A menudo no se valora debidamente lo que se tiene hasta que se pierde, o hasta que se ve de cerca el riesgo de perderlo. Viajar también ayuda.
Para valorar lo logrado durante los 43 años de Constitución basta visitar Estados Unidos, por ejemplo, y comprobar allí cómo contraer una enfermedad puede arruinar a una familia, porque no disfrutan de nuestra sanidad pública.
En la mayor parte del mundo, por seguir poniendo ejemplos, no existe un sistema público de pensiones como aquí, y las personas mayores dependen para su supervivencia de la solidaridad familiar, de sus ahorros o de la capacidad que tengan para seguir trabajando.
Lo mismo ocurre con la enseñanza superior. Aquí, para acceder a las mejores universidades, que son las públicas, tiene las mismas oportunidades el hijo de un obrero mileurista que la prole del millonario.
Sí, para valorar debidamente la Constitución Española que garantiza nuestros derechos, basta echar un vistazo a lo que pasa allí donde no tienen esta suerte, o lo que pasaba aquí mismo hace solo un par de generaciones, o lo que puede adivinarse que pasaría si perdiéramos eso que algunos llaman con ligereza “el régimen del 78”.
A menudo, sentado en el escaño del Congreso, no puedo dejar de calificar como un auténtico milagro que gentes de ideología e intenciones tan dispares como Ortega Smith, García Egea, Rufián, Echenique o cualquiera de mis compañeros socialistas, compartamos a diario el mismo espacio para debatir y decidir sobre cómo gobernarnos.
La Constitución obra este milagro cada día. Pensamos de manera diametralmente opuesta. Nuestros diagnósticos y nuestras recetas son contrapuestas. Pero todos aceptamos las reglas del juego, la ciudadanía da y quita mayorías, y el Parlamento dicta las leyes que todos hemos de acatar.
¿Qué sería de la convivencia sin el Parlamento y la Constitución que lo consagra? Bueno, nuestra historia contemporánea ofrece algunas pistas, terribles todas ellas, por cierto.
Pero ni la Constitución, ni la democracia, ni los derechos que disfrutamos bajo su amparo están libres de riesgos. Tienen enemigos temibles: los nostálgicos de la uniformidad impuesta; los populistas que juegan con las cosas de comer; los profesionales del odio y la división; los seductores del autoritarismo; los que fomentan la antipolítica del “todos son iguales” y “todos van a lo suyo”…
Por eso, en cada conmemoración constitucional es preciso hacer un llamamiento tanto para valorar la Constitución como para defenderla.
Y para defenderla cabe hacer lo siguiente, al menos.
Reconocernos en la Transición que alumbró Constitución, democracia y libertad. Sin ambages ni titubeos. Incluida la Ley de Amnistía con todas sus letras, de la primera a la última.
Renovar y afianzar el compromiso constitucional, en todos sus artículos, los que gustamos de cumplir y los que acatamos porque están ahí y nos obliga el conjunto.
Renunciar al uso de la Constitución como arma ofensiva en la deslegitimación del adversario político. Hay millones de ámbitos en los que diferenciarse, pero la Constitución es de todos.
Y ejercer la responsabilidad en cualquier propuesta de reforma.
Porque la Constitución se puede reformar. Ahora bien, la reforma constitucional ha de cumplir las mismas condiciones que cumplió la elaboración constitucional: el propósito de consolidar la convivencia democrática y la búsqueda del consenso.
Cumplimos estas condiciones, por ejemplo, cuando proponemos modificar el artículo 49 para sustituir el término “disminuidos” por “personas con discapacidad”. Y se cumplen mucho menos cuando se insta a cambiar de forma drástica la forma de Estado o su articulación territorial.
Durante estos días se escuchan discursos paradójicos, que arremeten duramente contra la Constitución en nombre de la Constitución.
Cuando se aprovecha un acto institucional de celebración de la Constitución, con allegados y adversarios políticos presentes, para lanzar reproches y diatribas de trazo simple, se está faltando a la Constitución. Porque celebrar la Constitución es celebrar la unidad, la convivencia y la solidaridad, y no todo lo contrario.
Cuando a las puertas del 6 de diciembre se llama a “agrupar a los constitucionalistas frente a los no constitucionalistas”, aludiendo a los adversarios políticos, se está dañando la Constitución. Porque la Constitución somos todos, incluidos los que discrepan de algunos de sus contenidos, hasta aquellos que pugnan por cambiarla a fondo.
Todos hacemos política bajo las reglas de la Constitución. Todos estamos amparados por la Constitución en nuestras libertades públicas. Y todos buscamos el interés general desde las ideas diversas que protege la Constitución cuando se defienden sin hacer daño.
Nada hay más contrario al propósito de la Constitución y a la voluntad de los constituyentes que usar la norma fundamental para hacer banderías y tratar de excluir al contrario.
La Constitución es inclusión y convivencia; y no es exclusión y división.
Hoy más que nunca hay que decirlo: Constitucionalistas somos todos.