En las familias mal avenidas, quienes testan dejan sus bienes nominalmente, señalando la herencia que legan a cada uno de sus herederos; de esa forma, prevén que la gresca familiar sea menor. En otros casos, el testamento en mandas es utilizado por quienes pretenden dejarlo todo atado y bien atado, para seguir mandando después de muertos.
El resultado de las elecciones andaluzas equivale a un certificado de defunción para los partidos en el poder que, dadas las guerras internas entre ellos, ya andaban boqueando. El divorcio de la coalición lo contiene el costo de disolver la sociedad de gananciales. Ambos quedarían en un “yo pierdo – tú pierdes” que les repugna. Los dos partidos lo saben y aguantan, tragando sapos de desamor y culebras de odio, aun poniendo buena cara.
No obstante, el momento del óbito se demorará hasta después de la próxima presidencia europea que corresponde a España. Es una muerte anunciada y segura; pero van a resistir hasta entonces, según impone su narcisismo en el plano inconsciente y sus intereses en el plano prosaico de la consciencia.
De esa expectativa, provienen las urgencias de copar el mayor número de resortes del poder institucional, e incluso de empresas privadas. Son las mandas del testamento en una prolepsis del cataclismo a la vista: han de dejar colocados a cuantos más correligionarios mejor, apañar, o apandar, entretanto, todo cuanto puedan y, como cuenta la leyenda del Cid, seguir ganando batallas después de muertos, poniendo cortapisas al nuevo inquilino de La Moncloa.
En un régimen partitocrático, el bien común es relativo a los intereses del partido y del amado líder, no a los del pueblo soberano, aunque este sirva de muleta. Así lo hizo el PRI mejicano durante más de 70 años, en los cuales cambió de nombre, e incluso de ideologías, con tal de resistir. Entonces la palabra resiliencia no existía.
Hay personas que se hacen en política: todo lo que saben lo aprendieron en las juventudes del partido, luchando por prosperar agonalmente, compitiendo con sus propios correligionarios para destacar, seducir a los líderes más viejos y poder integrarse en alguna camarilla. Sin demora, pasaron a estar ocupados por la política, formar piquetes, comandos, o lo que hiciera falta. Al poco, comenzaron a vivir de la política en puestos humildes, de militante en trance de hacer méritos, concejal o así, mientras se fijaban en los hechos (y cohechos, si los hubiere) de sus mayores, los amados líderes que ocupaban altos puestos de responsabilidad.
Es la cantera, de donde se extrae la fidelidad incondicional en capas superpuestas: fidelidad al amado líder, fidelidad a la camarilla y fidelidad al partido. Por ese orden. La fidelidad a los intereses propios es el denominador común a todas las demás. Los alevines, tras sustituir a sus maestros, utilizan sus mismas estratagemas, o las mejoran; son acérrimos de la causa y están dispuesto a morir por el servicio prestado, pero usufructuando las ganancias cosechadas, claro está.
Estas personas necesitan permanecer en candelero, o en tenebrario, a cualquier precio, porque fuera de la política no son, carecen de oficio y habilidades alternativas, no tienen otra personalidad laboral y su identidad está amaestrada por el coche oficial, los escoltas, las secretarias, el manejo discrecional de los presupuestos, la pléyade de asesores (hasta 383, según importancia) que hacen también de coro laudatorio, los múltiples despachos, lujosos y confortables, sueldos si no suculentos, fáciles de obtener, con sus complementos, viáticos y gastos de representación y, si cuadra, el uso del Falcon para ir y venir con y sin justificación oficial, o de parranda con los amigos con tal de fardar. Les condicionan los reconocimientos de los conciudadanos, ser jaleados en los mítines, recibir muestras de aprecio, abrazos aunque sean falsos; ¿admiración?, mucha, y gratitud a raudales, al menos retórica.
Es decir, el narcisismo de la persona política tiene infinidad de nutrientes, con independencia de cuál sea su valía individual y la eficacia de su gestión. De ahí que, ante cualquier fracaso, el político se convierte en una máquina de proyectar; de hacer proyecciones psicológicas, quiero decir, en el sentido estricto del mecanismo de defensa definido por Anna Freud: “de todo lo que sale mal, la responsabilidad concierne al otro”, sea quien quiera que sea el otro, el funcionario opaco y el que no gobierna. Estos, tras recibir la proyección, quedan anclados en su posición de inferioridad. Si la prensa, saltándose la ley de la omertá, o la oposición, en el ejercicio de sus funciones, le piden explicaciones al amado líder, a éste siempre le queda el recurso de la proyección, luego, el griterío de los insultos y, por último, la exhibición de los trapos sucios ajenos, aunque estén apolillados.
Estas personas, con rango de ejecutivos, nunca son juzgadas por la eficacia de sus gestiones. El ignoto ciudadano, siempre complaciente con el poder, paga y calla.
Tampoco se les acurre a los políticos hacer autocrítica, utilizando las consecuencias de sus acciones y omisiones como crisol de discernimiento. Ello exigiría pensar. La mirada siempre está fija en la línea del horizonte, adonde apunta su ambición. Dijera que huyen hacia adelante en el tobogán del engreimiento que, a menudo, se sumerge en el fracaso, arrastrando consigo retazos de la realidad.
Volviendo a las mandas testamentarias, éstas determinan que las instituciones y sus gollerías sean para los próximos a quienes mandan; otros alter ego que llevan décadas atesorando muestras de fidelidad y entrega a la causa y pueden seguir prestando servicios al partido, aunque éste pierda las elecciones; es decir, después de muerto.
Para que esta propensión al uso absolutista del poder sea posible, no es suficiente con considerarse dueño de la Fiscalía, usar la Abogacía del Estado como escribiente, o copista, utilizar RTVE como si fuera una sucursal de la SER (¡qué envidia el Estatuto de la BBC!) y enviar a los que movieron el nogal a que los premien los cosecheros, con sus ongi etorri.y concesiones del tercer grado.
Ni siquiera basta con hacer indultos ideológicos y saltarse los informes de los tribunales sentenciadores. Dado que Montesquieu murió hace tiempo, es preciso apropiarse del tinglado judicial, abordar las cúpulas, para que los órganos sean tan serviles como el actual (administrativo) Tribunal de Cuentas, que ha decidido que todos los españoles paguemos las distopías del independentismo catalán. Así, la democracia volverá a ser orgánica. ¿Se acuerdan de aquello?
Si es el caso, se mezclan churras con merinas y se pone a empresas de comunicación, de fidelidad acendrada, a gestionar industrias estratégicas. El caso es prevalecer, aunque haya que resucitar al INI.
A tales alturas, no caben dudas, si hay que pasar por la guillotina a personalidades independientes y de acreditada profesionalidad, sean del CNI, sean del INE, sean de INDRA, (el Banco de España está al caer). El modelo es el CIS, con un fiel servidor al frente, que nunca defrauda en sus amaños. Así, puede decapitarse la sociedad civil, la pluralidad de la educación, la libertad de expresión, la historia, la ética y la civilización.
Remedando a Luis XIV, alguien proclama: La ley, soy yo. Lo peor del desprecio por los límites es que es un sesgo psicopático y el psicópata es capaz de morir matando.