De su mano, avanza en nuestras sociedades un nuevo oscurantismo, que se expande sin hallar aparentemente mucha resistencia, pese al enorme estupor que produce. Lo acompañan limitaciones de libertades, como la de expresión, o asociación, restringidas en muchos países para “proteger” a minorías presuntamente oprimidas: limitar la libertad nunca ha servido para combatir la opresión, sino más bien para todo lo contrario.
Los posmodernos apostaron por el subjetivismo más radical al declarar la realidad como mera interpretación, sin soporte objetivador alguno. Peor aún, Foucault la consideró un “constructo cultural”, entre otros muchos, que deben ser “deconstruidos” para “liberarse” de ellos, pues son creaciones del “poder” para oprimir a la gente. La filosofía de la deconstrucción fue su “hoja de ruta”, y su programa ha consistido en la deconstrucción de toda “normalidad” de las cosas y entidades espontáneas (“naturales”), rechazadas por ser “creaciones” del poder para dominar y oprimir a los individuos.
El subjetivismo total de los posmodernos, desde su drástico relativismo, siguió y culminó la línea nihilista ya trazada por existencialistas, estructuralistas, analíticos, etc., en los siglos XIX y XX. Los posmodernos, en realidad, fueron la respuesta desencantada del “revolucionarismo” ante el fracaso del socialismo real, evidente ya en 1960. La filosofía posmoderna integró en su seno los restos de todos los naufragios intelectuales que la precedieron en el siglo XX (existencialismo, estructuralismo, positivismo, marxismo, etc.), pero, pese a todo, logró una amplia difusión. Afortunadamente, la filosofía va tomando ya orientaciones muy diferentes en este siglo XXI (leer La filosofía posmoderna, un final ineludible).
Los posmodernos negaron la idea de verdad, considerada otro “constructo cultural” a “deconstruir” y un dogma del poder para oprimir a la gente. Pero, paradójicamente, fundamentaron su pensamiento en tres verdades absolutas o dogmas básicos: 1) el ser humano es sólo una «página en blanco», enteramente modelable por la sociedad (ingeniería social); 2) la igualdad entre los individuos implica necesariamente su plena similitud biológica, casi su intercambiabilidad (movimientos “trans”); y 3) la ciencia, al igual que todos los saberes, es sólo otro “constructo cultural” más del poder, que oprime a los individuos, como todos los “constructos culturales”. Ninguno de estos tres dogmas es sostenible o defendible, pero se han popularizado mucho. A fin de cuentas, ¿no era todo relativo?
La confrontación cultural se generaliza en todos los ámbitos por el afán de esas ideologías de imponer sus dogmas. La escalada de ataques radicales ha alcanzado también a las ciencias. Un cuestionamiento fundado en “razones” de mucha entidad: son saberes “eurocentristas”, del “hombre blanco”, o “machistas”. Y, así, se ha pedido la reconsideración de la ley de la gravedad “porque representa solo una perspectiva occidental”. En muchas Universidades de América y en algunas europeas, Platón y Aristóteles no pasan de vulgares “señoros blancos”, sin más trascendencia teórica y, en 2022, se prohibió a Homero, por “machista” y “violento” (¡!), en Lawrence (Massachusetts).
Les sucede, entre otras ciencias, a la biología, la medicina o la climatología, impugnadas y denunciadas por no adecuarse a las consignas anti-sistema del momento. Esas ciencias no respaldan los dislates ideológicos de ecologistas (la climatología), ni del feminismo, los animalistas o los “trans” (biología y medicina), por lo que son atacadas para negar las realidades biológicas y físicas contrarias a sus dogmas. Pero el cuestionamiento de las ciencias no se formula solo respecto a su estatus de saberes, o de sus resultados, como se hizo contra las humanidades, reconvertidas hoy en caldo de cultivo de irracionalismos y vocaciones censoras.
Esta impugnación de las ciencias ha alcanzado al método científico. Para Foucault, los métodos “científicos” están culturalmente sesgados y no son una vía de producción de conocimientos, sino de poder y de opresión. Actualmente, las descalificaciones contra quienes disienten o dudan de los nuevos dogmas, revelan actitudes y planteamientos característicos del fanático (leer Crisis de la modernidad, impostura y fanatismo). Y así, quienes disienten de las propuestas de ecologistas, LGTBIQ+, feministas radicales, etc., se los acusa de “negacionistas” y “revisionistas”, en palmario oxímoron: la revisión de resultados y teorías, y la negación de éstas, son parte esencial de la investigación científica.
Tampoco resiste el más leve examen la idea de “Ciencia” (así, con mayúscula y en singular, como si fuesen equivalentes la mineralogía y la biología molecular) que usan. Su apelación a esa “Ciencia” (sea lo que sea), se hace en base a nociones como “consenso científico” o “mayoría de científicos”. Consenso y mayorías son conceptos políticos, no científicos, y jamás se ha resuelto investigación científica alguna mediante el recurso a mayorías o a consensos. Más aún, si las ciencias se hubiesen guiado por criterios de mayorías y consensos, ni Copérnico, ni Kepler, ni Galileo, ni Newton, ni Einstein hubiesen tenido trascendencia científica alguna, pues todos ellos concitaron grandes mayorías y consensos, en su contra, al menos inicialmente.
La amenaza que comporta la acción política de estos movimientos carece de precedentes conocidos, pues antaño, la imposición de dogmas contra el saber tenía otros orígenes. Nunca se había visto que impugnaciones como las que formulan estos supersticiosos ideológicos contra las ciencias, se basasen en el veto general a los saberes -incluidas las ciencias- y a sus resultados. Tampoco se había generalizado tanto la “cancelación” (muerte civil), contra quienes dudan o critican las ideologías anti-sistema. Ni en sus mejores sueños Gramsci imaginó algo tan definitivo como la cultura de la cancelación. Además, a diferencia de lo sucedido antaño, esa negación de los saberes desde dogmas, la ejercen ahora activistas de ideologías presuntamente “nuevas” y supuestamente “progresistas”.
Alguno pensará que no puede ser, que quizá todo esto se deba sólo a algún error, pues es difícil creer lo que se ve: el oscurantismo y las limitaciones de la libertad, promovidos por gentes que se presentan como “progresistas”, ¿quién sabe? De momento, de lo que no cabe duda, es de que, desde sus supersticiones ideológicas y sin detenerse ante el oxímoron, los “nuevos” radicales contraponen la “Ciencia” a las ciencias, justifican las agresiones si son “defensivas” (ataque ruso a Ucrania: la más reciente agresión defensiva), o pretenden que las discriminaciones pueden ser “positivas” (¡!). Quizá todo consista en saber cabalgar contradicciones.
La posibilidad de que un nuevo oscurantismo abra espacios cada vez más amplios de ignorancia y dogmatismo, e imponga limitaciones de la libertad, es actualmente algo más que un riesgo.