El proceso de construcción europea inaugurado tras la Segunda Guerra Mundial no fue fruto tan solo de un impulso romántico a manos de soñadores idealistas. Se trató también y fundamentalmente de una decisión racional en beneficio de la paz y el progreso del conjunto de los europeos. Sin embargo, el reciente auge del fascismo y la anti-Europa está poniendo en serio riesgo aquellos logros, retrotrayéndonos a lo más oscuro de nuestra historia en la primera mitad del siglo XX. En este contexto crítico, los resultados de las próximas elecciones al Parlamento Europeo resultarán cruciales para determinar el futuro común.
Los impulsores de aquella utopía de la Europa unida perseguían asimismo y a medio plazo objetivos muy concretos y determinantes. Se trataba de establecer las condiciones precisas de interdependencia y complicidad entre las naciones de Europa para impedir nuevas guerras, como las que habían asolado el continente durante miles de años. Se trataba también de vacunar al pueblo europeo ante la terrible enfermedad del nacionalismo exacerbado y el fascismo criminal, promoviendo un ethos común basado en los valores de la democracia y los derechos humanos. Se trataba, por último, de convertir a Europa en una referencia de avance civilizatorio en todo el mundo. El respaldo de la potencia estadounidense a este proyecto fue fundamental.
Durante más de medio siglo, a pesar de sus inconvenientes y retrocesos, aquel impulso pacifista y progresista ha dado lugar a la mejor y más duradera etapa de disfrute de derechos y libertades para centenares de millones de europeos. Pero este proyecto exitoso se encuentra inmerso en una crisis muy seria. De hecho, las intenciones explícitas de muchos de los principales dirigentes europeos de hoy pueden convertir el viejo sueño europeo en la peor de nuestras pesadillas.
La salida del Reino Unido de la UE, al calor de la eurofobia nacionalista y xenófoba, ha supuesto un duro golpe para las expectativas de un proceso federalizante en Europa. En paralelo al brexit, diversas fuerzas populistas, con el acervo común de la anti-Europa y el discurso contra la inmigración, han ido tomando el poder en algunos Estados clave. Son los casos de la Italia de Salvini, la Hungría de Orban, la Austria de Kurz, la Holanda de Rutte, la Polonia de Kaczynski, la Baviera de Seehofer…, además del serio avance electoral de la extrema derecha en la Alemania del este, en Francia, en Inglaterra, en Bélgica, en los países ex-soviéticos…
Podemos hablar claramente ya de un resurgir del fascismo, puesto que las ideas comunes a todos estos referentes promueven la exaltación de la patria nacional frente a la ambición de una Europea unida y solidaria; el ensalzamiento de la autoridad frente a los contrapesos del poder; la unidad homogeneizante frente a la pluralidad tolerante; el odio racial frente a la igualdad y el humanitarismo; el desprecio por los valores de la ilustración como la igualdad, la libertad y la fraternidad; la respuesta agresiva e intimidante ante la crítica en la prensa o en la propia política… El ejemplo electoralmente exitoso de Donald Trump en los Estados Unidos proporciona combustible ideológico cotidiano a esta amalgama de fuerzas populistas, neo-nacionalistas y anti europeas.
En estos momentos, la presencia de las fuerzas fascistas en el Parlamento Europeo y su consiguiente capacidad de influir institucionalmente en el futuro de la UE, es muy limitada. Pero en la próxima primavera se van a celebrar elecciones al Parlamento común, y la posibilidad de que la anti-Europa logre un porcentaje significativo de escaños no es ninguna falacia.
Por tanto, ese es el reto a corto plazo. Es tiempo de movilizar a todas las fuerzas políticas y a todos los ciudadanos que comparten los valores europeos de la paz, la democracia y los derechos humanos. En defensa de la Unión y de un futuro en paz y en progreso. Para evitar el regreso de la pesadilla fascista que asoló el continente hace apenas tres generaciones.