2022 – Centenario del nacimiento de José Saramago
Guardo en un rincón de mi memora aquel catorce de marzo de 2006: En el salón de actos del Ateneo de Madrid se presentaba el libro de Juan José Tamayo “Nuevo Diccionario de Teología”, uno más en ms anaqueles. Junto a su autor tomaba asiento José Saramago quien dio muestras de agnosticismo» al señalar los 100.000 millones de galaxias del universo conocido, comparando esta inmensidad con la limitación humana, y luego renunciar a toda búsqueda de Dios. Aunque no pretenda yo objetar, ya entonces pensé que ese número de galaxias era parecido al número de neuronas que alberga nuestro cerebro, y éste, como aquel, está en permanente actividad constructora y destructiva, alimentado por la pasión humana de rebasarse y con-crecer.
Entonces quedaba claro que esta reducción a lo cercano, donde quedan tantas cosas por arreglar, era la opción adoptada por Saramago: un compromiso con la vida, una actitud ético-política propia de la izquierda, un desprendimiento solidario de sí mismo.
José Saramago se situaba en línea humanista de la Modernidad que, desconectada de lo religioso, que lo había tutelado, asumía la emancipación de lo humano. Por dar un ejemplo, Jürgen Habermas, en su ‘‘Discurso filosófico de la Modernidad’’ echa mano de Max Beber para señalar ‘‘la conexión interna, es decir, la relación no contingente entre modernidad y lo que llamó “racionalismo occidental”. Y, como “racional”, describió aquel ‘‘proceso de desencantamiento que condujo en Europa a que aquel desmoronamiento de las imágenes religiosas del mundo resultara en una cultura profana’’.
El hombre, al distanciarse de la religión y de las representaciones que ésta le ofrecía de lo divino, volvió su responsabilidad sobre sí mismo y sobre su mundo. De este modo, al renunciar a la moral del acomodo, surgió la ética autónoma. El hombre, en ese tiempo histórico, carga el mundo sobre sus espaldas; las vuelve a la religión; se hace profano.
Claro está que ser humanista, declarar su confianza en lo humano, practicar una ética y una praxis humanista que lo procura, no es ser ciego para con la barbarie humana. Las guerras del siglo XX, que dieron la puntilla a la metafísica, también mostraron hasta dónde podía llegar el hombre con su barbarie, y el difícil camino que el hombre tiene por delante.
En el año 2010, Alfaguara publicó ‘‘José Saramago en sus palabras’’, una edición y recopilación de Fernando Gómez Aguilera. Permítanme que, bebiendo en otras fuentes que algunas cita, ofrezca una referencia a otras declaraciones suyas a distintos medios en diferentes fechas:
En el Diario El Mundo reclamaba Saramago la responsabilidad humana: ‘‘Somos nosotros los que tenemos que salvarnos, y sólo es posible con una postura ciudadana ética’’ (22/5/1996). Sabemos que la salvación integral del hombre es asunto religioso, pero de hecho se dan distintas comprensiones de qué abarca esa integridad para aquellos que consideran al hombre sin Dios como responsable, no sólo de si mismo, sino de lo que a su mano esté en la sociedad.
Se da una metáfora de la situación de lo social en casi todas las obras de Saramago. Consideren el ejemplo de su ‘‘Ensayo sobre la ceguera’’: Resumo en mi tesis doctoral la situación general: La ceguera se extiende como una pandemia, y en la ciudad de los ciegos, donde nadie es visto, cunde la violencia como ley de la supervivencia. Queda una esperanza depositada en el médico, y en su mujer que aún conserva la vista. He aquí el fragmento del relato:
‘‘ […] no nos quedamos ciegos, creo que estamos ciegos. Ciegos que ven, ciegos que viendo no ven. La mujer del médico se levantó, se acercó a la ventana. Miró hacia abajo, a la calle cubierta de basura, a las personas que gritaban y cantaban. Luego alzó la cabeza al cielo y lo vio todo blanco. Ahora me toca a mí, pensó. El miedo súbito le hizo bajar los ojos. La ciudad aún estaba allí’’.
En el fragmento citado, las personas gritan y cantan en medio de las basuras que han generado, sin verse, sin verlas. El grito, nacido del horror, y el canto que disfraza la visión de la violencia, la decadencia y el horror, se mezclan en la ciudad de los ciegos donde se apaga el trabajo y a esperanza. El grito o el canto son la música estridente que trata de no escuchar la soledad.
El académico Francisco Proaño Arandi, de la Academia Ecuatoriana de la Lengua, publica en su trabajo ‘‘Los renacimientos de José Saramago y sus dimensiones ética, estética, y política”, una frase lapidaria de Saramago: ‘‘Dios es el silencio del universo, y el ser humano, el grito que da sentido al silencio’’.
Que Dios sea “sijé”, el silencio de los gnósticos, un silencio de lo trascendente que invita al conocimiento introspectivo como “gnosis”, o sea palabra de la inmensidad, no es cuestión para tratar aquí.
Que el grito, como el que expresa Edvard Munch en su cuadro, rojos y negros en onda, sea producido por el sentir humano de estar como “arrojado en la nada” que para nada existe, o sea el que produce la visión, todavía esclarecedora, de los resultados de un quehacer humano, vuelto contra la Vida, convertido en la ‘‘Balsa de piedra’’ de Saramago, esta vez desprendida de su continente humano, navegante a la deriva sin saberlo, es dialéctica de significados.
Que el ser humano haya de sentirse desubicado, fuera de sitio en una realidad cambiante y diversa, regida por un poder escondido y amorfo, como aquel artesano de ‘‘La Caverna’’ de Saramago, que ya no encuentra lugar en un mundo dominado por “El Centro”, donde imperan el pragmatismo y la rentabilidad como un nuevo paradigma de lo sagrado e intocable (‘‘quien no se ajusta no sirve’’, dice Marcial al renunciar a su puesto de guardia en “El Centro”), donde sólo se salvan Cipriano Algor y su familia…
Tras ellos, El Centro, en su fachada exhibe un cartel publicitario: ‘‘En breve, apertura al público de La Caverna de Platón, atracción exclusiva, única en el mundo, compre ya su entrada’’. Lo que ha sido un macro-mercado de cosas, vencedor en toda competencia agresiva, donde la violencia era ya ejercida contra los seres que eran incitados al consumo, ahora se convertía en el macro-negocio de la imagen sustitutiva de las cosas; un mundo fantasmagórico, un espectáculo de sombras chinescas para el que se podía comprar el lugar de la cadena, ya sin filosofía.
¿Cómo no evocar aquí la ingente producción que aborda el tema de la postverdad y sus enigmas?, ¿o el reciente libro publicado por el filósofo surcoreano Byung-Chul Han, titulado ‘‘No-Cosas. Quiebras del mundo de hoy’’? Que el progreso no sea hoy abarcador de totalidad, y que la racionalidad, productora de ese progreso, se haya tornado instrumental y aún falsaria, es evidencia. Como declaró Saramago a El Espectador (Bogotá 21/2/2009): ‘‘El sentido común se convierte en instrumento más revolucionario en este mundo de locos que es el de la violencia’’. Sólo que aquí nos topamos con una contradicción en los términos porque lo común es la violencia “extraespecífica”, como decía Konrad Lorenz, la que pierde el sentido en su ciega acometida, el para qué y el hacia dónde de las acciones humanas, en una revolución “diaespasmódica” que produce cambios que distorsionan lo humano.
‘‘Yo estoy comprometido con la Vida hasta el final de mis días, y me esfuerzo por transformar las cosas, y para ello no tengo más remedio que hacer loque hago y decir lo que soy’’, declaró Saramago a El Faro de Vigo el 9 de noviembre de 1994. El ser no está escondido del hacer. Casi siete meses antes había dicho en “Baleares”: ‘‘El único poder que considero revolucionario es la bondad, que es lo único que cuenta’’; una bondad, la suya, que trabaja para el “bien común” como “sumo bien” sin referencia al “Sumo Hacedor”.
No es la suya una filosofía trascendental a lo kantiano, sin embargo, se le parece: Había declarado en “Época” el 21 de enero de 2001: “Si nos ponemos a pensar las pequeñas cosas llegaremos a entender las grandes”. Sólo que no basta pensar lo pequeño para entenderlo, sino actuar en favor suyo para que realice toda su potencial grandeza. Aquí, “La Razón pura” se hace militante de “La Razón práctica”. Cuando el hombre actúa y sus acciones alcanzan valor universal, aunque no sea ese su propósito, se crea tal consecuencia. Si la ética corresponde a la dimensión personal, y la moral a la colectiva, la ética construye moralidad; de su ejercicio se produce un modo de vida, privado y colectivo, que constituye sabiduría del bien en el mundo, una sabiduría no teórica, salida de la praxis solidaria.
Créanme si les digo que percibo un campo común de trabajo ético, donde el creyente, que tiene su referencia última más allá de sí mismo, residente en sí, motivadora de su conducta ética y moral, tiene también en ello su banco de trabajo.
Cuando Habermas debate con Ratzinger la ‘‘Dialéctica de la secularización sobre la razón y la religión’’, casi al finalizar el debate, al hablar de “secularización como doble -y complementario- proceso de aprendizaje”, señala el peligro en que se encuentra el balance de la modernidad entre los tres medios de integración social, ‘‘porque mercados y poder administrativo excluyen a la solidaridad social cada vez de más ámbitos de la vida En la sociedad postsecular se impone la evidencia de que “la modernización de la conciencia pública” abarca de forma desfasada tanto mentalidades religiosas como mundanas y las cambia reflexivamente’’. Ambas partes deben entender y hacer públicos sus respectivos “descarrilamientos”. Ambas partes deben reconocer sus respectivos “depósitos de sentido”, sus “tradiciones fuertes. Ambas partes deben comprender el trabajo en común en defensa del hombre y de la Vida.
Pese a su ateísmo, Saramago no anda lejos. Comenzó su trayectoria literaria en 1947, en plena postguerra, cuando apenas contaba con 25 años. Llamó a su primer trabajo ‘‘Tierra de pecado’’. Pasaron los años y nos entregó ‘‘El Evangelio según Jesucristo’’, pero esa es ya otra historia.