2022 – Centenario del nacimiento de José Saramago
«Je est un autre»
Arthur Rimbaud
Cuando uno lee ‘El año de la muerte de Ricardo Reis’ (1984) tiene la íntima sensación de que el fantasma de Pessoa no solo aparece literalmente como un personaje de la novela de Saramago, sino que contamina tanto el estilo como la ambientación de la misma. Para un lector atento, el asunto va más allá del mero homenaje que puede llegar a pensarse que es. De otro modo, el alcance de la novela no iría más lejos de lo que va una farsa a lo ‘Sueños de seductor’, película que Woody Allen había filmado doce años antes, a mayor gloria de Humphrey Bogart, fantasma también que a su vez le da la réplica al protagonista, alter ego del director, desde las esquinas sombrías de la pantalla. Pero estamos hablando de otra cosa…
Las odas de Reis por medio de una constante intertextualidad, en clave de parodia, le otorgan a la novela la suficiente verosimilitud, como para que la máscara de Pessoa pase a Saramago en una operación que, como veremos, es el resultado de un juego ad infinitum. El “heterónimo” que este acaba por encarnar, se aplicará concienzudamente a enmendar la plana al heterónimo Reis en sus propios versos lo que le coloca a este, de golpe y porrazo, junto al mismo demiurgo de ambos, Fernando Pessoa, como “espectadores do mundo”. Y de esta manera, no les queda otra solución que, impasibles e impotentes, darse un abrumador baño de realidad, quizá más sabios, en el gran teatro del mundo, desde sendas butacas del gallinero, sin más compañía que su propia angustia. Como piensa Rafael Conte: “Saramago escribe novelas sobre los mitos para desmitificarlos, […] siempre para abordar la realidad que le rodea, para tratar de los problemas actuales que son de todos, y para que todo quede claro desde el principio”.
La mascarada alcanzará momentos macabros en los episodios del Carnaval, donde Reis se encuentra con La Muerte en una más de las caracterizaciones pessoanas; y en el decorado milagrero del parque temático de Fátima, en su búsqueda infructuosa del Amor: cara y cruz de la misma moneda. Y esto lo decimos con manifiesta intencionalidad por cuanto que las monedas son una metáfora perfecta de la máscara, por varias razones. La ataraxia está presente, como otro personaje más de la novela, en esa dimensión ahistórica tan cara a Pessoa. Algo que el “heterónimo” Saramago, marxista él, no le puede perdonar por fuerza. ¡La ambivalencia está servida!
Pero antes de seguir adelante, detengámonos en esta licencia, la categoría de heterónimo para Saramago, que gratuitamente le hemos endilgado, y que bien podría escandalizar al lector. Si este, como en realidad nos viene a suceder a la mayoría de nosotros, está comprometido con nuestro cronómetro biológico y con los imperativos de la física newtoniana, desde luego nos podrá oponer, y “con toda la razón del mundo”, que hemos pasado por alto una nimiedad que aquí cobra la máxima importancia. A saber: Saramago publicó su primera novela, ‘Terra do pecado’, en 1947, doce años (¡sí, también! la numerología haciendo de las suyas) después de la muerte de Pessoa. A este respecto, convendría alertar a nuestro renuente lector con los versos de ‘Piedra Blanca, Piedra Negra’ del nada sospechoso César Vallejo: “Me moriré en París con aguacero, / un día del cual tengo ya el recuerdo”, que no dejan lugar a dudas sobre el valor elástico y líquido del tiempo, amén de las diferencias entre el Yo poético y el Yo biográfico. Por supuesto, Bergson y Nieszche no le harían ascos al equívoco pronóstico del vate peruano. Por si fuera poco: ¿es necesario poner de manifiesto que los heterónimos, Reis y Campos, en la novela del propio Saramago, y haciendo uso de la misma coartada, sobreviven al creador post mortem?
En beneficio de establecer un criterio de distinción con los heterónimos ya orquestados por el poeta, quizá sería más adecuado hablar aquí de “futurónimos”, y consecuentemente, de “preterónimos”, en esta nueva acrobacia verbal que nos permitimos, al acuñar estos neologismos, que si obviamos lo delirante de la idea nos pueden resultar útiles, a pesar de su apresurada circunstancialidad, para aludir a las máscaras posteriores y a las previas, de ese otro “drama en gente” pessoano, fuera del tiempo. Drama que en tal caso rebasa, transcendiéndolas, las reglas aristotélicas para entrar de lleno en las místicas. Pero esto ya lo trataremos en su debido momento.
El Padre António Vieira, en un librito curioso llamado ‘Historia del Futuro’, proclamaba ya en pleno s. XVII que Portugal estaba destinado, por los altos designios divinos, a regir un Quinto Imperio, universal y cristiano, que sucedería a los imperios egipcio, asirio, persa y romano y «todos los reinos se unirían bajo un mismo cetro, todas las cabezas obedecerían a una sola cabeza suprema, todas las coronas se reunirían en una diadema». El oráculo del jesuita funde la multiplicidad, sin embargo, en un estadio último que contiene todas las identidades, superándolas.
El mito del imperio prometido está relacionado con la creencia mesiánica del retorno del rey don Sebastián, perdido a los 24 años en la batalla de Al Kasr al Kebir en Marruecos, en 1578.
Por otra parte, si nos acercamos al “caso Camoens” nos encontramos con más de lo mismo. Cuando Pessoa reclamaba el SuperCamoens, siguiendo la retórica nietzscheana, ¿no estaba jugando, precisamente, a eso, adoptando la careta del autor de ‘Los Lusiadas’? ¿No estaba encarnando también, el propio Pessoa tres siglos más tarde la figura del «rei bon» y, con su Opus Magnum, no restituía los fastos de ese añorado imperio fenecido? ¿Es Camoens otro heterónimo del proteico poeta? La cadena de relaciones, suerte de cinta de Moebius, aspira a ser interminable…
La melancolía que desprenden los versos de Reis se refleja a lo largo de la novela del “futurónimo” Saramago en una mirada nostálgica a ese pasado a través de los recuerdos de antiguos heroísmos y de descubrimientos. Y así podemos imaginar cómo la máscara es una y múltiple al pasar de Sebastián a Camoens, de este a Vieira para llegar al ortónimo Pessoa, luego a Reis y ¿por último?… a Saramago. Secuencia ¿cronológica? de nombres que podrían completar Antero de Quental, San Paio Bruno, Leonardo Coimbra, Raul Leal y Teixeira de Pascoaes, como “preterónimos”, que culminaría con los “futurónimos”: José Marinho, Eudoro de Sousa, Agostinho da Silva y Paulo Borges Esteves, siguiendo la afirmación pessoana de la “Relación de las diferencias plurales” que vendría a integrarse en un pensamiento de la Nada de cuño exclusivamente portugués que deriva en una teología negativa que nos remite al gnosticismo de inspiración plotiniana, al ‘Corpus Hermeticum’ y a la mística cristiana que por medio de “la negación de la negación” del Maestro Eckhart transita el pensamiento del Heidegger de ‘Ser y Tiempo’.
Según nuestra “descabellada” hipótesis, ojalá feliz nonsense carrolliana, habría, pues, una escalera de Jacob jalonada por heterónimos como peldaños, contrapuesta pero complementaria, al universo centrífugo de contemporaneidades e identidades armonizado por el demiurgo Pessoa como la piedra que en un estanque abre círculos concéntricos en las emanaciones multiplicadoras del instigador… Pero la cuestión, nada irrelevante y menos ingenua aún, es: ¿quién en primera instancia tira la piedra y esconde la mano? Es posible que Nadie y Todos al mismo tiempo, en una socorrida respuesta salomónica. Ya nos aleccionaba el propio Pessoa: “Si me dijeran que es absurdo hablar así de quien nunca existió, respondería que tampoco tengo pruebas de que Lisboa haya existido alguna vez, o lo que yo escribo, o cualquier cosa, sea la que fuere.”
Asimismo, Alberto Caeiro y Álvaro de Campos, dos de los heterónimos coetáneos o “concéntricos”, “coheterónimos” podríamos decir, del sistema planetario pessoano que como satélites giran en torno a un sol ciego, ya nos prevenían convenientemente desde sus respectivas líricas: “No quiero incluir el tiempo en mi esquema” y “… ser lo mismo de todos los modos posibles y aún al mismo tiempo,…”, mientras que el semiheterónimo Bernardo Soares en ‘El Libro del desasosiego’ afirma sin ambages: ”Viajé en el tiempo, es cierto, pero no de este lado del tiempo, donde contamos por horas y días y meses; fue del otro lado del tiempo por donde viajé, allí donde el tiempo no se cuenta con medida.”
Por si quedara alguna reticencia más, el propio Saramago, tan apegado al discurso histórico, no tiene tampoco ningún empacho en satisfacer nuestra necesidad de árnica: “El tiempo no es una cuerda que se pueda medir nudo a nudo, el tiempo es una superficie oblicua y ondulante que sólo la memoria es capaz de hacer que se mueva y aproxime”, para añadir asimismo que: “Dentro de nosotros existe algo que no tiene nombre y eso es lo que realmente somos”.
Si el diálogo platónico entre Pessoa, en relación consigo mismo y el mundo, da legitimidad a la multiplicidad de personalidades que dialogan entre sí, en esa megalomaníaca búsqueda de diferentes maneras de existencia y/o coexistencia, se procesarán continuas alteridades entre lo subjetivo y lo objetivo, entre la sensibilidad y el pensamiento, que ‘El Año de la Muerte de Ricardo Reis’, aprovecha navegando entre dos procelosas aguas, la histórica y la ficcional, que se devoran entre sí, como un simbólico uroboro, en el universo “narrativo” del heterónimo póstumo que hemos convenido en llamar José Saramago.
La recuperación de ese aludido pasado en la novela abunda más, si cabe, en el propósito de dinamitar la “Ontología Fundamental”, Heidegger dixit, que bajo los auspicios de conceptos como totalidad, sujeto, idea y conciencia han gobernado los firmes sustentos ideológicos y prácticos de la realidad consuetudinaria y, por ende, de toda la historia de la filosofía occidental y que Pessoa, con las ya citadas diferencias plurales o múltiples y la fragmentación, había puesto en solfa en una reflexión hermeneútica que acerca el pensamiento griego al neo-paganismo portugués. El tema de la identidad es una de las grandes preocupaciones de toda la narrativa de Saramago y si hay otra novela entre su producción, además de la que estamos “leyendo”, que convenga al caso es ‘El hombre duplicado’ (2002), en la que los dos protagonistas principales son dos hombres iguales.
Si nos apegamos a la realidad histórica que refiere ‘El año de la muerte de Ricardo Reis’ tenemos que atender, tanto a la de los hechos sucedidos en Portugal y en el mundo en el año 1936, año de la “muerte” de Reis, como a la creación de este “coheterónimo”, con sus contrastables datos biográficos y sus poemas. El médico regresará a su país natal nada más enterarse del fallecimiento de Pessoa acaecido el 30 de noviembre de 1935, por el telegrama que le ha enviado otro heterónimo, Álvaro de Campos, y a su vez empujado por la Intentona Comunista, revolución dirigida por Luis Carlos Prestes y su esposa, Olga Benário, que ha estallado en Brasil unos días antes. De este modo, el propio Saramago le otorga la dimensión de “post-heterónimo” o “cuasi-futurónimo”, lo que nos quita un peso de encima. Además llegados a este punto, los exilios de Reis en Brasil y de Saramago en España no se pueden ver como casuales.
A modo de ucronía, tras la muerte de dios en un claro guiño nietzscheano, Reis después de los dieciséis años de estancia en Río de Janeiro, vuelve en busca de su identidad, busca anti-pirandelliana del tiempo perdido, donde las haya. Pero en este estado de cosas, ¿qué identidad podrá encontrar después de lo ya dicho más arriba? Las máscaras van a seguir multiplicándose como en un vertiginoso proceso de gemación celular o como en la exuberancia de la policroma mayólica de los centenarios azulejos de las fachadas urbanas de Lisboa: ¿Saramago/Reis no sigue los pasos del marinero Bruno Ganz por las misteriosas calles de la capital del hermoso film, ‘En la ciudad blanca’ (1983) de Alain Tanner? Recordemos que ‘El año de la muerte de Ricardo Reis’ se publicó un año después del estreno de la película, si bien nuestro “futurónimo” siempre ha manifestado que empezó a pergeñar la novela en su adolescencia. O, ¿es Bruno Ganz el perseguidor? ¡Al diablo con la cronología falaz de los relojes! Reparemos en un detalle, no exento de cinismo: la innúmera legión de alteridades, la “Galaxia Pessoa”, amenaza con convertir el interestelar ‘drama en gente’ en el descacharrante camarote de los Hermanos Marx o en el folletín de tintes épicos de Fantômas y el inspector Juve.
La adaptación a la gran pantalla de la novela del “futurónimo” Saramago por el veterano cineasta João Botelho amplificará ese halo onírico que reclama la historia con un uso eficaz del blanco y negro, rescatando viejos modelos del noir europeo aunque se malogre en cierto modo su resultado final a consecuencia de unos diálogos grandilocuentes que denotan en exceso su origen literario. La cita de Wittgenstein que recupera el realizador de ‘Las intermitencias de la muerte’ del propio Saramago, es un buen punto de partida para comprender el enfoque del film y viene muy a propósito a nuestro análisis sobre la conspicua identidad del creador: “Si, por ejemplo, pensaras en la muerte de forma más profunda, sería realmente extraño que, al hacerlo, no encontraras nuevas imágenes, nuevos campos lingüísticos».
Tanto el lector de la novela como el espectador la película homónima entrarán en un alambicado juego de otredades como quien se interna en un laberinto de espejos de una atracción de barracón de feria, feria de las vanidades inevitablemente, y la pregunta que se terminará haciendo es de cajón de madera de pino: ¿cómo Reis aspira a desprenderse de una máscara impuesta en ese encontrarse a sí mismo?
Los próximos nueve meses de ese periplo literario como en otro período, nada inocente, de gestación de una nueva vida que anteceden a su muerte, ¿renacimiento gnóstico?, el epicúreo Reis los pasará pateando las mismas calles de Bruno Ganz, como un inclemente flâneur, deambulando por los sucios arrabales de la ciudad de la mano de otra máscara, la de Saramago, envuelto en sus cavilaciones y bajo los frecuentes e inopinados encontronazos con la presencia espectral de su demiurgo Pessoa. Los fantasmas y sus caretas pueblan, como vemos, las calles de la ciudad blanca, como la cohorte de Juan Preciado en la evanescente Comala de Rulfo. Si todo nos lo va a contar nuestro elusivo “futurónimo”, podremos entender que a cada paso nos será más difícil orientarnos en las diferencias de identidades y reflejos especulares entre la niebla de la realidad y la ficción. Ese clima fantasmagórico y el tema del doppelgänger, tópicos tan recurrentes en el romanticismo alemán, es lo que magistralmente retrata la otra gran película sobre Lisboa, ‘Lisbon Story’ que filmó Wim Wenders en 1995, ¡doce años! (otra vez: ¡vade retro!) después de la de Tanner.
Podemos desprender, por medio de las características de la novela que nos ocupa y de otras tantas obras de Saramago, que la ficción ayuda a recrear o recontar la Historia, de forma que los hechos ocurridos son releídos y reinterpretados a partir de un nuevo punto de vista e inserciones que hace que sean leídos con una nueva perspectiva. Si para Reis y Pessoa, heterónimo, ortónimo y demiurgo (o si se quiere, “anacrónimo” y retrónimo, también), lo ambiental les es ajeno, como indiferentes espectadores de lo “real”, que les identifica con los narradores omniscientes de la novela decimonónica, por el contrario, al heterodiegético Saramago, paradójico observador cuántico, lo que le preocupa es la situación sociopolítica que todos ellos “viven”, desde la dictadura salazarista al triunfo del Frente Popular y la rebelión militar posterior en la vecina España, pasando por los totalitarismos en Alemania e Italia, en un contexto histórico alarmante. ¿Cabe mejor heterónimo? Porque la pregunta pertinente es: ¿Saramago construye al personaje Pessoa por obra y gracia de Reis o es al revés?
También habrá lector que se incline por defender que Reis/Pessoa forman un “sintónimo” (¡perdón, de nuevo, por el palabro!), al que le dan el nombre de José de Sousa Saramago, siguiendo el proceso inverso por el que Borges y Bioy se fundieron en Honorio Bustos Domecq o en su consecuente máscara, el detective Don Isidro Parodi. ¿A qué carta quedarse con lo que también acaba por parecerse a la endiablada trama de una novela policíaca de Whodunit?
El resultado final no puede ser otro que la sucesión de nuevos disfraces, que acaban produciendo innumerables significados, que se abre en un abanico multicolor de infinidad de lecturas. Así, Ricardo Reis-personaje es una máscara de la máscara, en una de las mil posibles realizaciones que la inquietante ucronía mutila en aras de una respuesta, aunque no siempre unívoca. Para mayor perplejidad, recordemos que la primera mujer de Saramago fue la artista plástica que respondía al nombre de Ilda Reis. ¡Sin comentarios!
Y es que la creación de heterónimos es lo que tiene… Requiere de un esfuerzo de disociación tal, de un rigor exquisito y de una capacidad de alienación que por fuerza debe evitar a toda costa la ósmosis de demiurgo/autor y/o de actor/autor. Un juego de discutible “multiesquizofrenia” clínica, que se puede asociar a ese supuesto estigmatismo de El Greco que algunos miopes invocan para justificar realidades superiores que sobrevuelan nuestras humildes cabezas y que son inimaginables para todos aquellos que no estamos dotados de ingenios desmesurados.
Cabría imaginar, que en el caso que nos ocupa, al factótum Pessoa se le ha escapado de las manos ligeramente por la tangente el personaje Saramago y lo contagia, sin su consentimiento, de sus propios tics poéticos. Y es que el raptus creativo y sus veleidades tiene a veces estos caprichos. Ya se sabe que cuando Juan habla de Pedro habla más de Juan que de Pedro. O, traducido al portugués de la novela, cuando José habla de Fernando… Pero insisto: ¿no será al contrario?
Habrá lector, en este caso, más preocupado por las diferencias ideológicas de los interfectos, demiurgo y “futurónimo”, que vendrá a contraponer las sensibilidades sociales y metafísicas de cada uno de ellos, lo que les sitúa en extremos opuestos en el tablero político y religioso. Pessoa se había definido a sí mismo como «un nacionalista místico, un sebastianista racional». Esto, sin duda, habría hecho lamentar a Saramago, ateo y mártir, aquello de que «nadie en Portugal puede tener una relación pacífica con Pessoa», habida cuenta de que es «una figura compleja que no puede ser aceptada completamente». Aseveración que nos trae a las mientes la que, epistolarmente, le hará el heterónimo Álvaro de Campos en 1920, a la prometida de aquel, Ofélia Queiroz, siamesa de la Regina Olsen de Kierkegaard, cuando le prevenga contra él para que no contraigan matrimonio: “No me gusta, es malo”.
No debemos extrañarnos demasiado con estas disputas domésticas, porque las agarradas entre el pigmalión y su creación han estado a la orden del día en el mundo lábil de la literatura, como bien nos demuestran otros casos parecidos, desde los reproches del lúgubre monstruo de Mary Shelley al doctor Frankenstein hasta la literal y elocuente tomadura de pelo de Pinocho a Geppetto.
¿Cómo podría entenderse de otro modo que la ‘criatura Saramago’ se afiliara al clandestino Partido Comunista Portugués cuando el demiurgo Pessoa hacía gala de una ambigüedad que se movía entre un monarquismo sui generis y un reaccionarismo dictatorial con la absurda por anacrónica vocación de ibérico? Claro que Pessoa se aúpa en ese populismo nacionalista antidemocrático para ensalzar inicialmente al salazarismo autoritario y, sin embargo, su hijo literario llamado José Saramago, arrastra la piedra de Sísifo del desencanto que los acontecimientos precipitan para empujarle a participar en la Revolución de los Claveles aunque su “balsa de piedra”, en su inesperada escisión, busque también su renovada identidad ibérica. La piedra del estanque en su versión más onerosa vuelve, como vemos, una y otra vez. Si bien, sorprendentemente el escepticismo de este nuevo heterónimo sobre el 25 de abril, nada más para él que un simple eslogan publicitario ya vacío de significado, replica la piedra de la decepción del propio demiurgo con el «Estado Novo» de Salazar. Piedra de escándalo, en cualquier caso.
Por otra parte no esperemos tampoco que Campos, Caeiro, Reis o Bernardo Soares se identifiquen con su escurridizo metteur en scène. Sería un fallido despropósito literario que invalidaría tan sofisticado dispositivo, ya que en tal caso la dimensión de heterónimo se diluiría como un fugaz azucarillo en otras aguas de menor entidad, si bien aguas mayores sin duda, que se precipitarían irremisibles en el sumidero de lo banal, desde el disfraz del alter ego woodyalleniano al simple seudónimo o alias chocarrero a lo Fray Gerundio de Campazas. El sombrío y ya apelado Kierkegaard, tan polimorfo él, nunca lo habría consentido, torciendo la mueca en el grito mudo de Munch.
Las marcadas posiciones ideológicas de los diversos heterónimos no dejan lugar a dudas, sean estas las del monárquico Ricardo Reis o las del ácrata Alberto Caeiro. ¿Estamos ante diferentes hipóstasis de él o estamos ante otras “pessoas” –personas de carne y hueso aunque se oculten bajo antifaces de guardarropía para la ocasión– como en el caso de Saramago? O ¿eones emanados de “la unidad suprema, que ponen en relación la materia y el espíritu”, como quieren los gnósticos y Pessoa lo era?
A esta objeción la respuesta no puede ser más concluyente: ¿Qué compartía el demiurgo con sus criaturas, se llamaran estas Álvaro de Campos, Ricardo Reis, o Alberto Caeiro?
Los orígenes humildes de Saramago, marcados por una pobreza secular en Azinhaga, una pedanía de Ribatejo, le impiden acceder a una educación esmerada como la que, por el contrario, había disfrutado el niño Pessoa en Durban, criado entre algodones en un ambiente refinado y burgués de institutrices y niñeras británicas, lo que viene a demostrar que todos somos rehenes de nuestra biografía. Claro que una vida de kindergartens regentados por señoritas Rottenmeier lleva también asignado un alto peaje, como demuestra la muerte precoz y sórdida del santo bebedor lisboeta frente a la apacible de aquel Vulcano adolescente en su residencia de la localidad de Tías de la idílica isla de Lanzarote.
La defensa de su compromiso político, le acarrea al “futurónimo” Saramago más de un disgusto, como cuando publica ‘El Evangelio según Jesucristo’, cuyo anticatolicismo le lleva a autoexiliarse en el archipiélago canario. Y es que este, a diferencia de su creador es reticente a mixtificaciones y afea a sus compatriotas su habitual esperanza en los mesianismos, se llamen estos Sebastianismo, o Libertad de Mercado, léase Democracia (¡otra máscara!). Y es que Portugal, con un remoto y rutilante pasado histórico a sus espaldas, ha abrigado siempre la confianza en un Deus ex machina que dará ocasión a impostores (más máscaras) o arribistas de toda laya a postularse como tal, so capa de colmar las ilusiones perdidas. Ahí está el conocido ejemplo del llamado Pastelero de Madrigal, que intentó suplantar al rey muerto, por no volver a invocar al grisáceo Salazar que hábilmente se aprovechara del mito también, para atender a sus intereses personalistas.
En ‘Mensagem’, único libro publicado en vida por el ortónimo Pessoa, que recibió el Premio que otorgaba el Secretariado de Propaganda Nacional del Estado Novo y que de algún modo es un remake muy personal de ‘Los Lusiadas’ de Camoens, reúne una mezcla de ancestral saudade, con las mismas lágrimas de los fadistas de la Alfama, y de naufragios propios y colectivos del alma herida lusitana de la que también han brotado, como intensas ramificaciones que bien podrían cifrarse entre la panoplia fulgurante de la heteronimia del profeta portugués. Si a consecuencia del segundo matrimonio de su madre, nuestro demiurgo tiene que instalarse en la entonces colonia británica de Natal (hoy República de Sudáfrica), ese encuentro con los fastos colonialistas del Imperio Británico, le harán añorar, de vuelta a su país, las pérdidas de un pasado glorioso que no por esquivo podría alojarse de nuevo en el presente. Fue la dudosa hazaña del salazarismo y, del otro lado, el épico logro del ubicuo Pessoa: de nuevo la dualidad de identidades del doctor Jekyll y Mr. Hyde.
Así pues, la repugnancia que marca la dirección ética y estética del “futurónimo” Saramago, que como Caeiro, Campos y Reis, tomará las debidas y preventivas distancias con su creador multidimensional, no hará más que subsumir la náusea que late en el amargo lamento del poeta apócrifo Gaspar Camerarius, del célebre dístico borgiano ‘Le regret d’Héraclite’: ‘Yo, que tantos hombres he sido, no he sido nunca/ Aquel en cuyo abrazo desfallecía Matilde Urbach’.
Cuando Borges corrija más tarde el poema, al sustituir el “abrazo” por el “amor” de la esquiva dama, posiblemente no reparará en que al hacerlo, el espejito de Pessoa, que perteneció a Rimbaud, Stevenson o Kierkegaard, se le habrá vuelto a romper entre los dedos de las manos. “Los espejos y la cópula son abominables, porque multiplican el número de los hombres.“
A Saramago no le quedará ya más remedio que agacharse a recoger los fragmentos manchados de sangre: inconsciente gesto que no por ello resulta menos cruento. Como a Lady Macbeth el asunto se le hará insufrible por infinito. Será la venganza aplazada del “sintónimo” Pessoa/Reis por el declarado desprecio al que el “futurónimo” le somete a lo largo de las quinientas páginas y pico de ‘El año de la muerte de Ricardo Reis’.