La complicidad entre el capital financiero y el crimen organizado erosiona gravemente la legitimidad estatal y espolea los neonacionalismos
La crisis del Estado democrático es uno de los desafíos más evidentes que la política mundial encara. La interlocución entre sociedades, naciones y pueblos tan dispares como los que componen el mosaico universal se encuentra en grave peligro. Una legión de entes sin representatividad alguna se atribuye caprichosamente el manejo, a su antojo, de los designios políticos, económicos y axiológicos que afectan a la vida de buena parte de la Humanidad. Atajar la crisis del Estado, indagando sobre sus causas y calibrando sus lesivos efectos, se convierte en una tarea de la máxima importancia.
El Estado es una forma histórica de organización del poder político. Su origen y objeto fueron las clases sociales hegemónicas para mantener un sistema de dominación sobre las clases dominadas. Tras las revoluciones inglesa, americana, francesa y soviética, el Estado se trasformó profundamente. Hoy tiende a mostrarse como garante de los diferentes y antagónicos intereses sociales. La sociedad crea el Estado para satisfacer sus necesidades vitales de prosperidad, libertad, seguridad e identidad. Para mantener su satisfacción, el Estado se propone perdurar en el espacio y en el tiempo. Por eso, su forma material es territorial y su contenido se vertebra en torno a la lengua, las ideas, sentimientos y valores nacionales y culturales comunes. Hay Estados nacionales y naciones sin Estado. Cada Estado tiene una coloración ideológica. En Europa, los Estados se adscriben al capitalismo. Y se atienen al Gobierno de la mayoría. Se rigen por principios de representatividad democrática electoral, por la separación de poderes, ejecutivo, legislativo y judicial, y por el control mutuo entre estos. Poseen sistemas de leyes –generalmente Constituciones- a las que se atienen y que el sistema judicial aplica.
El Estado nación consiste en una combinación ethos y cratos, moralidad y poder, en permanente relación de tensión. La estabilidad estatal dependerá de la armonía entre ambas dimensiones. La armonía consistirá en equilibrar los intereses públicos con los intereses privados existentes en el seno de la sociedad, siendo el Estado el árbitro que consigue con su arbitraje la necesaria cohesión social. Tal equilibrio público-privado genera legitimidad, que permite al Estado aplicar arbitralmente el poder legitimado. La legitimidad es la predisposición generalizada al asentimiento y a la conformidad por parte de la sociedad que vive en ese Estado. La legitimidad autoriza al Estado, a través del Gobierno, a aplicar las leyes.
Por otra parte, todo Estado vive sometido a relaciones de fuerza, internas y externas. La crisis del Estado, de economía capitalista, obedece principalmente a las descompensaciones, desajustes y desequilibrios en esa ecuación estatal entre ethos y cratos, poder y sociabilidad, entre la política propiamente dicha y la moral social, pública. Hoy, los desajustes entre uno y otra vienen determinados por la privatización del poder, esto es, por la puesta del poder estatal al servicio de los intereses privados, en detrimento de los intereses públicos. El principal agente de la privatización del poder es el capital financiero, de naturaleza especulativa, improductiva, opuesto al capital industrial y al comercial, que sí generan empleo y riqueza colectiva y se atienen a regulaciones estatales de su proceder. Sin embargo, el capital financiero se aparta de todo tipo de control estatal y asume enormes cuotas de poder político, ideológico y económico, poderes en ningún caso representativos. Un ejemplo: 11 compañías multinacionales del sector tecnológico, que nadie ha elegido, poseen una capitalización bursátil superior al Producto Interior Bruto del Estado español. Ello les otorga un omnímodo poder a escala mundial. Otro ejemplo: de los 200.000 bancos que hay en el mundo, tan solo 28 de ellos controlan el 90% de los activos mundiales y, de estos, solo 5 bancos controlan el 51% del total. Además, cuatro grupos de comunicación gestionan y poseen el control del 80% de la información a escala planetaria.
La mayor parte de los Estados europeos ha sucumbido al poder del capital financiero, cuya meta consiste en movilizar gigantescos fondos de inversión versados hacia la obtención del beneficio, a costa de lo que sea. Se dedica a difundir el mito de que el beneficio privado se transforma por sí mismo en empleo, lo cual no es en absoluto cierto. La finalidad última de tal beneficio es la especulación. La abducción estatal por parte del capitalismo financiero sin control, ha erosionado el Estado de Bienestar, una fórmula equilibrada que presidió una prolongada etapa de bonanza entre los años 60 y 80 del siglo XX surgida tras la Segunda Guerra Mundial. El Estado de Bienestar fue resultado del temor occidental a la comunistización de Europa, por mor del poderío de la Unión Soviética. El capitalismo occidental se avino a pactar con el mundo del trabajo, con los sindicatos, ciertas formas de distribución de la riqueza. La sociedad europea vivió dos lustros de cierta prosperidad.
Al desaparecer la URSS como superpotencia, el capitalismo financiero, de cuño multinacional e impronta estadounidense, se enseñoreó del panorama mundial. Las compañías multinacionales establecieron una nueva forma de imperio económico bajo el principio de identificar el dinero con la riqueza. Se alejaron o abandonaron el mundo de la producción industrial en particular y el productivo en su conjunto, en detrimento del mundo del trabajo, al que contribuyó sobremanera a degradar salarialmente. Arremetió contra las conquistas socio-laborales de seguridad en el empleo, que gravemente precarizó, y creó bolsas de ‘opulencia privada mientras estimulaba la miseria pública’, en frase del economista capitalista John Kenneth Galbraith.
Fue entonces cuando irrumpió en las filas del capital financiero el crimen organizado. Esta forma extrema de delincuencia económica, venía desde tiempo atrás especializada en la extorsión, la evasión fiscal, el blanqueo de capitales, la creación de paraísos anti-fiscales, y numerosas otras formas de corrupción como el narcotráfico y la venta ilegal de armas. Fue así como suministró al capitalismo financiero prácticas -tan decisivas como ilegales- para crear las denominadas ingenierías financieras mediante las cuales pudo aterrizar paulatinamente en sectores económicos tan importantes como el hipotecario, el inmobiliario, la construcción, el mercado del suelo, el del ocio –apuestas, juego, espectáculos-, más los deportes (observemos qué esconden algunos de los contratos millonarios de futbolistas o los dopajes)-, entre otros. Observemos dónde han surgido y dónde van a explotar las llamadas burbujas.
Es preciso subrayar que desde el comienzo de la crisis de 2007-2008, crisis inducida por el sector más amoral del capital financiero, un tercio de la clase media española ha quedado proletarizado. El 80% de esa misma clase media ha perdido casi la cuarta parte de sus ingresos desde el comienzo de la crisis. De igual modo, un 20% de la clase trabajadora española es pobre, pese a contar con trabajo. El paro juvenil afecta a la mitad, aproximadamente, de la juventud. El sistema de pensiones, verdadero arquitrabe de las economías de subsistencia, se tambalea. Y las reivindicaciones contra la discriminación laboral y salarial de las mujeres es hoy un clamor mayoritario, semejante al de sectores como el de la Sanidad y la Educación públicas alzadas contra las pulsiones privatizadoras. El descrédito de la política estatal, gubernamental, parlamentaria, regional y municipal se acrecienta. Y ello pese a que los principales vectores de la economía española, en el esquema actual, están en manos del capital financiero y bancario, recrecido en beneficios ante Administraciones que no les hacen frente e interiorizan su lógica ajena.
Los neonacionalismos
En este contexto de crisis del Estado cabe situar el despliegue de los neo-nacionalismos europeos, como el catalán o el escocés, que se consideran vicarios de una nueva legitimidad alternativa a la legitimidad perdida por el Estado. Los citados neo-nacionalismos se muestran y desean ser percibidos como motores reestatalizantes y de nuevo cuño, frente a deterioro del Estado-nación. Ello permitiría explicar la sintonía de una parte de la izquierda radical con los neo-nacionalismos y, sobre todo, señalaría el protagonismo del proceso neo-nacionalista por parte de fracciones importantes del capital comercial y posindustrial catalanes, que mostrarían necesitar, mediante un nuevo Estado nacional, recreado y republicano, de nuevo cuño, protegerse de la arbitrariedad del capital financiero, dejando de lado el derrotado –y supuestamente añejo- Estado-nación.
La impugnación del Estado-nación cobra dimensiones inquietantes en España, habida cuenta de la erosión experimentada ahora por la política gubernamental del PP, incapaz de gestionar de manera política y dialogada, no meramente punitiva, una crisis secesionista de la envergadura de la planteada en Cataluña; y ello sin haber intentado siquiera pulsar tecla política o económica alguna para encarar el problema. Parece que Ciudadanos tampoco tenga ninguna fórmula de naturaleza política para atajar tan gravísimo problema, cuya solución no puede venir únicamente, según numerosos analistas, de la mano del artículo 155. Además, el propósito de Ciudadanos parece comprometido en desmantelar cuanto antes el statu quo vigente entre Madrid y Vitoria mediante el Concierto vasco, objetivo que, de medrar, puede preludiar nuevas y muy preocupantes consecuencias.
Lo que acaece en Cataluña no es una cuestión con ribetes exclusivamente electoral-gubernamentales, como cabe observar, sino que se trata de un asunto de entidad estatal. Solo la salida de esta crisis sería posible vertebrando una oposición al Gobierno electoralmente triunfante que, sobre la base de modificar la ley electoral y con un programa básico de regeneración democrática, metiera en cintura al capital financiero; rescatara algunas de las mejores herramientas de la planificación económica mediante una reindustrialización viable y abordara una reforma constitucional que atajara eficazmente el secesionismo.
El Gobierno del Partido Popular ha perdido a ojos de una parte importante de la población española, en general, y catalana en particular, legitimidad necesaria para representar los intereses mayoritarios de la sociedad, explícitos en todo el corpus legal y constitucional.
Pese al supuesto éxito del artículo 155, se torna al poco en un muy grave obstáculo para una solución dialogada de la impugnación secesionista, que tiene una amplia y transversal base social en Cataluña, a saber: el empresariado de la pequeña y mediana empresa catalanas golpeados por el capital financiero, cuya hegemonía sitúan en Madrid; la clase media empobrecida y proletarizada por la crisis; buena parte de la clase trabajadora, ahora pobre merced a la crisis misma, incluso pese a disponer de trabajo y obligada por la presión ambiental a optar por una identidad nacional o por otra; también participa del secesionismo la amplia proyección familiar y clientelar de la función pública catalana, polarizada por los Gobiernos nacionalistas; gran parte de la clase intelectual de Catalunya, la antigua gauche divine, que desde hace dos décadas ha mutado desde el filo-socialismo al neo-nacionalismo; más, y esto es igualmente importante, los aliados coyunturales de izquierda libertaria que ven en la secesión, en clave republicana, la única manera no de salir de la crisis, sino la mejor manera de salir del sistema en crisis, única fórmula, según creen, de erradicar la monarquía de la escena española.
El potencial movilizador emocional del nacionalismo independentista catalán es un vector coyunturalmente en retroceso, pero que puede volver a rebrotar en cualquier momento, si en la gestión política estatal sobrevienen más errores u omisiones. 2.200.000 votos no se evaporan así como así de la noche a la mañana.
El Estado nación ha sido, sin duda, una de las expresiones sociopolíticas mejor trabadas por el pensamiento humano, cuando se invirtió su función de representar tan solo a la clase dominante, como lo fue durante el Ancien Règime, para pasar a arbitrar y cohonestar los intereses públicos y los privados bajo el estatuto democrático. Su acoso sistemático por parte del sector más amoral y especulador del capital financiero ha puesto al Estado Nación contra las cuerdas. Ha colonizado las prácticas económicas y financieras estatales con un discurso de desigualdad y especulación, amenazando con instalar las sociedades otrora desarrolladas en un frenesí conflictivo inusitado, que está fomentando ya los autoritarismos, los nacionalismos exacerbados y el caos social espoleado por la desigualdad desenfrenada.
Recobrar las funciones arbitrales del Estado, recuperando al mismo tiempo sus funciones sociales perdidas a manos de los especuladores privados, es en mi opinión la tarea cardinal a desarrollar; y ello dentro de una Europa que vuelva a anteponer su condición de espacio de libertades y de igualdad social a la Europa meramente mercantilizada e indefensa, al albur de quien gobierne en Washington o en Moscú. Todo lo cual, con la convicción de que no solo el Estado sino, más allá de él, la propia Política ahora secuestrada, es el lenguaje histórico y actual más apropiado para conseguir la inteligencia social, el arreglo de los diferendos, el bienestar general y la paz. Aquellos que desde allende y aquende del Océano se proponen erradicar la política y desterrarla de las prácticas sociales, para reemplazarla por el capricho arbitrario de los caprichosos síncopes bursátiles de quienes creen que el dinero es la riqueza, padecen un delirio ultraliberal abocado al suicidio de la sociedad mundial entera.
Los aires de guerra, que hoy sería una guerra mundial de consecuencias letales, que ahora desatan esos sujetos exponentes de lo peor del capital financiero, son el correlato siniestro vinculado a sus pesadillas. Parecen querer que Europa, que ya sufrió en sus carnes la pérdida de cien millones de sus hijos e hijas en las dos últimas contiendas mundiales, sea de nuevo el escenario de sus delirios.
La fortificación del Estado, el restablecimiento de la ecuación entre legalidad y legitimidad, ahora perdida en tantos países europeos por la mercantilización de la idea de Europa; la desprivatización estatal y su democratización sincera, en clave social, así como la idea supranacional continental, reasentada en la riqueza de la pluralidad y diversidad cultural europeas, son algunos de los principales requisitos para impedirlo.