EL PASADO día 19 de los corrientes se celebró la festividad de San Mariano, eremita. Nos cuentan las hagiografías que, se fue a un bosque solitario a hacer penitencia y oración. Su fama de santidad llegó a conocerla mucha gente que acudía a su cueva para que los curara o para que los animara en sus dudas y malos ratos. Un día fue exagerada la gente que se acercó a verle. Cuál no fue su sorpresa al encontrarlo muerto debajo de un manzano. Aquí, en estos Escoriales que nos habitan, tengo buenos amigos con ese nombre, a quien aprovecho para saludar y felicitar (ya se sabe cada santo tiene su octava) y, además, en este mundo de las Letras (con mayúsculas), al hermano y maestro, Mariano Rivera Cross. Qué mejor ocasión para decirles de estos pagos escurialenses.
ALLÁ por el verano de 1993 se clausuraron los Cursos de la Universidad Complutense, en San Lorenzo del Escorial, con la conferencia: “¿Por qué literatura y pintura?”, pronunciada, leída por Ernesto Sábato. En un punto de ella, nos ilustra así: “Borges le dijo a Luis Dabove: “Pero Dabove, ¿por qué no sale un poco? Y éste le contestó: “No para qué, yo me siento muy bien viviendo aquí puede tener una visión muy buena de la realidad”. Algo similar lo que diría Tolstoi: “Pinta tu aldea y serás universal”.
Y en esto estamos, no con la pretensión de trascender, en este último apartado, de este trabajo; sino con la intención de que este San Lorenzo del Escorial, captado al amanecer y al atardecer, con estas extraordinarias instantáneas, salte las bardas locales, de estas horas fuscas del día, en las que la luz se convierte en sombra, mimetiza la figura, asume la silueta en inquietante sorpresa, enigma, secreto y presagio; llegando, alcanzado, enseñándonos, en definitiva, re-creándonos: contemplar el paisaje como lenguaje y el lenguaje como paisaje.
UN testigo excepcional de esto que aludimos en estos pagos serranos, allá en su celda agustina, lo sería un muchacho, estudiante de provecho, a quien los compañeros de estudio llamaban Monolito Azaña: “estándose de codos en la ventana, en inocente contemplación, callado, para oír el concierto de los álamos sonoros y del sapo flautista y embriagarse en el oreo voluptuoso de la Herrería”.
Cambiaríamos el lenguaje por el paisaje o el paisaje por el lenguaje y tendríamos la razón de esta propuesta universal, en este lugar cardinal de la Historia. Disfrutando de estos contrastes que se nos ofrecen, se podría adivinar la otra cara del negativo. Imaginar la razón, la esencia que la luz nos muestra: blancas jaras colegialas, pinos de verdor perennes de Abantos, picados del Guadarrama cambiantes en horas y luces, piedra preciosa, los nuevos ojos que miren percibiendo el ceño grecotinta de las nubes lentas y arrebatadas, la gracia femenina del llano hacia Madrid Saturno, los silencios de ahora, las formas gigantescas o dulces, lluvias, nieves, flores, trinos, verano hornero, humanas rocas y caminos, dorada y espinosa aliaga, amarillo piorno mansueto, álamos altivos, el morado cantueso de las libertades castellanas, los neveros serranos de cristal y azúcar, los caminillos serranos de canela, el vuelo torpón de la mariposa.
Y así, con esta galana prosa nos transmite este recado de amor, recado tácito, el vate, el demiurgo Ramón de Garciasol, quien nos advierte: “Si no lo he conseguido no es culpa del buen deseo, que es buen amor”. Y nosotros, en agradecimiento de inmarcesibilidad del poeta, lo recogemos y lo esparcimos con el noble propósito que perdure en este equilibrio naturaleza-cultura.
Llegamos, amanecemos, anochecemos y nos marchamos. Se nos queda anclado en le retina estos destellos, estos arreboles, estas transparencias tras las que la silueta conocida, adivinada, presentida permanece erguida, ausente, fiel, firme y recia. Ésta, la otra cara del negativo, aquella que pretendemos nos acompañe de regreso, en la mochila repleta de recuerdos. ¿Se podrá materializar la descomposición de la luz en sus colores constituyentes? Convertirlo en uno de esos guijarros del camino que podamos llevar en las manos, como uno de esos recuerdos que nos llevamos de un lugar visitado para dejarlo en la librería, junto a las fotografías o la cerámica.
No es necesario, en definitiva. Esos asuntos pertenecen a otra dimensión de la conciencia, de los otros sentidos que no se enumeran. Amanecer y atardecer con estos registros en San Lorenzo del Escorial, casi supone un acto de fe.
ESPERAMOS haber cumplido con las expectativas de haber llegado, o aproximarnos al corazón de los amigos, con estas sencillas y sentidas palabras de este lugar que nos ha visto crecer , y nos ha acompañado el sol en su cotidiano transcurso. Ahora, en este agosto, agostados los pastos, en su cénit.