noviembre de 2024 - VIII Año

El chantaje del futuro

‘Relojes derretidos’, Salvador Dalí

Te dicen: el futuro es eso, nada más que eso, indiscutiblemente eso. Y si no lo acatas estás fuera (pero la Historia ha cambiado de dirección tantas veces). Hablan del calentamiento global. Pero yo hablo del enfriamiento global. De que el mundo está cada vez más lleno de máquinas y más vacío de personas. De que no hay emociones ni sentimientos, sino tuercas y circuitos. De que no sentimos el mundo, sino que tomamos sus datos muertos. De que no pillamos el alma de las cosas, el espíritu de las cosas. De que nada vibra a nuestro alrededor, todo suena a hojalata.

Hablan del calentamiento, yo siento el enfriamiento. A mi alrededor hay cada vez más máquinas expendedoras de bebidas, de respuestas a preguntas frecuentes, de vomitonas de los programas, de fórmulas, de frases repetidas. Hablan del calentamiento, pero yo hablo de artefactos fríos. Que no estuvieron nunca vivos, que ni siquiera son fantasmas. Al menos en los fantasmas queda un resto de vida lejana. Prefiero los espectros a las máquinas, prefiero los recuerdos a los informes y los algoritmos.

Pero el mundo es cada vez más frío. No nos echa el aliento porque no tiene aliento. Las máquinas por todas partes no tienen aliento, a lo sumo echan gases cuando se estropean.  O dejan al mundo entero en el aire virtual cuando se estropean. Y no te reconocen como un ser vivo porque no reconocen nada. Y no puedes sonreírles porque ellas no sonríen, a lo sumo sueltan muecas programadas.

Imaginen un tren que va siempre en la misma dirección por encima de todo, pase lo que pase, le digan lo que digan al maquinista. Aunque le adviertan que hay campos de minas, charcos cenagosos, colonias de buitres, precipicios. No, él tiene que seguir adelante. Le han dicho que el progreso es ir siempre en línea recta, que no puede cambiar de dirección, y mucho menos volver atrás, a algunos pueblos que se veían tan sugestivos, a algunas estaciones donde una desconocida tocaba un arpa.

Y los viajeros del tren discuten, algunos sugieren tímidamente: tal vez habría que variar la dirección, dentro de poco viene un cementerio de carbón, más allá bullen unos lagartos venenosos. Pero la mayoría de los viajeros dicen dogmáticamente: hay que ir siempre adelante, en línea recta, sin cambiar nunca nada, eso es el progreso, eso es el futuro, no podemos escapar del futuro. Hay que seguir en línea recta pase lo que pase y caiga quien caiga, no podemos negar el futuro que está marcado fatalmente.

Pues bien, ese tren es la dirección que llevamos. Hay que seguir en línea recta aunque vayamos a un mundo cada vez más mecanizado y más muerto, más programado y más automático, más lleno de reglas y de fórmulas, sin margen para la creatividad, para la personalidad, para la imaginación. Un mundo en que incluso la Luna se aprovechará económicamente como decía Villiers de l´Isle Adam en lugar de ser un astro parásito para poetas ociosos e improductivos.

Esa es la dirección, ese es el futuro implacable e incuestionable que no podemos discutir, han decretado que el futuro tiene que ser eso y nada más que eso, aunque uno levante temblando un dedo, plantee una duda, no, los que dudan de esta dirección son unos carcas, unos frikies. Tenemos que progresar aunque nos muramos todos.

Las palabras ya no significan nada, o significan cualquier cosa. Y a veces significan lo contrario de sí mismas.  Como en la novela de Orwell en que al ministerio de la tortura se le llamaba ministerio del amor.  Y cuando el cristianismo obligatorio todo el mundo era tu hermano aunque lo machacaras con saña. Y en las dictaduras comunistas todo el mundo es camarada aunque no sea nada camarada. Qué curioso, los nazis usaban el mismo lenguaje. Y ahora llaman progreso a traer un mundo cada vez deshumanizado y cada vez más solo para los ricos.

El coleccionista de arañas diría que progresar consiste en acumular más arañas en su habitación. Otro diría que progresar realmente es reducir el hambre en el mundo. Otro tal vez considere que consiste en aumentar la cultura media. Otro más loco dirá que consiste en aumentar los lectores de Proust. Y otro asegurará que progresar es usar más petróleo y tener los mares más manchados.

Pero lo que ha triunfado es que progresar consiste en acumular cada vez más máquinas hasta el infinito, y aún más allá del infinito. Tal vez un tragón crea que progresar es tragar comida sin fin aunque su cuerpo sea limitado y pueda reventar. Pero los forofos de las máquinas por encima de todo no conciben que haya límites para ellas, que se pueda reventar de tanta máquina, que las máquinas en exceso nos maten o nos atrofien.

Porque se usan máquinas para cualquier cosa, incluso para lo más elemental. Porque se ponen máquinas en lugar de personas en todas partes. Porque las máquinas nos están atrofiando y están limitando nuestras capacidades. Porque hay que mecanizar incluso los besos que damos. Pero nada, progresar consiste en amontonar más y más máquinas.

La automatización incesante lo convierte todo en gestos repetidos y mecánicos. Es decir, lo mata todo. En lugar de ¿qué hará fulanito? ya sabemos lo que hará tal maquinita. Todo está programado y previsto. Todo está muerto. Y a eso le llamamos progreso.

En lugar de la infinita riqueza de la vida, de la espontaneidad prodigiosa, te dicen: opción 1, opción 2, opción 3. Y no hay más opciones. Todo lo que está fuera de esas opciones no existe. En lugar del infinito y la vida tenemos la miseria y lo programado. Y a eso le llamamos progreso.

Si tienes alguna pregunta te mandan a preguntas frecuentes. Porque no tienes delante a un ser vivo imprevisible, tienes delante a una máquina que tiene tantas preguntas y tantas respuestas. Y te encierras en eso o te jodes. Si tienes otra pregunta te la callas o estás loco. O eres un retrógrado o eres una hormiga angustiada como aquella de Woody Allen. Y a eso le llamamos progreso.

Nos matamos progresivamente y a eso le llamamos progreso. En lugar de lo vivo y lo creativo, del latido y el esperar, del espíritu y el aliento, tenemos las tuercas y las herramientas, tenemos las opciones previstas, tenemos los programas cerrados.  No hay nada que imaginar, qué pensar. La máquina lo ha empobrecido todo para ti. Y a eso lo llamamos progreso.

Se codificarán las declaraciones de amor, las formas de tristeza, las emociones más inexpresables. Todo será expresable y previsto. Nos encerraremos en esa cárcel de muerte. Se codificarán incluso las expansiones románticas entre velas. Y dirás qué progreso, qué avance. Si te da pereza besarla, le das un beso virtual.  Oh qué avance.

La máquina digital hace millones de fotos. Haces clic a cada instante y acumulas fotos sin fin. Y luego quien se pone a mirarlas todas, que coñazo. Antes los carretes eran limitados, hacías una selección, fotografiabas lo que te parecía importante o sugerente. Ahora le disparas a cualquier cosa y todo se trivializa. Lo que importa es la cantidad. Todo se cuantifica y se trivializa.

Te dicen pasmados de admiración: con tal artilugio puedes consultar bibliotecas enteras, puedes abrir millones de libros. Y para qué mirar millones de libros si la gente no lee ni uno solo. No será mejor leer de verdad veinte o treinta, y que transformen tu vida, y que te hagan vivir, que pasar a toda velocidad millones de libros (todos con la misma apariencia en la misma pantalla, en una monotonía de pesadilla) de los cuales no te enteras de nada. Se pueden ver millones, se pueden ver trillones. Todo es la cantidad, la acumulación. Y la densidad de la vida, los momentos únicos, quedan fuera.

Una autopista te lleva en dos minutos de una ciudad a otra, un tren ave te lanza hacia otra parte.  Y todo el camino lo pierdes, no te enteras de nada, no vives nada. Al final la ciudad de destino solo será también un número hacia otra ciudad más lejana que también será un número. Todo se trivializa y se vacía. La cuantificación de todo nos vuelve a todos anodinos y vacíos, y todos nuestros instantes se vuelven anodinos y vacíos.

Y ya no digamos como los procedimientos mecánicos para todo nos vuelven mecánicos y rutinarios a nosotros mismos. Todo lo hacemos al estilo de las máquinas, de manera industrial y trivial. Al final desaparece la vida entera. Todo se convierte en cifras de unas estadísticas, en trillones de trillones de datos vacíos.

Todo el mundo comprende que no puedes beber agua sin parar todo el día. El agua es buena, pero si te tomas treinta toneladas revientas. El organismo no aguanta más. Te caes muerto y el agua sable por todas partes.

Todo el mundo comprende que las lentejas tienen hierro y son muy sanas para no sé qué. Pero no puedes estar tomando lentejas todos los días a todas horas. Si te ponen treinta días de lentejas (como a mí me pusieron una vez treinta días seguidos de guisantes) te cagas hasta en la madre de tu jefe, te cagas en lo que sea.

Todo el mundo comprende que el cuchillo es muy útil para cortar la chuleta, incluso para cortar las patatas cocidas. Y hasta para amenazar a un macarra si rompe tu puerta y amenaza con matarte él. Pero no puedes estar todo el día con un cuchillo en las manos, no puedes dormir con él, no puedes llevarlo por la calle y mirarlo sin parar sin hacer caso ni de los semáforos.

Todo el mundo se da cuenta de que un autobús te lleva de un sitio a otro. Pero un autobús no escribe novelas ni te dicta cartas de amor ni sustituye a Proust.  Ni sirve para echarle trozos a la paella si la encuentras sosa.

Pero nadie se da cuenta de que el tecnologismo también tiene unos límites. Está muy bien que una máquina te lave la ropa y que otra te sirva para hablar con América. Pero las máquinas no van resolver todo en la vida. Hay un territorio vastísimo adonde nunca llega la técnica. La gente no te hará sentir vivo, ni te resolverá la nostalgia, ni te enseñará a amar mejor. La técnica nunca fabricará emociones, aunque les pongan a los robots los gestos de tres o cuatro emociones.  Y que si solo estás con técnica todo el día te resecas, te atrofias, te empobreces, te conviertes en un tornillo, te mueres. Te dicen: el futuro es eso, nada más que eso. Y si no lo acatas, estás fuera.

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